Víctor
Cardona Galindo
La
ciudad de Atoyac huele a café. Las primeras plantaciones han cumplido 121 años.
Los torrefactores siguen tostando el aromático grano, han sobrevivido pese a
las fluctuaciones del precio, y las calles siguen impregnándose del olor. Se
antoja por las mañanas saborear un jarrito con ese líquido negro acompañado de pan.
El capitán Florentino Zeferino García anota la cantidad de café cortado en un día en la huerta de Anita García Gudiño en Río Santiago, en la cosecha de 1959. Archivo de Omar Eugenio. |
Kopani
Rojas compuso y canta “El cafetalero”: Huele
a tierra mojada que se despierta entre el pinar/ Bendita la tierra mía en donde
tengo mi cafetal/Con mi tirincha al hombro y mi itacate voy a surcar/ pachol
por pacholito la madre tierra voy a preñar. / Que huele a café/huele a tierra
mía/ que huele a café/ huele a mi Atoyac.
En
la Monografía de
Atoyac,
Wilfrido Fierro Armenta escribió que el café fue traído y sembrado en el año de
1882, por el señor Claudio Blanco, en su finca El Gamito (Hoy El Porvenir), usando semillas
que le regaló un amigo de Michoacán. La citada finca, del señor Blanco fue
vendida a Gabino Pino en 1887, estaba sembrada en su mayor parte de plátano.
Pero
ya para establecer con formalidad las plantaciones, el café fue introducido a
Atoyac por el señor Gabino Pino González, desde Tapachula, Chiapas en 1891,
donde recibió instrucciones sobre el proceso de producción y beneficio, sembró
el café en una finca cercana a La Soledad. Gabino Pino invitó al técnico
guatemalteco Salvador Gálvez, quien vino con él y realizó estudios de la tierra
en un campamento al que bautizó con el nombre de El Estudio. Cuando las huertas estaban en
producción, construyó unas máquinas de madera para despulpar y secar el
producto.
Por
investigaciones de doña Juventina Galeana Santiago se sabe que don Gabino Pino
no sólo trajo a Gálvez como técnico, también vinieron con él Nicandro Corona y
Jerónimo Loza. Don Nicandro puso una finca cafetalera que denominó El Zafir y don Jerónimo instaló otras
plantaciones que llamó El
Porvenir.
Actualmente
de la superficie sembrada de café, el 60 por ciento es de la variedad Típica o Criolla, un 30 por ciento Bourbón
y el 10 por ciento están sembradas de Caturras,
Mundo Novo y Catuaí.
Hay
familias que año con año van al corte del café, cuidan sus parcelas y se
aferran al cultivo. Son los que mantienen viva la actividad. La mayoría hace
años que ya no las trabajan y las huertas están perdidas entre la selva. En los
mejores tiempos del café a la par de los jilgueros se escuchaba el cantar de la
peonada entre cerros y hondonadas, la vida en la sierra en aquellos tiempos era
bonita y “nos emocionaba ir a pasar las vacaciones a las huertas”. Bueno a
muchos los sacaban de la escuela en la temporada de cosecha para reforzar la
mano de obra. Los patrones iban a Chilapa por los peones, de allá traían las tirinchas para el corte, los zarapes y
gabanes para el frío.
En el
campamento sabíamos que iba amanecer cuando aparecía “el lucero atolero” a esa
hora se levantaban a prender el fuego para poner el café. Con el olor a la
bebida se levantaban los peones que afilaban los machetes y al amanecer se
encaminaban rumbo a las huertas, mientras que mi padre rajaba leña y mi mamá
lavaba el nixtamal para las tortillas.
Uno de
nuestros cronistas José Hernández Meza dice que en el principio de esta actividad agrícola era la
misma gente de la ciudad de Atoyac y de las comunidades serranas las que hacían
el corte. Posteriormente se optó por traer mano de obra campesina de la región
de la montaña. Los hombres venían vestidos de manta y las mujeres cargaban
colgando en los rebozos a sus chamacos, así trabajaban y los amamantaban
dándoles vuelta en el rebozo mientras ellas seguían cortando café, algunas
hasta se cortaban 10 latas, (la lata es una medida de 13 kilos aproximadamente)
Hernández
Meza explica que para cortar la cereza madura del café antes se hacía una bolsa
de tela que se colgaba amarrada a la cintura del cortador llamada “naguada”, la
cual fue suplida por una bolsa tejida de palma llamada “Tirincha”, que se
confecciona en la región de Chilapa.
