domingo, 30 de diciembre de 2018

Crónicas del palacio XI

Para Cristina, ese regalo travieso que me dio la vida.
Víctor Cardona Galindo
Estos días a veces dan mucha tristeza. Para mí en lo particular, de niño, el festejo de la Navidad y el Año Nuevo fue muy triste. Esos días mis familiares se emborrachaban, entre copas y llantos era la única vez, en todo el año, que decían que me querían. Un Año Nuevo me la pasé toda la noche llorando atrás de unos costales de café, viendo a mis mayores embrutecerse con mezcal. Otro Año Nuevo me lo pasé frente a una fogata en el asoleadero de una huerta de café. Es decir para mí, de niño, los festejos de Navidad y Año Nuevo fueron traumáticos. Esos días, para los grandes, era beber.
Foto 1.- Casa típica en Huertas Viejas municipio
 de Coyuca de Benítez. Foto: Víctor Cardona Galindo.

Ya de joven, estos días, también me los pasaba borracho. En 1988 me la pasé borracho los 15 días de las vacaciones decembrinas. Una vez me pelee y otro Año Nuevo un pistolero estuvo a punto de matarme. Pero desde hace veinticinco años pertenezco a la cofradía de San Expedito, o sea que no ingiero bebidas embriagantes. Ya sin alcohol comencé a sufrir todos los años una tristeza interna que justificaba pensando que no había podido recuperar a mi hijo mayor. Pero también en la familia había un miembro que, todos los años, parecía que tenía la manda de echarnos a perder la fiesta. Comenzaba a beber desde temprano, siempre se le botaba la canica y todas las mujeres, incluyendo mi compañera, se ponían a llorar.
Hace veinte años por primera vez coloqué en mi casa un árbol de Navidad, fue a iniciativa de Víctor Jesús que exigió un pino con sus luces y música. Era ya 24 de diciembre y no encontré un pino que se acomodara a mi economía, estaban muy caros, pero mi amiga Graciela Radilla Rivera me regaló un pequeño pino que no soportaba encima la serie de luces y tuvimos que pegarlo, con Resistol, al piso para que no se cayera. Hacía un mes que había nacido Cristina, por primera vez sentí la felicidad en estas fiestas. Cristina iluminó nuestras vidas. Ese día a nuestro loco familiar se le volvió a botar la canica, pero nosotros, Víctor Jesús y yo bajamos al suelo a Cristina y nos acostamos alrededor de nuestro pinito. No nos importó lo que pasaba alrededor. Nosotros éramos felices.
Con el tiempo considero que no solamente el nacimiento de Cristina trajo luz a nuestras vidas. También fue que yo había iniciado un programa de reparación de daños, había perdonado y pedido perdón a muchas personas que en el pasado ofendí. Me había perdonado por dejar mi carrera, había perdonado a mi padre por su abandono y dejé de odiar, pero sobre todo dejé de competir con los logros de los demás, derribé el ídolo que había construido de mí.
De niño proyecté que sería el hombre más exitoso que se haya conocido. Tendría la casa más grande de El Ticuí, pero no se cumplieron muchas metas y eso hacía sentirme culpable y enojado conmigo.
Pero para 1998 ya estaba trabajando para recuperar al hijo que yo abandoné, estaba dando pasos seguros para concluir una carrera y me estaba enfocando en mi proyecto de vida. Del cual, a pesar de que las necesidades de la familia hacen alejarme, siempre vuelvo a él con coraje. Con el tiempo sé que no siempre se cumplen las metas, pero me empeño en ser mejor cada día. Las traiciones y desencantos siempre están asechando en cada esquina. Pero a mí no me preocupa porque trato de ser asertivo y siempre hago lo que me corresponde y un poco más. Trato de ser honesto con mis pensamientos y con lo que digo. Pero sobre todo no odio a nadie. No pienso en venganza alguna ni compito con nadie en sus logros. Me alegro cuando veo a los de mi generación con un carro nuevo. No todos tuvimos la misma plataforma de lanzamiento. Tengo lo poco que he podido obtener con mi esfuerzo, no le he robado nada a nadie, ese es mi orgullo. Hoy estoy tranquilo porque siempre hago lo que me corresponde, por eso es que siempre estoy contento en estos días y satisfecho. Este año que termina hice todo lo posible por avanzar en mi proyecto de vida, ese me da alegría. Y en veinticinco años no he probado una gota de alcohol, aun así soy alegre, disfruto de la vida y bailo hasta con el canto de los grillos.
