domingo, 27 de mayo de 2018

De escritos y escritores I

Víctor Cardona Galindo
El municipio de Atoyac es prolífico en escritores. Muchos nacieron aquí y otros venidos de otras latitudes han escrito sobre los sucesos ocurridos en nuestra tierra. La guerrilla de Lucio Cabañas Barrientos nos proyectó al mundo, mucho se escribe sobre ese acontecimiento, ejemplo de ello es la novela Guerra en el paraíso, de Carlos Montemayor que se tradujo ya a muy diversos idiomas. El general Juan Álvarez Hurtado es motivo de numerosas investigaciones históricas, desde mexicanos hasta extranjeros han publicado sobre su vida, obra y trascendencia.
De los cronistas, periodistas, novelistas, poetas, cuentistas e investigadores nacidos en Atoyac, en esta ocasión  nos ocuparemos solamente de algunos que se nos adelantaron en el paso a la eternidad.
Arturo Martínez Reyes
El domingo 22 de julio de 2007, a eso de las 6:30 de la mañana, Arturo Martínez Reyes, murió. Arturito nació el 15 de diciembre de 1940 en San Francisco del Tibor una comunidad de la parte alta de la sierra de Atoyac. Sus padres fueron Alfonso Martínez Javier y Elodia Reyes Flores. Muy joven se casó con Margarita, su compañera con quien procreó a sus hijos: Arturo, Juana, Magda Luz y María Nelly.
Trabajó en las brigadas sanitarias de combate al paludismo en el estado. Entró en contacto con las lecturas de Amado Nervo, Sor Juana Inés de la Cruz, Antonio Plaza y Rubén Mora, entre otros poetas que se encontraban de moda en los años cincuentas y sesentas del siglo pasado en Guerrero.
No sólo se conformó con leer. Continuó cultivando las letras de forma autodidacta. Incluso su amor por las letras lo convirtió en impresor e instaló un taller en Acapulco.
Algunos de sus primeros textos fueron publicados en el semanario La Gran Tribuna que era dirigido por José Domingo Gallardo en 1976 y en la revista Ambiente, editada por el desaparecido periodista Ernesto Caballero Vela, allá por 1997. Posteriormente y ya como parte del Taller Alebrije, Arturito publicó una gran cantidad de trabajos de su autoría en el suplemento cultural Zona Desierta del periódico El Observador del Milenio, bajo la dirección de los periodistas Pedro Huerta Castillo y Rodrigo Huerta Pegueros; incluso algunos de sus trabajos fueron publicados en el suplemento cultural La Furia del Pez, que dirige el destacado escritor Víctor Roura en el diario nacional El Financiero.
La incorporación de Arturito en el Taller Alebrije fue fundamental en su proceso de formación. Para Arturo fue un choque doloroso porque escritores con trayectoria como Pedro Escorcia, Judith Solís Téllez, Jeremías Marquines, Victoria Enríquez y algunos miembros del propio taller le mostraron que no tenía caso hacer malas copias de los poetas que le habían servido de arquetipo, sino que era necesario que buscara su propia voz… ¡Y lo intentó! Así lo demuestran numerosos escritos en Zona Desierta, y en las antologías Alebrije en Otoño (1997), El Color de la Blancura (2001) y sobre todo en su propia antología personal La Piel se Retuerce en el Tiempo (2004) donde muestra una profunda ruptura y una renovada transición con respecto a sus primeros trabajos, más apegados a la métrica tradicional de la que había abrevado en su origen.
El Taller Alebrije fue determinante en su formación, incursionó también con un grupo cultural que se denominó “Netzahualcóyotl” y en el año 2000 tomó una serie de talleres con escritores de la talla de Mariana Tussain, Mónica Lavín, María Elena Aura, Jaime Sequeida, Claudia Soreda y Jaime Augusto Shelley.
Fue uno de los pilares fundamentales que hicieron posible que el Encuentro Estatal de Escritores El Sur Existe…a pesar de todo haya logrado verificarse durante 18 años ininterrumpidos en Acapulco. Donde tuvo la oportunidad de conocer y tratar a los mejores escritores de Guerrero y algunos de los más importantes de México como el ya citado Víctor Roura, Elsa Cross, Rafael Ramírez Heredia, Eduardo Langagne, Eduardo Cazar y David Huerta, entre otros. (Resumen del texto de Humberto Aburto Parra publicado en la revista Cronos. Lo que el tiempo no disuelve, número 4).

Francisco Galeana Nogueda

Francisco Galeana Nogueda nació el 11 de mayo de 1922. Para el deleite de muchos escribió el libro, Conflicto Sentimental, Memorias de un Bachiller en Humanidades, que salió a la luz pública en 1994, editorial Altres Costa-AMIC, de Cholula Puebla. Es un texto donde el autor nos narra, su pasó por la vida, desde su nacimiento en Atoyac, una ciudad pintoresca, con sus bellezas naturales, sus canciones y su río, sus leyendas, su violenta historia y la huella que dejaron los militares en la posrevolución, que marcaron su infancia llena de aventuras en los corrales de las vacas y huertos que circundaban la ciudad en la década de 1920 a 1930. Reconstruye su árbol genealógico empezando por la familia Pinzón y los Nogueda.
Nos retrata las fiestas de aquel tiempo con las carreras de caballos y la presencia del padre Manuel Herrera Murguía en la parroquia Santa María de la Asunción. La hacienda de Almolonga. Su paso por la escuela Real, hoy Juan Álvarez, y el reloj de la iglesia que desapareció con el tiempo.
Galeana Nogueda dejó de existir  el 3 de mayo del 2007. Nos dejó una obra llena de colorido, un escrito al que los atoyaquenses debemos recurrir para llenarnos de nuestro pasado.

Francisco Javier Pérez Fierro

Pérez Fierro a escribió ¡El alma nunca muere! El rito a los difuntos tradición que se resiste a morir en el 2004, “Ellos” lo mataron, que se editó el mismo año y que habla del asesinato de Zacarías Barrientos Peralta,  Lucio Cabañas Barrientos y la Guerrilla en Guerrero que se publicó en el 2009, edición de autor.
Francisco Javier Pérez Fierro nació en Santiago de la Unión el 4 de enero de 1953, fue profesional de la Comunicación, en el año 2002 obtuvo el primer lugar en el VIII certamen periodístico “Juan R. Escudero”. Es autor además de “Maremoto”, de Mara Salvatrucha Chavos Banda, Comunidades afromestizas de la Costa Chica de Guerrero, De Popotla a San Jerónimo, Tres Palos: El poblado de la ilusión, pero el libro más importante para los atoyaquenses es Agua que se derrama, Atl Toyahui, UAGro 1995.
Laboró en diversos medios comunicación en el puerto de Acapulco y fue trabajador de la Universidad Autónoma de Guerrero, con base en la oficina de prensa en la Zona Sur. Obtuvo el primer lugar de cuento en el concurso organizado por la página de los atoyaquenses que publica El Sol de Acapulco dirigida por el cronista René García Galeana. Francisco Pérez Fierro falleció el 18 de agosto del 2015, era hijo de Francisco Pérez Juárez y Petra Fierro Pino.

