domingo, 23 de diciembre de 2018

El corte del café


Víctor Cardona Galindo
La ciudad de Atoyac huele a café. Las primeras plantaciones han cumplido 121 años. Los torrefactores siguen tostando el aromático grano, han sobrevivido pese a las fluctuaciones del precio, y las calles siguen impregnándose del olor. Se antoja por las mañanas saborear un jarrito con ese líquido negro acompañado de pan.
El capitán Florentino Zeferino García anota la cantidad de
café cortado en un día en la huerta de Anita García Gudiño
 en Río Santiago, en la cosecha de 1959. Archivo de Omar Eugenio.

Kopani Rojas compuso y canta “El cafetalero”: Huele a tierra mojada que se despierta entre el pinar/ Bendita la tierra mía en donde tengo mi cafetal/Con mi tirincha al hombro y mi itacate voy a surcar/ pachol por pacholito la madre tierra voy a preñar. / Que huele a café/huele a tierra mía/ que huele a café/ huele a mi Atoyac.
En la Monografía de Atoyac, Wilfrido Fierro Armenta escribió que el café fue traído y sembrado en el año de 1882, por el señor Claudio Blanco, en su finca El Gamito (Hoy El Porvenir), usando semillas que le regaló un amigo de Michoacán. La citada finca, del señor Blanco fue vendida a Gabino Pino en 1887, estaba sembrada en su mayor parte de plátano.
Pero ya para establecer con formalidad las plantaciones, el café fue introducido a Atoyac por el señor Gabino Pino González, desde Tapachula, Chiapas en 1891, donde recibió instrucciones sobre el proceso de producción y beneficio, sembró el café en una finca cercana a La Soledad. Gabino Pino invitó al técnico guatemalteco Salvador Gálvez, quien vino con él y realizó estudios de la tierra en un campamento al que bautizó con el nombre de El Estudio. Cuando las huertas estaban en producción, construyó unas máquinas de madera para despulpar y secar el producto.
Por investigaciones de doña Juventina Galeana Santiago se sabe que don Gabino Pino no sólo trajo a Gálvez como técnico, también vinieron con él Nicandro Corona y Jerónimo Loza. Don Nicandro puso una finca cafetalera que denominó El Zafir y don Jerónimo instaló otras plantaciones que llamó El Porvenir.
Actualmente de la superficie sembrada de café, el 60 por ciento es de la variedad Típica o Criolla, un 30 por ciento Bourbón y el 10 por ciento están sembradas de Caturras, Mundo Novo y Catuaí.
Hay familias que año con año van al corte del café, cuidan sus parcelas y se aferran al cultivo. Son los que mantienen viva la actividad. La mayoría hace años que ya no las trabajan y las huertas están perdidas entre la selva. En los mejores tiempos del café a la par de los jilgueros se escuchaba el cantar de la peonada entre cerros y hondonadas, la vida en la sierra en aquellos tiempos era bonita y “nos emocionaba ir a pasar las vacaciones a las huertas”. Bueno a muchos los sacaban de la escuela en la temporada de cosecha para reforzar la mano de obra. Los patrones iban a Chilapa por los peones, de allá traían las tirinchas para el corte, los zarapes y gabanes para el frío.
En el campamento sabíamos que iba amanecer cuando aparecía “el lucero atolero” a esa hora se levantaban a prender el fuego para poner el café. Con el olor a la bebida se levantaban los peones que afilaban los machetes y al amanecer se encaminaban rumbo a las huertas, mientras que mi padre rajaba leña y mi mamá lavaba el nixtamal para las tortillas.
Uno de nuestros cronistas José Hernández Meza dice que en el  principio de esta actividad agrícola era la misma gente de la ciudad de Atoyac y de las comunidades serranas las que hacían el corte. Posteriormente se optó por traer mano de obra campesina de la región de la montaña. Los hombres venían vestidos de manta y las mujeres cargaban colgando en los rebozos a sus chamacos, así trabajaban y los amamantaban dándoles vuelta en el rebozo mientras ellas seguían cortando café, algunas hasta se cortaban 10 latas, (la lata es una medida de 13 kilos aproximadamente)
Hernández Meza explica que para cortar la cereza madura del café antes se hacía una bolsa de tela que se colgaba amarrada a la cintura del cortador llamada “naguada”, la cual fue suplida por una bolsa tejida de palma llamada “Tirincha”, que se confecciona en la región de Chilapa.