Natalia
Sonó el teléfono de la Presidencia. Ese día me había quedado de guardia en la tarde y contesté. Buscaban al director de reglamentos y espectáculos. Eran los del Ayuntamiento de un municipio del centro del estado. Explicaban que habían hecho un estudio entre las mujeres de los burdeles de ese lugar y que una mujer de nombre Natalia había salido positiva de VIH  virus que provoca el Síndrome de Imunodeficiencia Adquirida (SIDA). Según ellos era una mujer que venía de Tijuana y que había estado trabajando unos días en ese lugar. Tenían información que después del estudio había huido para Atoyac o para Zihuatanejo. Dieron la descripción, era rubia, un metro sesenta y cinco centímetros de estatura, de ojos cafés claros.
Lo primero que hice fue pasarle el reporte al director de reglamentos que, inmediatamente, salió en operativo con una patrulla de la policía y encontraron a Natalia, una chava que trabajaba en La Escondida y cuya descripción encajaba con la que nos habían dado de aquel Ayuntamiento. Estaba yo arriba en la oficina de la sindicatura, cuando vi que la trajeron, al verla bajar con su pelo negro y un mechón rubio. Me puse frío, el estómago se me heló y los testículos se me hicieron más pequeños de lo que son.
Es que en el Ayuntamiento teníamos una cofradía de cabrones que estábamos en constante comunicación con los de reglamento, cada vez que llegaba “ganado” nuevo en los burdeles le caíamos. Éramos los primeros que les hacíamos la prueba, sobornando o chantajeando a los dueños de los antros.
“Amor de cabaret /que no es sincero /Amor de cabaret /que se compra con dinero /Amor de cabaret /Poco a poco me mata. Sin embargo yo quiero /Amor de cabaret”
Cuando llegó Natalia, me comentó un inspector de reglamentos —llegó en la mañana una buena a La Escondida,  —y por la noche fuimos. El dueño del bar era un viejo conocido, me la apartó en una mesa y le dijo —hoy te quedas con mi amigo—. Esa noche al calor de la copas hice el amor con Natalia, dos raund, de tres caídas, fueron a puño limpio. Era de esas mujeres complacientes, al cliente lo que pida. Al otro día como a la una de la tarde volví a buscarla en su cuarto y volvimos a estar juntos. Nos hicimos amigos, me dijo que venía de Tijuana. En ese tiempo todas las meretrices venían de Tijuana, aunque fueran de El Camarón municipio de Acapulco.
Por eso cuando la vi, ese día desde arriba de la oficina de la sindicatura, sentí que me iba a pegar diarrea. En ese tiempo, 1990, no se conocía ningún enfermo de VIH por estos lugares. Se decía que alguien había llegado del Norte con la enfermedad y que se murió secó, era el puro esqueleto, cuando espiró. Que la enfermedad comenzaba a manifestarse con granos en las axilas y diarreas. Esa noche tuve fiebre y un poco de vómito.
Se la llevaron ese mismo día, ya entrada la nochecita, en una ambulancia, rumbo a al municipio donde la requerían para ver, si ella, era la rubia enferma. Yo por si las moscas, terminé con mi novia, sin más explicaciones: le dije solamente que ya no quería seguir con ella, que no la quería. La pobrecita lloró, lloró y lloró. Yo solamente pensaba que tenía la enfermedad y que cualquier rato moriría seco en el puro esqueleto, como los perros cuando comen sapo.
Todos esos días me la pasé comiendo poco, retraído y un poco serio, todos me preguntaban — ¿y ahora porqué tan serio? — Nada explicaba y sólo recordaba los ojos de Natalia cuando la subieron a la ambulancia. Así pasaron dos meses cada día estaba peor, sentía que me daba diarrea, con cualquier cosa me enfermaba del estómago, seguido tenía calenturas, estaba como entelerido y vivía angustiado. Hasta que un día, el 5 de mayo, recuerdo que preparaba el programa alusivo a la Batalla de Puebla. Estaba acomodando el sonido, cuando al fondo de la plaza cívica vi una mujer de pelo negro y de ojos claros que se reía. Era Natalia. Me fui derechito a ella y a boca de jarro le pregunté — ¿Qué, no te habían llevado por sidosa? —, me reprochó —vale que ayudaste cabrón—, le explique que nada pude hacer.
Me dijo —esos pendejos me confundieron, me llevaron, pero luego llegaron con una mentada Oralia que estaba trabajando en Zihuatanejo y esa era la enferma, —pero tú dijiste que venías de Tijuana. —Pendejo, para empezar yo no me llamo Natalia, así me pongo para trabajar y no soy de Tijuana soy de Acapulco y estoy sana. 