Gustavo Ávila Serrano

Durante la lectura de sus textos llama mucho la atención la pasión que sentía por Corral Falso, su tierra natal, a la que le dedica dos de sus libros. Los otros tratan sobre la Universidad Autónoma de Guerrero, en donde laboró.
Ahuindo, el pueblo al que irás y no volverás (2004) y Con el Jesús en la boca, son dos novelas con las que, sin duda, el costeño se sentirá identificado. El término “Ahuindo”, según Baloy Mayo es de origen Náhuatl y quiere decir “donde hace temblar el agua fría”. De atl agua; huihui temblar de frío. Según distintas versiones, ése era el nombre original de Corral Falso.
Ahuindo, puede ser cualquier pueblo de la Costa Grande, en los tiempos anteriores a luz eléctrica, cuando la vida circulaba alrededor del billar y de los eventos que se llevaban a cabo en el patio de la escuela, como las funciones de cine los domingos, con maquinaria sostenida por una bomba de gasolina.
Los apodos que se endilgan entre sí sus habitantes, el molino de nixtamal y la tienda del pueblo. Cuando no se conocía el jabón y la ropa se lavaba con chicayote. La tradición del viacrucis durante la Semana Santa. El protagonista de la novela, Juan Cruz de quien nadie sabía de donde había venido, sólo que apareció por el lugar conocido como La Zanja Salada, personaje escurridizo, que casi no hablaba y a menudo era jugado por los chaneques que lo dejaban aguado y babieco.
El otro protagonista es el cacique Jefe de las Reservas del Estado, en la Región Costa Grande que duró en el cargo de comisario 30 años.
En la novela se mezclan personajes ficticios y reales, como el profesor Ignacio Fernández Fierro, un político de Atoyac, asesinado en el río de Corral Falso el 4 de abril de 1958; el padre Chilolo, que casó y bautizó generaciones tanto en Atoyac como en los pueblos vecinos; los extranjeros saqueadores de nuestras reliquias arqueológicas y La Llorona, que encamaba con calentura a todos los que la veían.
En esta novela se reflejan los desastres naturales que ha padecido la costa como El Tara, ciclón que hizo destrozos y causó daños en siembras que estaban a punto de cosecharse, en árboles frutales, palmeras, animales que murieron ahogados; además de sepultar a la comunidad de Nuxco bajo toneladas de arena. Llama la atención las premoniciones o indicios sobre El Tara, cuando los gorriones construyeron sus nidos en las ramas más bajas de los árboles. Las creencias costeñas, como la de hacer una cruz de ceniza y clavarle el machete en el centro para que cese la tempestad; los curanderos y sus diferentes formas de sanar a la gente; las carreras de caballos que emocionaban a todos; los festejos del día de muertos acompañados con la carne de marrano guisada con chile rojo y tamales nejos, la conserva de limón o de papaya tierna y el manjar, un dulce hecho con maíz y leche.
Gustavo Ávila en este libro recuerda cuando Los Pachucos, un grupo de guardias blancas al mando del cacique de lugar, desolaron la región dejando muchos hogares sin padre, cuyo recuerdo todavía estremece a los que conocieron su crueldad.
Por esta mezcla de realidad, magia y mitos, sin duda esta novela bien podría enmarcarse dentro del realismo mágico.
En Con el Jesús en la boca, volvemos a encontrar como escenario ese pueblo tranquilo y apartado de la civilización, donde todos quieren atrapar un duende, el ser enigmático que vive en la espesura del bosque, quien logre atraparlo se volverá inmensamente rico y podrá obtener del duende las respuestas a las dudas que el hombre ha tenido desde el inicio de la creación:
“Me grabé en la memoria el tamaño de su cabeza, la cual lucía calva. Así también su piel, que es color tierra y su escaso… pero muy escaso nivel de estatura…Los chaneques al principio no me causaban miedo. Y no les tenía desasosiego, porque me contó que los pequeños personajes no eran malos como muchos los creían. Esos niños pequeñitos que saben navegar por debajo del agua y salir casi sin mojarse. Que viven al final del arco iris”.
Con un cojincillo con especias colgando del cuello como amuleto, se protegía a los pequeños de los ataques de los chaneques, quien no usara este pequeño cojín podían dejarlo aguado y babieco.
Tanto en esta obra como en Ahuindo, ese pueblo abandonado de la Costa, Gustavo Ávila alude a las premoniciones campiranas: “cuando el cielo está aborregado seguro que temblará”.
Gustavo Ávila Serrano, abogado de profesión, nació en el pueblo de Corral Falso el 3 de junio de 1953, municipio de Atoyac. El universitario guerrerense escribió: Génesis del STTAISUAG y 11 de octubre del 2002: Una Historia que avergüenza al STTAISUAG; Corrupción y Fracaso Político de Acción Revolucionaria; Ahuindo, el pueblo al que irás y no volverás y Con el Jesús en la Boca. Además de otra novela Mujer con olor y sabor a durazno. En 2009 dio a conocer tres obras más Memorias de un “chivito” internado 21, Rosalío Wences Reza, anecdotario y La noche de San Jerónimo.
Gustavo Ávila murió el jueves 2 de diciembre del 2010 en Chilpancingo de un paro cardiaco a las 11 de la mañana. Apenas el 17 de noviembre había iniciado una huelga de hambre que duró un par de horas para exigir su jubilación apegada al Contrato Colectivo de Trabajo, con el reconocimiento de su antigüedad real en la universidad de Guerrero.

