sábado, 27 de febrero de 2016

Los cuitlatecos


(Séptima y última parte)
Víctor Cardona Galindo
No hay indicios que la creencia de la lechuza como ave de mal agüero, sea de origen cuitlateco, pero la gente de la costa y de la sierra, llaman ticuiricha a la lechuza, y su canto estridente anuncia la muerte. Otros relacionan el canto de la ticuiricha con el escándalo que hace el tecolotillo al ser atacado, por ese enorme pájaro blanco de hábitos nocturnos. La mariposa negra también presagia la muerte.
Cuando un pájaro llamado luisillo canta en la esquina de la casa, llora la lumbre del fogón o cuando una mariposa blanca pasa por el corredor, vendrá visita. Cuando lloraba la lumbre, mi madre decía: “Nomás que me traigan y no que me vengan a quitar”. Y al rato llegaba la visita.
Algunas familias tenían la costumbre de pronunciar dentro de la tinaja el nombre del ser querido ausente, para que viniera. Vi a unos niños hablarle muchas veces, a su padre, en la olla de la tinaja. Pero su padre nunca llegó porque se lo llevaron los soldados.  De niño me tocó, durante un eclipse, sonar tambores o botes viejos para que el sol no fuera vencido por la oscuridad. También durante el eclipse, las mujeres embarazadas debían usar un pañuelo rojo en la cabeza, para que el niño no fuera comido por la luna. Si no se ponían la prenda roja, los niños nacían con labio leporino. En caso de hipo todavía se coloca un hilo rojo, con saliva, en la frente y le colocan cintas rojas a los árboles frutales que no quieren parir.
El Hombre de Maíz, un petrograbado de más de 4.20 metros
 de largo con la representación de una planta de maíz con 
rasgos humanos, que se encuentra en la comunidad de 
Piedras Grandes, en la parte alta de La Sierra de Atoyac
Foto cortesía de Clevert Rea Salgado. 

Cuando un niño mudaba un diente, lo tiraba arriba de las tejas de la casa, porque de no hacerlo quedaría chimuelo, al tirarlo se gritaba “ratón, ratón dame tu diente y yo te doy en mío”. Ahora también se acostumbra que el ratón deje por un diente, 20 pesos debajo de la almohada.
De las costumbres que Hendrichs registró de los cuitlatecos de la Tierra Caliente muchas están todavía presentes, como es el caso de curar enfermedades con huevos, la curandera o curandero “toma dos huevos, para frotar el cuerpo o la parte enferma. Al terminar la operación, los huevos resultan podridos con la claras negras y las yemas cocidas o reventadas. Para averiguar quién fue el causante de la enfermedad, la curandera echa el contenido de los huevos podridos en agua; entonces se forman hebras desde el fondo de la vasija hacia arriba y estas hebras dejan ver claramente la imagen del brujo o de la bruja que hizo el maleficio”, luego la curandera lava el cuerpo del enfermo con el cocimiento de varias yerbas, entre las que figuran epazote, albahaca, estafiate y hierba buena.
Sobre la caza del venado se cuentan muchas leyendas, que son de origen cuitlateco. Se dice que quien tiene la piedra del venado puede cazar al por mayor. Las mujeres de La Sierra, se han transmitido de generación en generación, la costumbre de rodarle la piedra de moler chile, en los pies a los hombres, sin que se den cuenta, antes de que salgan de cacería y seguro traerán venado.
Un cazador con suerte puede tener acceso a la piedra del venado. Si la fortuna lo acompaña y mata al rey de los venados, un ejemplar grande de color blanco o negro, que en su agonía arroja la piedra. Si el cazador la recoge y la trae como amuleto, siempre que salga de cacería traerá venado, porque trayendo la piedra los venados lo ven como venado y caminan hacia él y puede matarlos con mucha tranquilidad.
Pero si se descuida puede ser atacado y herido por otro venado. Si un ejemplar macho de esa especie lo ve en su territorio piensa que le va a quitar a sus hembras. Hay quienes han pagado con su vida esta suerte, porque otro cazador también puede verlos como venado y dispararle.
Rescatamos aquí la leyenda que Judith Solís Téllez escribió para Agua desbocada. Antología de escritos atoyaquenses.

La piedra del venado

“Dicen los que saben: quien logra tener la piedra del venado puede matar los venados que quiera. Hay que matar al venado blanco o al negro y tomar la piedra que arroja durante su agonía. La piedra se puede traer en el morral y cuando uno va a salir, si se observa al venado echado, indica que está escondido y cualquier búsqueda será en vano. Pero si la figura de la piedra está parada es que se encontrarán a los animales en el camino. Aunque, también hay el peligro de que cualquier venado macho pueda pegar o matar al dueño de la piedra, al que ven como a uno de su especie. Así que se debe de andar muy atento. Para poseerla se deben tener ciertas características: no ser ambicioso, ser valiente y no tener maldad en el corazón. Hay que conservar en secreto la piedra para que resulte efectiva”.