“Una
vez llenada la naguada o tirincha, el café se va almacenando en un costal que
se va llevando de surco en surco y al término de la jornada se mide por latas
para poder hacer el pago de la recolecta, todo esto se hace en los patios de
secado o asoleaderos que por lo general
están siempre junto al jato o
campamento, y estos se encuentran en los lugares accesibles de las huertas”.
Al
caer la tarde los peones salían por las veredas de las huertas, traían en el
hombro lo cortado en el día, ayudados por los que fueron a chaponar, el capitán
les medía con las latas para ir anotando en el cuaderno cuanto les pagarían al
final de la cosecha.
Al oscurecer
poco a poco se iban juntando alrededor de la fogata de ocote, para contar
historias, jugar barajas o cantar al compás de la guitarra. Los niños del
patrón y de los peones se juntaban para jugar a la rueda de San Miguel o al
encantado. Poco a poco el campamento se iba quedando en silencio y sólo se
escuchaba la respiración uniforme de la
gente y los ronquidos. Los peones dormían entre las huertas en enramadas que
hacían con hojas de pito o de plátano. Otros construían sus viviendas con costales
apilados sobre las varas para que nos les pasara el rocío.
Cuando
todos soñaban entonces despertaban los encantos de la montaña: un hombre talaba
árboles toda la noche, se escuchaba el hacha cortar, luego un jadeo cuando
estaba cansado. Los pinos tronaban y rechinaban movidos por el viento que
parecía llorar. Al fondo de la selva una loma ardía, un tesoro estaba
enterrado. De pronto el rugido del jaguar que afilaba sus garras pegándole al
mangle. La martica un mono que habita nuestra sierra, dejaba salir su chillido
muy cerca comiendo los frutos de un árbol de zapote a donde bajaba todas las
noches. Los perros ladraban alrededor del campamento y a veces aullaban.
Cuando
llegábamos a la huerta papá hacía la casa con troncos de árboles y varas. Instalaba
el campamento, después de hacer la chimenea para la comida, hacía las camas. Cortaba
muchas varas, las trozaba del mismo tamaño, luego las iba amarrando con mecate
o con majagua, muy juntitas. Hacía
seis pozos en la tierra donde colocaba unas horquetas, les atravesaba un tronco
delgado de árbol y luego ponía las varitas que había techado. Era una cama de
varas. Se le colocaba un petate encima y luego un zarape. Después de poner
brasas alrededor de las patas de las camas nos dormíamos.
Al
siguiente día después de ir por la leña, cortaba unos troncos de árbol. Todo el
día se dedicaba a labrarlos con el machete y ya que estaban las tablas entonces
hacía cuatro hoyos en el suelo y les colocaba unos palos, para luego clavarles
las tablas que había labrado, de esa manera hacía el comedor. Después hacía
tablas para los asientos, también las patas iban enterradas en la tierra. Así
comíamos en la sierra en donde los frijoles saben sabrosos.
En las
huertas había una gran variedad de plátanos. Alrededor del campamento estaban
unos amates grandes, y circundaban el asoleadero: ciruelos, aguacates, zapotes
y guayabos, frutillas, amoladores, lechosos. Llegaba el aroma de los arroyuelos
y en el arroyo grande había grandes pozas para bañarse, muchos camarones
langostinos y perros de agua (nutrias).
Podíamos
ver muchos tejones, tucanes, jilgueros y margaritas, urraquillas verdes por
parvadas. Gavilanes y aguilillas. Había ardillas en los árboles y venados. Se oía
el canto del guaco y las chachalacas.
Por
las tardes escuchábamos el canto de las fronjolinas y las codornices mientras
se podía ver la puesta del sol desde una lomita. Por las noches las pichacuas
parecía que gritaban “¡caballero!, ¡caballero!”
El asoleadero era largo. A lo lejos se escuchaba el
cuu-cuu de una paloma morada, se identifican por el sonido, tienen las patitas
moradas y mucha carne en la pechuga y son muy sabrosas guisadas con caldito de jitomate.