martes, 22 de mayo de 2018

El negro Daniel Ríos Ozuna



Víctor Cardona Galindo
Daniel Ríos Ozuna era una leyenda viviente. Había escapado de las Islas Marías, salvó los muros de agua atestados de tiburones. En ese tiempo no se tenían noticias que otra persona haya logrado tal proeza, por eso algunos lo veían también con cierta incredulidad. Ahora cualquiera se escapa de esa colonia penal. Los temidos carnívoros acuáticos se escasearon cuando una aleta llegó a costar 50 dólares, los pescadores los atrapaban con desesperación buscando hacer fortuna.
Fotonovela “Islas Marías” que se editó en los años sesenta
 y setenta, del siglo pasado, que narraba casos desgarradores
 de presos internados en la colonia penal de esas islas
 del océano Pacífico. Foto: Víctor Cardona Galindo.    
 Se sabe que en toda la historia del penal de las Islas Marías han escapado más de 70 reos, de los cuales la policía recuperó a cuatro en tierra, dos en una boda en Sinaloa; algunos no alcanzan llegar a la costa y lo que podría ser una fuga se convierte en un rescate. Pero a la mayoría los han dado por muertos.
En 1957 un caso cimbró la región y todo el estado de Guerrero. Los millonarios Joseph Mitchel y Edith Hallock fueron asesinados y sus cuerpos arrojados al mar por sus verdugos. Él un neoyorquino prominente y ella una millonaria de la Gran Manzana vinieron para vacacionar en nuestras playas y encontraron la muerte. La historia la escribió para El Sur Anituy Rebolledo Ayerdi.
Ante la presión de la prensa internacional el gobernador de Guerrero, Darío Arrieta Mateos, ordenó a jefe de la Policía Judicial Guillermo González, resultados inmediatos. Pero como el escándalo tomaba proporciones mayores, la temible Dirección Federal de Seguridad (DFS) se hizo cargo de las investigaciones por instrucciones del propio presidente de la República Adolfo Ruíz Cortines.
Luis Fenton Calvarruzo, Rudy un pocho propietario de la agencia de viajes del hotel Las Hamacas, la misma que vendió el “paquete lunamielero” a los ancianos desaparecidos, se aprestó a colaborar con las investigaciones. Pero la policía ató cabos y arrestó finalmente a Fenton Calvarruzo el 5 de febrero, dos semanas después de la desaparición de la pareja neoyorquina.
De ahí se llamó “el caso Fenton” y llegaron a este puerto mexicano más de 50 agentes del FBI-Ofician Federal de Investigaciones de Estados Unidos, para investigar sobre la muerte de Joseph Mitchel y Edith Hallock.
El caso afectó a la población porque en la búsqueda de los cuerpos murió el tritón  de los mares el tecpaneco Apolonio Castillo, quien al permanecer mucho tiempo sumergido se descompensó y murió el 11 de marzo de 1957.
“El tal Rudy no aguantará ni la primera vuelta de la tuerca, escribe Anituy Rebolledo.
–¡Fue Ríos Ozuna, fue el negro Daniel Ríos Ozuna! ¡Fue él quien los mató, yo no quería matarlos, yo solo quería robarles sus joyas! —chilla el texano de 35 años, con residencia de varios años en Acapulco y casado con acapulqueña.
–Pinche culero de la chingada, fue él quien planeó todo para quedarse con las joyas de la vieja, fue él quien se los chingó –aúlla en su turno el lanchero Daniel Ríos Ozuna, negro tizón del barrio de La Candelaria.
–¡Negro maldito, no seas rajado y di las cosas como fueron! –reprocha Fenton Calvarruzo. –¿Quién los golpeó en la cabeza con el bat? ¿Quién los amarró con plomada para arrojarlos al mar? ¡Fuiste tú, cabrón, no te rajes, hijo de la chingada!.
Hospedados en Las Hamacas, los neoyorquinos Joseph Mitchel y Edith Hallock solicitan a Rudy Fenton un paseo nocturno por la bahía –‘muy romántico’, acota ella– y que incluya los clavados de La Quebrada. ¡Ya está!, ofrece el agente: la lancha La Muñeca estará a sus órdenes en el muelle del hotel a las 8 de la noche. Llevará una generosa dotación de champaña, les comenta y los ancianos sonríen maliciosos.
El paseo continúa bajo la luna de plata hasta dejar atrás las luces de la ciudad. No obstante vivir el invierno de sus vidas, Joseph y Edith se comportan como si la primavera tocara apenas a sus puertas. Embelesados, no percibirán los movimientos extraños del lanchero. Armado con un bat beisbolero, Ríos Ozuna descarga la fuerza de sus 80 kilogramos sobre la cabeza del anciano (‘sonó como cuando se parte un coco seco’, recordará cínicamente más tarde). La segunda descarga sobre el rostro de Edith acallará sus angustiosos pedidos de clemencia. Luego, el sonido del mar engullendo dos cuerpos humanos.
Más tarde, mientras el Negro Ríos asea cuidadosamente la lancha, Rudy saquea los cuartos de los turistas neoyorkinos, carga con las joyas de ella y los cheques de viajero de él. Ambos se reunirán al día siguiente en una cantina del centro. Ahí el empresario dará algún dinero al lanchero con la promesa de que su parte será jugosa. Ello ‘en cuanto pase todo el pedo y se puedan vender las joyas’, lo entusiasma, dice Anituy.
Las penas máximas impuestas a los homicidas Fenton y Ozuna, aun sin cuerpos del delito, serán calificadas como mínimas por un Acapulco indignado y dolido profundamente por la muerte de Polo, a partir de entonces su más joven héroe civil y deportivo.
El negro Ríos dará de que hablar cuando años más tarde salte ‘los muros de agua’ (José Revueltas, dixit), es decir, logre fugarse de las Islas Marías. Vagará por el país para recalar finalmente a su tierra, Atoyac de Álvarez. Fenton por su parte, habría muerto en presidio.
–Usted me confunde, paisanito, yo no soy ese que dice usted, yo soy Hilario Zequeida– responde Ríos Ozuna cuando el reportero de Trópico Enrique Díaz Clavel, lo descubre encamado en el hospital civil Morelos. Y de ahí nadie lo sacará”.
Del caso se han tejido muchas leyendas. “Lo sorprendente del sensacional caso -dice en su libro En el Viejo Acapulco, la escritora Luz de Guadalupe Joseph- es que en el doble crimen no hubo muertos y tampoco hubo asesinato. ¡Fue una simulación! Edith y Joseph Arthur Mitchel vivían!
Narra la escritora que los extranjeros supuestamente asesinados y echados sus cuerpos al mar, resultaron ser dos espías rojos y urdieron su muerte en Acapulco para poder escapar de una tenaz vigilancia de que eran objeto. Dicen que el último sitio donde se les vio años después, fue en una población de Borneo donde eran prósperos industriales holandeses.