“Una vez llenada la naguada o tirincha, el café se va almacenando en un costal que se va llevando de surco en surco y al término de la jornada se mide por latas para poder hacer el pago de la recolecta, todo esto se hace en los patios de secado o asoleaderos  que por lo general están siempre junto al jato o campamento, y estos se encuentran en los lugares accesibles de las huertas”.
Al caer la tarde los peones salían por las veredas de las huertas, traían en el hombro lo cortado en el día, ayudados por los que fueron a chaponar, el capitán les medía con las latas para ir anotando en el cuaderno cuanto les pagarían al final de la cosecha.
Al oscurecer poco a poco se iban juntando alrededor de la fogata de ocote, para contar historias, jugar barajas o cantar al compás de la guitarra. Los niños del patrón y de los peones se juntaban para jugar a la rueda de San Miguel o al encantado. Poco a poco el campamento se iba quedando en silencio y sólo se escuchaba la respiración uniforme  de la gente y los ronquidos. Los peones dormían entre las huertas en enramadas que hacían con hojas de pito o de plátano. Otros construían sus viviendas con costales apilados sobre las varas para que nos les pasara el rocío.
Cuando todos soñaban entonces despertaban los encantos de la montaña: un hombre talaba árboles toda la noche, se escuchaba el hacha cortar, luego un jadeo cuando estaba cansado. Los pinos tronaban y rechinaban movidos por el viento que parecía llorar. Al fondo de la selva una loma ardía, un tesoro estaba enterrado. De pronto el rugido del jaguar que afilaba sus garras pegándole al mangle. La martica un mono que habita nuestra sierra, dejaba salir su chillido muy cerca comiendo los frutos de un árbol de zapote a donde bajaba todas las noches. Los perros ladraban alrededor del campamento y a veces aullaban.
Cuando llegábamos a la huerta papá hacía la casa con troncos de árboles y varas. Instalaba el campamento, después de hacer la chimenea para la comida, hacía las camas. Cortaba muchas varas, las trozaba del mismo tamaño, luego las iba amarrando con mecate o con majagua, muy juntitas. Hacía seis pozos en la tierra donde colocaba unas horquetas, les atravesaba un tronco delgado de árbol y luego ponía las varitas que había techado. Era una cama de varas. Se le colocaba un petate encima y luego un zarape. Después de poner brasas alrededor de las patas de las camas nos dormíamos.
Al siguiente día después de ir por la leña, cortaba unos troncos de árbol. Todo el día se dedicaba a labrarlos con el machete y ya que estaban las tablas entonces hacía cuatro hoyos en el suelo y les colocaba unos palos, para luego clavarles las tablas que había labrado, de esa manera hacía el comedor. Después hacía tablas para los asientos, también las patas iban enterradas en la tierra. Así comíamos en la sierra en donde los frijoles saben sabrosos.
En las huertas había una gran variedad de plátanos. Alrededor del campamento estaban unos amates grandes, y circundaban el asoleadero: ciruelos, aguacates, zapotes y guayabos, frutillas, amoladores, lechosos. Llegaba el aroma de los arroyuelos y en el arroyo grande había grandes pozas para bañarse, muchos camarones langostinos y perros de agua (nutrias).
Podíamos ver muchos tejones, tucanes, jilgueros y margaritas, urraquillas verdes por parvadas. Gavilanes y aguilillas. Había ardillas en los árboles y venados. Se oía el canto del guaco y las chachalacas.
Por las tardes escuchábamos el canto de las fronjolinas y las codornices mientras se podía ver la puesta del sol desde una lomita. Por las noches las pichacuas parecía que gritaban “¡caballero!, ¡caballero!”
El asoleadero era largo. A lo lejos se escuchaba el cuu-cuu de una paloma morada, se identifican por el sonido, tienen las patitas moradas y mucha carne en la pechuga y son muy sabrosas guisadas con caldito de jitomate. En la sierra nos comíamos todo, papá ponía cacaxtles (una trampa prehispánica que se hace a base de varas) donde caían las palomas torcazas y moradas, codornices y hasta chachalacas.