La Cuesta del Pedo
Tenía 19 años y siendo por primera vez funcionario del Ayuntamiento, auxiliar de Actividades Cívicas era mi puesto y mi jefe fue Heriberto Muñoz Castillo, ahora mi compadre, un hombre de los más serios, horados y comprometidos que conozco. El primer domingo de enero de 1991 me mandaron a cambiar el comisario del Ojo de Agua. Un pueblito perdido atrás de los cerros, que están frente a Zacualpan. No aparece ni en el mapa del municipio de Atoyac, fui a buscarlo, entré caminando por Cayaco municipio de Coyuca de Benítez. Pregunté primero en Rancho Alegre y me dijeron que tenía que caminar hasta llegar a Pie de la Cuesta, una pequeña población que estaba antes de subir la Cuesta del Pedo. Una vez ahí tenía que pedir información del rumbo a seguir, así lo hice. Precisamente al pie del cerro me dio hambre, vi una pequeña cuadrilla de casas de bajareque donde rondaban unas gallinas sueltas. Los gallos cantaban. Hablé en una casa y nadie contestó, solamente un gallo cacareo escandalosamente, hable en otra vivienda y otra vez mi voz se fugó en el vacío.
Era puras chozas, típicas de esa región, construidas de bajareque con el techo de palapas de palma de cayaco y alisadas con barro rojo y amarillo. Entonces vi una casa de donde salía una pequeña columna de humo gris, hablé nadie contestó y la rodeé para ver donde estaba la puerta. Para mi sorpresa ese jacal no tenía puertas ni ventanas, eso ya no me gustó, sentí que se me enchinaba el cuero, pero de pronto de un costado de la casa, por abajo, levantando un pedazo de petate, salió a gatas un viejita, totalmente chimuela y risueña, — ¿que quiere maestro? Me preguntó al momento de que se paraba, la señora era una anciana chaparrita, cubierta por un vestido totalmente viejo y sucio. Le dije quiero almorzar—, luego diciendo —pásele pues— se agachó y alzó el pedazo de petate para que a gatas entráramos los dos a la choza. Le pregunté por qué la casa no tenía puertas. Y mientras echaba unas tortillas y calentaba los frijoles me contestó, es que cuando se emborracha el vecino le quiere caer a mi nieta, que está sola porque su marido se fue a trabajar a los Estado Unidos. ¿Y quién es su nieta? La interrogué, es la mamá de aquel chamaco me contestó, y me señaló la hamaca. No me había percatado que en una hamaca que colgaba del techo, estaba dormido un bebe de unos cuatro meses de nacido. ¿Y su nieta? Pregunté ella anda trabajando recogiendo cayaco.
Me contó que, todos los habitantes de la comunidad vivían de recoger cayaco largo y después de recogerlo y secarlo, lo vendían en la ciudad de Atoyac a los de la casa Galeana. Ellas vivían solas y un vecino borracho varias veces intentó caerle a su nieta, por eso cerraron las puertas de la casita y le dejaron solamente un hoyo al ras del suelo, que por la noche retacaban de leña y si alguien quería entrar de un garrotazo, en la cabeza, no se salvaba.
Terminé de comer y me fui. Llegué al Ojo de Agua, donde también comí, me dieron unos frijoles con salsa de tomate y queso de cabra. No pude hacer el cambio del comisario. Porque en el pueblo ya solamente quedaban tres casas que habitaban las familias de tres hermanos. Había un grupo de casas de bajareque y techo de palma cayéndose. Sólo esas tres estaban en perfectas condiciones, el comisario desde hacía tres años era uno de los tres hermanos. Me dijo que las demás familias se fueron porque un Año Nuevo se pelearon a balazos y hubo una matazón. Ninguna autoridad subió y fueron enterrados en silencio, todos en una fosa común. Familiares, amigos y enemigos yacen unidos por la muerte, son los primeros y únicos muertos del camposanto. Yo creo que las autoridades desaparecieron del mapa al Ojo de agua, porque para llegar al él, hay que subir la Cuesta del Pedo, está demasiado inclinada. A la mitad uno se quiere rajar y ya sabrán, que se siente cuando los aires nos abandonan por todos escapes y accesos. Aunque al llegar a la planicie, como premio el visitante, se encuentra con un verde prado sombreado por majestuosas palmeras de cayaco que llenan de fronda un terreno plano que atraviesa un arroyo de cristalinas aguas. El vital líquido emana del manantial que da nombre a ese pequeño pueblito: El Ojo de agua. 

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