Otras versión dice que los turistas estadunidenses Joseph Mitchel y Edith Hallock, asesinados, en el punto conocido como la Yerbabuena, en la bahía de Acapulco, y cuya profundidad aproximada es de 60 metros, eran en realidad espías gringos. Descendientes del propio Apolonio Castillo aseguraron que los estadunidenses trabajaban para la Agencia Central de Inteligencia (CIA, por sus siglas en inglés), y que fueron muertos por agentes del Comité de Seguridad del Estado, conocido como la KGB.
Si este último mito fuera cierto, Fenton se lo llevó a la tumba, porque de que fueron asesinados, fueron asesinados. Con los años Daniel Ríos Ozuna llegaría a su natal Atoyac y contaría a los amigos su versión de la historia…
El propietario del hotel tenía tres lanchas, una la manejaba El Gringo, otra Ríos Ozuna y la tercera otro lanchero cuyo nombre escapa a la memoria. Pero un día llegaron esos viejitos de luna de miel y Fenton le ordenó lo acompañara para llevarlos de paseo y ya estando lejos, en la bahía, Fentón mató al viejito y luego con una pistola en la mano ordenó, a Ríos, que matara a la viejita. Él no la quería matar pero Fenton le dijo – “si no la matas aquí te quedas con ellos”.
La anciana le suplicaba que no la matara y que todas sus joyas serían para él. Sin escuchar las súplicas le pegó con un bate en la cabeza. Luego se movieron a un lugar más profundo del mar, amarraron los cuerpos a muelles de barco y los arrojaron en un cantil. Los cuerpos se sumergieron para no ser encontrados jamás.
Luego El Gringo le ordenó que lavara la sangre de la lancha. El maletín repleto de dinero que traía la pareja fue enterrado en una playa solitaria, solamente tomaron lo necesario para los dos “me sentía con dinero pero culpable”, contaba Ríos Ozuna a sus amigos de Atoyac.
A los tres días comenzaron las noticias de que no aparecían los norteamericanos. Mientras Daniel se dedicó a gastarse el dinero, a beber y disfrutar con los amigos, un poco para matar el dolor y el recuerdo de las súplicas de la anciana que le taladraban los sentidos. Esa viejita que le dijo que toda su fortuna sería para él si le perdonaba la vida.
Por eso le dijo a su mujer que si lo buscaba la policía dijera que estaba en el restaurante Las Brisas. Hasta allí llegaron los detectives ataviados con guayabera y sombrerito blanco. Al llegar los agentes preguntaron -¿quién es Daniel Ríos Ozuna? -aquel dijo -yo -y se paró tratándose de serenar para esperar a los agentes.
De inmediato lo comenzaron a golpear y después de algunas sesiones de tortura, lo llevaron detenido al palacio negro de Lecumberri donde estuvo muchos días parado dentro de una gaveta, con una gota de agua fría cayéndole todo el tiempo en la cabeza. Luego a las Islas Marías donde se la pasaba llorando bajo un árbol, pidiendo al espíritu de la viejita que lo perdonara.
Conocedor del mar, tuvo la suerte que lo pusieron a trabajar en una carpintería. Todos los días se robaba una tablita y se internaba en los montes de la isla para esconderla, igual fue acumulando clavos uno a uno. Contaba que en la sierra de la isla Madre donde se producen maderas preciosas y henequén, había fieras salvajes, boas de grandes tamaños, pero que no le importaba el peligro porque en lo único que pensaba era regresar con su familia.
Un día le pidió al capitán del navío que los visitaba que le comprara algunos metros de lona y tachuelas para hacer una cama. Pero aquél le llevó varios metros y varias cajas de tachuela que no le cobró, porque sabía las condiciones en que vivían los presos. En esos tiempos los reclusos se ocupaban en las salinas, en carpinterías y en la producción de henequén para hacer mecate. La vida en el penal era dura, muchos presos quedaron ciegos de tanto trabajar en las salinas, había riñas en las filas de revista y muchos morían picados por una varilla con punta.
Para escapar se asoció con otros dos presos que eran hijos de familias ricas. “Yo ya tengo la lancha, ustedes consigan dinero”, les dijo. En el monte fueron acumulando, agua dulce, paquetes de galletas, latas de chile y sardinas. Cuando estuvieron listos, una noche de 1961, por una playa solitaria, echaron la pequeña barca al mar y partieron de la isla en silencio. Afortunadamente la pequeña embarcación soportó los embates de las fuertes olas. Muchos días pasaron los tres en alta mar, se les agotaron las provisiones, en la medida que avanzaba el tiempo veían visiones por falta de alimento y agua. Bebían sorbos de agua de mar para soportar la sed. Después de mucho andar en el mar, salieron en una playa solitaria de la costa de Nayarit. Rápidamente se quitaron la ropa reglamentaria de los presos y la enterraron junto con la barca. Desnudos fueron a buscar ayuda argumentando que el mar les había quitado la ropa cuando fueron a pescar. “Solamente se salvó un short con dinero”, dijeron al anciano que les dio de comer y les consiguió unos harapos para vestirse. En agradecimiento le dejaron 600 pesos.
Luego de abrazarse y llorar los tres se despidieron para siempre. Daniel caminó toda la noche y llegó a un rancho al amanecer donde se acomidió a ordeñar. Pidió trabajo diciendo que sabía hacer desde tejas hasta tabiques.
Con el nombre de José Ortega trabajó en ese rancho. Pero un día el patrón mató a unas personas en una fiesta, y al sentir la cercanía de la policía, Daniel salió huyendo por el monte. Anduvo comiendo coco seco en la costa y buscando aventones hasta llegar a un pueblo, donde un anciano le dio a leer un periódico donde decía que tres hombres peligrosos se habían escapado de las Islas Marías. El periódico advertía que si los encontraban en alta mar los iban a bombardear.
En ese pueblo había una fiesta donde ayudó a los del grupo a recoger el equipo, se quedó con ellos a dormir y luego convenció a un chofer que le diera un aventón. Llegó a la Ciudad de México y luego en aventones hasta Petatlán. Fue a pagar una manda con Padre Jesús que lo salvó de morir ahogado y con su manto lo protegió de las patrullas de la Marina que lo buscaban.
Después de cumplir su manda, una madrugada llegó con su familia a la ciudad de Atoyac. Ahí residió muchos años como una leyenda viviente. “Es que nadie escapaba de las Islas Marías”. Mucho mostraba a su familia en una historieta “Islas Marías” la foto de un árbol bajo cuya sombra se la pasaba llorando.  Luego emigró la ciudad de Tijuana donde finalmente murió hace 35 años. Al parecer su cuerpo terminó en la fosa común.