Atrás del campamento en una rama de un ocote seco permanecía todas las mañanas un guaco, una especie de águila que habita en la sierra, y cantaba ¡guacoo! ¡guacoo! ¡guacoo! Era su rutina vernos correr por todo el asoleadero, porque en ese tiempo no trabajábamos, éramos solamente la compañía de mi mamá quien se encargaba de cocinar. Al final del asoleadero en las ramas cerca de unos icacos andaban infinidad de pajaritos que podíamos matar a ramazos. Pelados y asados los cenábamos con arroz y frijoles.
En los mejores tiempos del café la serranía parecía una fiesta, por todos los caminos se encontraban personas caminando, muchos conocidos que daba gusto saludarlos. Se escuchaban pláticas en diferentes idiomas: español, tlapaneco o mexicano.
Claro está que en ese tiempo no había carreteras y los arrieros eran muy importantes. Por eso para ir a cortar había que contratar uno y se cargaban las mulas, los caballos y los burros con latas de la manteca vegetal Papagayo que servían para llevar la grasa de puerco. En el campamento eran un manjar las albóndigas hechas solamente de masa con manteca de puerco, cebolla, hierbabuena y jitomate.
De los arrieros de la cabecera municipal Enrique Galeana Laurel recuerda a “Chico el Arrugado” y dice que “La mayoría de los arrieros salían temprano para recorrer el camino llamado La Polvosa, ya que a esa hora el rocío hacía que el polvo no fuera tan duro”.
Muchos campesinos trasportaban hasta el campamento, a lomo de bestias, el maíz que ellos mismos cosechaban en el temporal. Llevaban panocha para el café, la manteca. Un marrano frito en las latas. Una lata de alcohol para tomar con café en la fiesta del acabo.
Salían a las cinco de la mañana desde Atoyac para ir a las huertas, con las mulas, caballos y burros cargados de todo lo necesario. Llevaban gallinas que soltaban allá o se las comían. Muchos peones de la montaña llegaban solos a buscar a su patrón. David  Rebolledo Hipólito tenía unas 60 personas trabajando en su huerta de La Mata de Plátano.
Todos nos bañábamos en las aguas heladas del arroyo. Ahí también se lavaba durante los tres meses de la estancia en la huerta: un mes chaponando y dos meses cortando.
En la fiesta del acabo, al patrón le ponían una corona con granos de café lo amarraban y le hacían un ritual. El patrón brindaba con todos y repartía el pozole. Se invitaba a los vecinos y se hacía un “fiestón” dice Andrés Rebolledo.
José Hernández escribió sobre los arrieros que venían de La Tierra Caliente a trabajar en la temporada de la corta de café: “Era frecuente ver estos personajes con sus sombreros de ala ancha, con sus cuartas o fuetes en las manos para que los animales cargados con sendos sacos de café apresuraran el paso y llegaran pronto a su destino, calzaban huaraches de correas de cuero sin curtir, en su cintura llevaban un pequeño bolso, al que llamaban güicho, parecido a las cangureras que se usan actualmente”.
“Las calles donde había piladora de café se atestaban de animales de carga y era notorio el vocabulario de su región usado por los arrieros. Era frecuente encontrar lugares que recibían el nombre de posada o mesón donde pasaban la noche los arrieros y la gente que venía de alguna de las comunidades serranas a vender su producto y poder hacer su merca de los encargos y comestibles para su diaria subsistencia. Había casas donde vendían rollos de zacate fresco (zacatón) para la alimentación de los animales de carga. Don Pantaleón Gómez vendía en la calle Silvestre Castro; en la Valerio Trujano, por el rumbo del paredón, vendían los Vázquez; en el centro, en Agustín Ramírez, don Faustino Bello y en Obregón, en casa de don Benigno de Jesús”.
Todavía hace poco en la calle Miguel Hidalgo esquina con Agustín Ramírez, atrás de la Parroquia estaban todavía los troncos donde se amarraban los animales de carga, como recuerdo de aquella época.

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