En la sierra nos comíamos todo, papá ponía cacaxtles
(una trampa prehispánica que se hace a base de varas) donde caían las palomas
torcazas y moradas, codornices y hasta chachalacas.
Atrás del campamento en una rama de un ocote seco permanecía
todas las mañanas un guaco, una especie de águila que habita en la sierra, y
cantaba ¡guacoo! ¡guacoo! ¡guacoo! Era su rutina vernos correr por todo el asoleadero,
porque en ese tiempo no trabajábamos, éramos solamente la compañía de mi mamá
quien se encargaba de cocinar. Al final del asoleadero en las ramas cerca de unos
icacos andaban infinidad de pajaritos que podíamos matar a ramazos. Pelados y
asados los cenábamos con arroz y frijoles.
En los
mejores tiempos del café la serranía parecía una fiesta, por todos los caminos
se encontraban personas caminando, muchos conocidos que daba gusto saludarlos. Se
escuchaban pláticas en diferentes idiomas: español, tlapaneco o mexicano.
Claro
está que en ese tiempo no había carreteras y los arrieros eran muy importantes.
Por eso para ir a cortar había que contratar uno y se cargaban las mulas, los
caballos y los burros con latas de la manteca vegetal Papagayo que servían para
llevar la grasa de puerco. En el campamento eran un manjar las albóndigas
hechas solamente de masa con manteca de puerco, cebolla, hierbabuena y
jitomate.
De los
arrieros de la cabecera municipal Enrique Galeana Laurel recuerda a “Chico el
Arrugado” y dice que “La mayoría de los arrieros salían temprano para recorrer
el camino llamado La Polvosa, ya que a esa hora el rocío hacía que el polvo no
fuera tan duro”.
Muchos
campesinos trasportaban hasta el campamento, a lomo de bestias, el maíz que
ellos mismos cosechaban en el temporal. Llevaban panocha para el café, la
manteca. Un marrano frito en las latas. Una lata de alcohol para tomar con café
en la fiesta del acabo.
Salían
a las cinco de la mañana desde Atoyac para ir a las huertas, con las mulas,
caballos y burros cargados de todo lo necesario. Llevaban gallinas que soltaban
allá o se las comían. Muchos peones de la montaña llegaban solos a buscar a su
patrón. David Rebolledo Hipólito tenía
unas 60 personas trabajando en su huerta de La Mata de Plátano.
Todos
nos bañábamos en las aguas heladas del arroyo. Ahí también se lavaba durante los
tres meses de la estancia en la huerta: un mes chaponando y dos meses cortando.
En la
fiesta del acabo, al patrón le ponían una corona con granos de café lo
amarraban y le hacían un ritual. El patrón brindaba con todos y repartía el
pozole. Se invitaba a los vecinos y se hacía un “fiestón” dice Andrés Rebolledo.
José
Hernández escribió sobre los arrieros que venían de La Tierra Caliente a
trabajar en la temporada de la corta de café: “Era frecuente ver estos
personajes con sus sombreros de ala ancha, con sus cuartas o fuetes en las manos para que los animales cargados con
sendos sacos de café apresuraran el paso y llegaran pronto a su destino,
calzaban huaraches de correas de cuero sin curtir, en su cintura llevaban un
pequeño bolso, al que llamaban güicho,
parecido a las cangureras que se usan actualmente”.
“Las
calles donde había piladora de café se atestaban de animales de carga y era
notorio el vocabulario de su región usado por los arrieros. Era frecuente
encontrar lugares que recibían el nombre de posada o mesón donde pasaban la
noche los arrieros y la gente que venía de alguna de las comunidades serranas a
vender su producto y poder hacer su merca
de los encargos y comestibles para su
diaria subsistencia. Había casas donde vendían rollos de zacate fresco (zacatón)
para la alimentación de los animales de carga. Don Pantaleón Gómez vendía en la
calle Silvestre Castro; en la Valerio Trujano, por el rumbo del paredón,
vendían los Vázquez; en el centro, en Agustín Ramírez, don Faustino Bello y en
Obregón, en casa de don Benigno de Jesús”.
Todavía
hace poco en la calle Miguel Hidalgo esquina con Agustín Ramírez, atrás de la
Parroquia estaban todavía los troncos donde se amarraban los animales de carga,
como recuerdo de aquella época.
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