 

sábado, 12 de mayo de 2018

Nuestra cuarta raíz II y última parte



Para Juan Angulo y Maribel Gutiérrez,
 por estos 25 años de perseverancia.
Víctor Cardona Galindo
“¿Qué era la nao de China? –Fernando Benítez se contesta- Algo que se escapa a la historia, una nave de Turner esfumada en el resplandor del crepúsculo, un tesoro de Aladino que cabalgaba sobre la espalda del Océano, un purgatorio marinero, un barco fantasma, la nave de los locos, la ambición de los reyes, el botín de los piratas, la falda de las mujeres, los manteles de damasco, el pañuelo de los adioses, el sufrimiento humano, la lotería de los pobres, la riqueza de las naciones, el ave del paraíso, esa magia que duró 250 años y sólo se extinguió cuando el viento de la Independencia la echó a pique y permanece intacta en el fondo del mar”.
A pesar de ser un hombre de la tercera edad 
el tubero recorre, de vez en cuando, las calles
 de Atoyac, ofreciendo ese néctar delicioso. 
Foto: Francisco Magaña de Jesús

En 1815, cuando aún no terminaba la Guerra de Independencia, zarpó para siempre de Acapulco el último galeón español. Esas embarcaciones que traían un cargamento de dos mil doscientas a dos mil quinientas toneladas de mercancía, generalmente especias, aromas del Oriente, drogas, porcelanas, cofres de Japón y de China, sedas, telas de algodón, muselinas y otros tejidos de la India, delicadas obras de plata y oro de China.
Dice Marcelo Adano en su Mirada al Pacífico “Los pasajeros se embarcaban en los muelles de Cavite, frente a Manila. Ante el inicio de un viaje incierto, encomendándose a Nuestra Señora de la Paz y Buen Viaje, sellaban sus oraciones con la frase: ‘a Acapulco o al purgatorio…’”
La Nao de China cruzaba la inmensidad del océano Pacífico, hasta llegar a la bahía de Acapulco. Se regresaba en el mes de febrero o marzo. Y se llevaba de nuestro país barras de plata y moneda acuñada como pago de su cargamento. También llevaba algunas cantidades de grana, vino, cacao, aceite, tejidos españoles de lino y de lana. Asimismo, muchísimos pasajeros se embarcaban para ir a Manila principalmente religiosos.
Como dije por influencia de la Nao en toda la región costera del Pacífico se diseminó el cultivo de palmeras para la producción de un aguardiente conocido como vino de cocos. La tradición de producción de esta bebida provino de Filipinas donde era conocida como tuba. Aquí también la conocemos con el mismo nombre, es fácil encontrarla en el crucero de Santa Rosa municipio de San Jerónimo de Juárez y de vez en cuando un tubero toca nuestra puerta ofreciendo ese néctar delicioso.
Otro resultado de la conexión directa con Asia y la Nueva España es la aparición de nuevas formas artísticas de menor tamaño como los biombos. Parián es palabra de origen tagalo (idioma de Filipinas) que puede significar mercado. Aparecieron parianes en Puebla, Guadalajara y Acapulco. Algunas palabras como “zarangola” son de origen malayo, nosotros la usamos para referirnos a un tipo de papalote o cocol, al que también llamamos palometa o culebrina.
Como se ve el Galeón de Manila o Nao de China repercutió en el ámbito del patrimonio inmaterial: la cultura popular y el consumo. Junto a la costumbre de beber vino de cocos también pudo sumarse la llegada de la técnica de preparación del ceviche, un platillo preparado marinando pescado en limón y chile, ahora es muy típico en diversas regiones costeras de Hispanoamérica. Otro elemento impor­tado de Filipinas fue el método de construcción de cabañas llamadas palapas, vocablo proveniente del tagalo.
A Coyuca de Benítez llegaron algunos filipinos y chinos. Varios se establecieron en El Bejuco y en Las Lomas; otros en la misma Coyuca en donde vivían algunos españoles, los cuales se unieron con las mujeres orientales y con las nativas dando como resultado diversas mezclas. Fue así como surgió en este municipio costero, una raza indomable y bravía, que no es negra ni blanca, ni filipina ni china ni indígena. Dice Graciela Guinto Palacios en su libro Sangre Bronca que algunos tienen la piel muy oscura, otros morena, morena clara, apiñonada, trigueña o casi blanca; y la mayoría con rasgos negroides u orientales.
El cabello de los negros y los que tienen la piel menos oscura, es “musuco”, otros “puchunco” o chino. Los de piel apiñonada y trigueña —porque se han mezclado con la raza blanca—, su pelo es domado o un poco chino, es decir ondulado, y algunos tienen ojos claros. Los descendientes de orientales e indígenas, tienen su pelo lacio y su piel morena clara o trigueña. Hay algunos nativos muy blancos, y de facciones finas, porque mezclaron su sangre con la europea y con la indígena, y su pelo es lacio u ondulado. Sin embargo, los mulatos tienen su cabello musuco o puchunco y sus rasgos toscos, como una peculiaridad heredada de sus genes
africanos. Pero algunos mulatos son muy blancos y de facciones delicadas.
“Esta raza, nacida de los designios de Dios, sólo es característica del municipio de Coyuca de Benítez, que seguimos sufriendo el sello ignominioso del racismo; que ha hecho que algunos sean vengativos, violentos, indolentes, conformistas, incultos y sin deseos de superación; capaces en un momento de furia, de agarrar el machete con sus manos morenas tostadas por el sol, y destrozarse con saña hasta vencer o morir, como las fieras del monte. Y dejan en un charco de sangre al rival, que sin duda había sido su más fiel amigo, y quizás por cosas triviales terminaron así”, dice la cronista vitalicia de Coyuca de Benítez.
Anteriormente, los afromexicanos, sembraban arroz, maíz, y frijol, pero para el sustento familiar. Y aun cuando allí, estas semillas se producían en abundancia, no aprovechaban las tierras vírgenes que había disponibles en aquel entonces; porque su ingreso de mayor importancia era la pesca.
Cuando cosechaban el arroz, lo descascaraban igual que en el África, en pilones de un metro de altura y cincuenta centímetros de diámetro, aproximadamente. Éstos eran hechos de una pieza, cortada del tronco de algún árbol sólido, a quienes les hacían la forma del carrete; y en medio tenían una cavidad circular como de treinta centímetros de diámetro por veinte de profundidad, en donde colocaban el grano para pilarlo con un sólido basto de madera semejante al metlapil, llamada “mano”. Con ritmo suave pilaban el arroz entre dos personas, una frente a otra, sin coincidir en el mismo golpe, hasta dejarlo desprovisto de la cascarilla. Había jóvenes, con tanta habilidad para pilar, que lo hacían tres al mismo tiempo. Aún en algunas comunidades, siguen cosechando el arroz y usan pilones. Sus chozas las situaban en la ribera de la laguna, lejos de la barra. De manera que no se inundaran cuando había venidas de ríos y la barra se abría. Las chozas eran hechas de bajareque con techos de palapas en forma de cono, como una reminiscencia de nuestros antepasados africanos.
“Cuando salían a pescar en sus rústicas canoas, seleccionaban la noche propicia para ello, siempre que no hubiese tormenta. Porque entonces el mar es muy celoso y no quiere un intruso en la cima de sus aguas saladas. Además, los peces, también tienen sus noches de luna para ir a pasear; y lucir con garbo la fosforescencia de sus escamas que asemejan moneditas de oro y de plata en la inmensidad del océano. Y ello hace que éstos caigan con facilidad en las redes de los pescadores”, seguimos con Graciela.
La tierra y el mar eran sus amigos, y el cielo, un libro sagrado, el único que podían leer, porque desde niños aprendían a descifrar sus enigmas. Con el ceño fruncido observaban las estrellas, olían el viento, y daban el veredicto para ir a pescar: conocimientos empíricos que han pasado a través de las generaciones y que están latentes en sus neuronas como una gota de sangre perdida en las arterias del destino.
Las chozas de estos nativos, eran chicas y de una sola pieza. Casi todos dormían en petates. Pero algunos, tenían sólo una cama de varas, no más, hechas por ellos con otates o carrizos delgados que cortaban entre los mangles de la laguna. Formaban una base con los mencionados carrizos, los amarraban con bejucos de soyates o “mecahilos”, y la colocaban sobre dos bancos de madera, a la medida del anchor de la cama. Encima de ésta, tendían un petate con su sábana de varios remiendos, o toda de manta. Las almohadas las forraban de rojo para guardar la mugre; y las rellenaban de fresco pochote que aún brota silvestre en los árboles. El pochote produce una bellota color café. Cuando el fruto inicia el ciclo de maduración, éste comienza a crecer y a crecer. Después se hincha, parte su cáscara en gajos y revienta triunfante, ofreciéndole al hombre su lana refulgente en forma de flor, como un crisantemo de finísimo vidrio cortado que lastima los ojos con la luz solar. En ese instante, los nativos le quitan la semilla que es similar al pimentón, luego, juntan el fino pochote y rellenan sus almohadas con ello.
Cielo, agua y mar era la vida de los negros cimarrones de La Barra. Para ellos no existía el futuro ni meditaban en él; porque la madre natura les ofrendaba todo; de tal manera que no perdían el tiempo pensando en algo que no estaba en su mente. Se conocían por sus nombres y sus apellidos o por apodos, tanto en los barrios cercanos como en Coyuca de Benítez.
Y la cultura filipina, está bastante mezclada con nuestra cultura como ejemplo, el guinatán, que es una sabrosísima comida filipina, y obviamente también costeña.
En su Sangre bronca Graciela Guinto recrea el ritual para cocinar el guinatán. “Molieron en el metate una porción de chiles guajillos con suficientes ajos. Cortaron varias ramas de epazote de una mata que tenían sembrada cerca de la casa; ‘jimaron’ algunos cocos secos que habían reunido con anterioridad; y ya desprovisto del bonote, los partieron a la mitad, derramándose en el piso el agua de los mismos. Luego, con un “rallador”, rasparon la pulpa a los cocos y las molieron en un metate limpio, para sacarles el jugo y guisar con ello los pescados en ‘guinatán’: guiso heredado de los filipinos, cuyo significado quiere decir ‘cocinado con leche de coco’”.
Presurosas, colocaron sobre unas hornillas de barro —que tenían en la rústica chimenea—, las cazuelas con la leche de los cocos adentro, pero ya colada con un lienzo delgado. Y mero cuando la leche comenzó a sacar el aceite, le pusieron a cada cazuela las ramas de epazote y la salsa hecha con chiles guajillos y ajos. Todo comenzó a hervir, y cuando adquirió la consistencia del mole, con cuidado, le echaron los pedazos de los robalos a las cazuelas y dejaron que hirvieran de cinco a ocho minutos aproximadamente, de manera que éstos se cocieran sin que se desbaratasen. Los olores impregnaban el ambiente que hacían despertar el apetito. Enseguida, en ollas de barro, cocieron el arroz para la morisqueta que comerían —en vez de tortilla— con el “guinatán”.
El coco, conocido como “La semilla más grande del mundo” y también como “La semilla viajera” (ya que a través del mar ha llegado a otros continentes), no solo es un producto cuya agua es sabrosa, fresca y saludable, así como su carne, ahora se puede aprovechar su concha y el bonote. En países como Tailandia, Filipinas, Taiwan y otros, del oriente asiático, lo aprovechan para hacer hasta 23 artículos diversos.
El ingeniero Federico Lorenzana Arzeta en un artículo nos explica como llego el cultivo de mango a México: “Tenemos muchos tipos de frutas de mango, los hay verdes, amarillos, violetas, rojos, anaranjados y uno que otro de coloración morada; todos de sabor agradable; la primera variedad o cultivo de mango llegó a México por el puerto de Acapulco, es el mango manila proveniente de Filipinas. En 1779 los españoles trajeron los primeros frutos, y pronto su semilla germinó y los arbolitos se establecieron en patios de los comerciantes del puerto; 120 años después llega el mango criollo al puerto de Veracruz procedente de las Antillas. En 1950 Santiago Ontañón trajo a Cuajinicuilapa Guerrero 12 mil árboles de las variedades comerciales Haden, Palmer, Keith, Kent, Tommy Atkins, Irwin, Smith, Sensation, Carrie y Carabao provenientes de La Florida Estados Unidos, con ellos estableció 130 hectáreas en el rancho denominado Las Petacas; es por eso que a los mangos bolas les llaman petacones”.
Recientemente en el 2010 La Universidad Autónoma de Guerrero en coordinación con el Colegio de Postgraduados trajeron con fines de investigación cuatro variedades proveniente de La Florida, mismas que están trabajando en Cuajinicuilapa”. 
Las islas Filipinas recibieron ese nombre en homenaje a Felipe II, rey de España, bajo cuyo reinado fueron colonizadas por Miguel López de Legazpi. La colonización duró tres siglos por lo que la herencia cultural en ambos lados del océano se puede sentir muy patente hoy en día. Ahí están el relleno, guinatan, los gallos, el mango manila, la tuba, y las familias: Bermúdez, Diego, Lobato, Batani, Funes, Liquidano, Tellechea, Guinto, Balanzar y Zúñiga, le agrega al tema Anituy Rebolledo.







sábado, 5 de mayo de 2018

Nuestra cuarta raíz I


Víctor Cardona Galindo
Nuestros ancestros de la tercera raíz, los negros, llegaron como esclavos con los primeros españoles que pisaron el territorio guerrerense. Después los traficantes los fueron introduciendo de manera paulatina para trabajar en las haciendas y minas españolas. Desde principios de la Colonia se explotó la llamada mercancía de ébano.
Una familia ticuiseña de los años cincuenta, 
del siglo pasado, sobre el puente de madera
 de palma que se construía sobre el río Atoyac
 para atravesar rumbo a El Ticuí. 
Foto: colección de Rubén Ríos Radilla

Dice Moisés Ochoa Campos en su Historia del estado de Guerrero: “En la región suriana, la mayor parte de la población negra se encontraba asentada en Taxco y en las costas. En el siglo XVI, en Taxco había setecientos negros esclavos trabajando en las minas. En Zacatula, había ciento cincuenta negros esclavos y el Coyuca, cuarenta negros”.
En su Memoria copalense Cristina García Florentino dice: “Y una vez que la raza europea requirió de la raza negra para aguantar los trabajos forzados de las minas de oro, los españoles comenzaron a trasladar a estas costas guerrerenses a gente de piel oscura en la segunda mitad del siglo XVI, que eran originarios principalmente de Batún y de Guinea”. Es el caso de los negros que se extendieron por San Marcos, Copala, Azoyú y Cuanicuilapa, quienes dejaron como una herencia el plátano guineo “que hasta nuestros días sigue siendo orgullo copalense, por ser una fruta sabrosísima, comercial y fácil de cultivar”, dice Cristina.
Los negros que llegaron a la Costa Grande y que luego se fueron liberando del yugo hispánico escogieron para vivir los lugares cercanos a las lagunas, poblaron La Barra de Coyuca, Hacienda de Cabañas y  Llano Real.
En el caso de Hacienda de Cabañas está ubicado en la margen izquierda del río Atoyac, próximo a la laguna de Coyuca y el estero de Maguán. Dice don Luis Hernández Lluch que ahí levantaron chozas circulares, construidas de horcones, techo de palapas o de juncos. Las casas eran forradas con varas trenzadas y como todas las cabañas fueron construidas con las mismas dimensiones, de manera uniforme, el pueblo fue bautizado como Hacienda Cabañas.
En cuanto a nuestra cuarta raíz, la asiática, nuestros ancestros llegaron al puerto de Acapulco en El Galeón de Manila, también llamado la Nao de China. Gran parte de los costeños de Guerrero somos descendientes de aquellos hombres y mujeres fuertes, de viajeros que sobrevivieron al escorbuto, que asolaba esas grandes embarcaciones que pasaban más de cinco meses en altamar.
Luis Hernández Lluch en su Monografía de San Jerónimo dice el en el siglo XVI, Acapulco ya tenía contacto con el Oriente, de vez en cuando venían las Naos de China, con mercadería, trayendo de las islas Filipinas o de otras islas de la Polinesia, trabajadores que se contrataban en el “Mercado chino de Acapulco”. Que la mayor parte de estos trabajadores venían del archipiélago filipino y eran contratados por hacendados de ésta región. Ya una vez en las haciendas sus amos los trataban como esclavos. En dicho mercado también se vendían negros de África, pero por lo regular éstos eran solicitados por rancheros de la Costa Chica.
Los esclavos de origen asiático, que se adquirían en la región de la Costa Grande, daban buenos resultados en las labores que desempeñaban, eran educados por los frailes con el mismo trato que los nativos. Dice Luis Hernández que en esa época se dio una oleada de aventureros españoles que venían en busca de fortuna empleándose como capataces y otros se convirtieron en comerciantes. Con el tiempo esos aventureros españoles, se mezclaron con los esclavos asiáticos y con los nativos, así nació nuestra raza de mestizos que dio vida al pueblo costeño. 
La apertura comercial transpacífica entre los puertos de Acapulco y Manila en la segunda mitad del siglo XVI, trajo consigo el intercambio de plantas tropicales a través del Galeón de Manila, lo que a su vez modificó las costumbres alimenticias en la naciente sociedad novohispana. Hay registros que se intercambiaron más de 230 especies de plantas. Por eso sin temor a equivocarse Acapulco fue el primer punto de América donde se sembró, durante la época colonial, tamarindo, mango, marañona, arroz y cocotero con semillas venidas del archipiélago filipino, para de allí extender su cultivo a todas las costas mexicanas.
Por Acapulco llegaron vía marítima, de las milenarias culturas asiáticas, la costumbre de cocer el pescado con limón, el asado de mariscos y pescado, la preparación de la tuba, una bebida que se extrae al cortar la flor del cocotero; el famoso relleno de cuche y las comidas elaboradas a base de leche de coco como el guinatán. Entre las influencias filipinas a nuestra comida, está también el arroz que conocemos como “Morisqueta” y que ahora disfrutamos con frijoles negros, con chiles en vinagre, carne asada o queso fresco, hay quien le agrega salsa de molcajete, acompañado de jocoque (crema virgen)  o un pedazo de pescado frito.
Fue en nuestra región donde se establecieron los ancestros asiáticos que trajeron los saberes en el manejo de sus vegetales. El cronista Rubén Ríos Radilla dice que de las comidas que heredamos de nuestros ancestros filipinos es muy importante el relleno de cuche. Ese platillo es una combinación de ingredientes que aportaron los europeos, los americanos y los asiáticos. El relleno es típico de la Costa Grande, es necesario un lechón que se hornea toda la noche condimentado y acompañado de diferentes especias, recaudos, verduras y frutas como: piña, aceitunas, papas, zanahorias y plátano macho. Al servirlo se acompaña con bolillo, tortillas hechas a mano o arroz blanco.
Se ha dicho que si buscamos una imagen representativa de la Costa Grande sería un bolillo con relleno. Porque éste platillo no falta, por la mañana, en ninguno de los mercados de la Costa Grande desde Coyuca de Benítez hasta Zihuatanejo donde hay muchas mujeres que son por oficio relleneras. En Tecpan de Galeana fue muy famosa Petra Galeana Ruiz, La Pilinca.  
Hace poco el chef acapulqueño y delegado en Guerrero del Conservatorio de la Cultura Gastronómica Mexicana (CCGM), Javier Reynada Castrejón, advirtió que tres recetas identitarias de Guerrero están en riesgo de desaparecer por la falta de algún ingrediente, derivado de la desatención en el campo, entre esos platillos están el guinatán de Coyuca de Benítez, hecho a base de pescado bagre, guisado con crema de coco, guajillo y epazote, cuya ascendencia es filipina.
El segundo platillo es el “cabeza de viejo”, típico de la comunidad de Zacualpan, perteneciente al municipio de Ometepec, que es pollo o guajolote guisado en caldo rojo y hierba santa. También está el riesgo de desaparecer el “vaso relleno” que es típico de Ometepec.
Acapulco es también el precursor de las ferias internacionales desde 1571. Con el arribo de la Nao a esta tierra concurrían viajeros de tres continentes, Europa, Asia y América, para comprar, vender o trocar artículos de diversa índole. El varón Von Humboldt la llamó la feria más grande del mundo, porque hasta 1803 no existía otra en toda Europa que alcanzara esas dimensiones.
Durante la época colonial desde Acapulco se repoblaron, los territorios que ahora comprenden Coyuca de Benítez y el municipio de Atoyac de Álvarez, con nativos de Asía principalmente de Filipinas, India y Sangleyes.
Por datos que obran en el Archivo General de la Nación (AGN), en 1631 en Cacalutla vivían ocho chinos (filipinos, podrían ser de origen malayo o sinceramente chinos) que se dedicaban a la siembra de arroz. En los pueblos como Cacalutla y Cayaco se hablaba tepuzteco y en Atoyac cuitlateco. En Coyuca los indios que quedaban hablaban tepuzteco.
En los siglos XVII y XVIII había entre 40 mil y 50 mil asiáticos viviendo en Nueva España. Por eso había más filipinos que españoles, viviendo en la región que ahora es nuestro municipio. Como muestra están los apellidos, Quiñones, Nogueda, Zuñiga y Bataz que el cronista de San Jerónimo Luis Hernández Lluch, quien murió a los 100 años, registró como de origen filipino. Escribió que una mujer de apellido Nogueda llegó de Filipinas por el Perú,  sentó su residencia en Atoyac y se casó con un joven de apellido Gutiérrez, pero los hijos adoptaron el apellido de la mamá. De ahí proviene la dinastía Nogueda.
Un censo que levantó en 1777 en Atoyac había 200 indios naturales (nativos) y 50 familias de españoles, entre todos eran aproximadamente unos mil pobladores y estaban dedicados al cultivo de maíz y algodón. Vivían además adentro del pueblo, las haciendas y rancherías cercanas, 300 tributarios filipinos, negros y mulatos dedicados al maíz, algodón y arroz.
Por las costumbres de los filipinos que se asentaron en la costa tomó carta de naturalización el juego de gallos. De aquí se extendió como pasatiempo para todo el continente americano, el palenque de gallos siempre figura como símbolo de las ferias mexicanas.
Por las playas de Acapulco pasó por primera vez en América, una princesa hindú de nombre Mirra que a través de su curiosa vestimenta modificó las prendas de vestir de sus contemporáneas y al paso del tiempo se convirtió en representativa del estado de Puebla. Se le denominó popularmente la China Poblana.
Aunque para Fernando Benítez la china poblana era una esclava. Dice que la historia de Catalina de San Juan, la China Poblana, ilustra perfectamente el destino en México, de las esclavas que ingresaban por Acapulco. “Para nuestro desencanto esa china, que fue vendida como esclava a una rica familia poblana, nunca logró hablar bien el español y era una mística, entregada a Cristo de modo delirante”. Marcelo Adano Bernasconi en su libro Mirada al pacífico comenta: “No es de extrañar que tal fervor místico, tal vez correspondiera a una penitencia que, en la casta atmósfera poblana, Catalina se impusiera para lavar los pecados cometidos durante las licencias, excesos, ardores y furores, vividos entre las sábanas del Galeón de Manila”.
Sus dueños la obligaron a casarse con un chino “cuyas acometidas nocturnas –dice Benítez- fueron resistidas con denuedo por Catalina que se desembarazó de tal chino pidiéndole a Cristo, su verdadero esposo, se lo llevara de este mundo, a lo que de buena gana consintió el Señor, llevándoselo de este mundo mediante una muerte piadosa e indolora”. La verdad es que sus propietarios no hicieron más que seguir la norma de vida adoptada por muchos esclavos en Nueva España.
Dice Adano que numerosos esclavos de los llamados chinos —en realidad filipinos, malayos, polinesios— se incorporaron a la vida de la colonia mediante el matrimonio con mulatas y negras criollas.
Esclavos y esclavas viajaron una y otra vez de Manila a Acapulco, amontonados en la bodega o sirviendo a sus amos en las necesidades de los días o en las urgencias de las noches.
El mayor número de esclavos que ingresaron a Nueva España por Acapulco, provenían de las islas Filipinas. Los españoles pronto los utilizaron para la construcción de navíos para el tráfico comercial con Acapulco. Los emplearon para el acarreo de maderas, hierro, equipamientos, y como ayudantes de los maestros carpinteros, operarios, ebanistas, herreros y otros que trabajaban en la construcción naval filipina.
Los esclavos eran embarcados rumbo a Acapulco en los muelles de Cavite, frente a Manila, junto con los pasajeros que ante el inicio de un viaje incierto, encomendándose a Nuestra Señora de la Paz y Buen Viaje, sellaban sus oraciones con la frase “a Acapulco o al purgatorio”.
Entonces podemos concluir que una parte de nuestra historia, y la nuestros pueblos comienza, con la existencia de ese barco cuyo viaje desde Manila a Acapulco duraba de cinco a siete meses, tiempo en el que se recorrían 8 mil 200 millas marinas equivalentes a casi 15 mil 200 kilómetros más o menos.
Fue en 1565 cuando fray Andrés de Urdaneta, descubrió el tornaviaje desde Manila a Acapulco, iniciando un circuito comercial que duraría 250 años. El fraile llegó a Acapulco el 8 de octubre del año mencionado a bordo del navío San Pedro. Por eso es que hacia finales del siglo XVI, Acapulco se convirtió en el puerto más importante de la costa occidental de América del Norte y América Central.