Hay quien habla de que la piedra es como un rubí que los venados alfa traen incrustado en la frente. Hay que utilizar un cuchillo para despegársela porque está pegada al hueso. Aunque algunos cazadores aseguran que la existencia de la piedra del venado no es ninguna leyenda, es una especie de calculo que el venado produce cerca del hígado, la piedra parece una bolita de estambre y se le saca para guardarla “es de buena suerte”, hay quien le atribuye propiedades curativas. En las oficinas de la tesorería de Atoyac una mujer le regateaba a un campesino que se la vendiera porque es buena para curar la embolia. Ella decía, “dígame cuanto quiere”, él contestaba “no señora si se la vendo me salo”. La señora dice “déjeme hervirla y se la regreso”. El hombre dice que no. Porque la piedra del venado no tiene precio.
Hablando de otras leyendas y mitos cuitlatecas. Miguel Ángel Gutiérrez Ávila en su libro La historia del estado de Guerrero a través de su cultura habla de “Los Cuitlatecos y los hombres de metal” y rescata un mito de la creación al que le atribuye su origen en esta etnia ya desparecida.
“Las adoraciones eran de munchas maneras, porque adoraban al sol, a la luna y a los ydolos de piedra, de barro y de madera, de diversas hechuras y tamaños; y dizen que entendían avía un dios principal, questava en el cielo y lo había creado todo; y que a de aver juicio final y que el mundo tuvo un principio, y que hizo un hombre y una mujer de barro, y que se fueron a bañar y se deshicieron en el agua, y que los volvió a hacer de senysa y siertos metales, y los envió al río a bañar y que no se deshicieron, y que de aquello empezó el mundo”.
Dice Gutiérrez Ávila que este maravilloso mito de la creación de los seres humanos, proviene de la cultura cuitlateca, registrada el diez octubre de 1579 por el corregidor de Ajuchitlán Diego Garcés, en la Relación de Asuchitlan y su partido, 1579.
También rescata una leyenda chontal de Apaxtla de Castrejón.

Nacasqueme

Los chontales, cuando llegaron a Apaxtla, encontraron a un Dios con las orejas largas, hasta el suelo, se llamaba Nascasqueme. Los chontales aceptaron adorarlo a cambio de que él los protegiera de sus enemigos.
Nacasqueme cumple con su cometido preparando y entrenando al ejército de chontales y durmiendo al pie del Cerro de El Toro, que por su loma, se prestaba para que Nacasqueme extendiera sus orejas y lo enredara con ellas. Esta era la forma de escuchar todo lo que acontecía por los cuatro puntos cardinales.
Escuchó que en la gran Tenochtitlán de los aztecas había sido vencida por hombres de a caballo y armas de trueno. Rápido levantó a su ejército y resguardó sus dominios. Fácilmente fue vencido y huyó para esconderse cerca de la hoy llamada “Cascada de El charco”. Ahí vivió solo, abandonado. Como era dios debía estar limpio del cuerpo y del espíritu. Para lo primero hacía con sus orejas un recipiente que llenaba con agua de la cascada y allí se metía para bañarse. El peso de las orejas, el peso del agua y el propio Nacasqueme fue hundiendo la piedra en que se hallaba el recipiente hasta que se formó un apaxtli.
De ahí se deriva el nombre del pueblo.
Luego hace mención, citando al periódico Así Somos, que en una zona arqueológica hundida por la presa El Caracol un campesino encontró un ídolo de piedra que “era del tamaño de un niño de doce años, feo y con las orejas largas, largas hasta el suelo”.
“Tienes pies de nacaiqueme”, decían nuestros abuelos cuando, al crecer, ya íbamos dejando los zapatos. Se referían así al Nacaxqueme, ese hombre gigantesco que tiene los pies y orejas grandes y que vive como ermitaño en las soledades de la sierra. Simón Hipólito Castro rescató ésta leyenda que publicó en su libro Cuentos para niños preguntones y que luego retomamos para la antología Agua desbocada. Antología de escritos atoyaquenses.

El Nacaxcleme

Ancianos de la región nos comentaban que por allí habitaba un ser escurridizo como de cuatro metros de alto y de cuerpo peludo. En un mes de marzo nos trasladamos a un bosque lejos de la casa con el fin de abrir un tlacolol. Abrimos un campamento entre el bosque, limpiamos el terreno donde pondríamos las improvisadas camas de varas y regábamos en círculo cal para que no se nos arrimaran alacranes o víboras. Por las noches, escuchábamos derribar árboles con hacha y cuando amanecía íbamos a buscar el árbol y lo encontrábamos derribado y con cera de abeja silvestre en su tronco. Era el Nacaxcleme, como lo llamaban los ancianos. Nos contaba papá que su papá de él, o sea mi abuelito, una tarde buscando miel se perdió en el bosque. No pudo dar con la vereda y decidió pasar la noche arriba de un árbol, no grueso donde no pudiera subirse un tigre, un león o una boa. Sacó de su morral unas hojas de tabaco e hizo un puro el cual encendió con un eslabón y pedernal. Cuando lo estaba saboreando escuchó unos pasos. Al instante desenvainó su filoso machete y se puso en guardia.
De repente vio una figura grande que habló diciéndole que no tuviera miedo que era Nacaxcleme y que sólo iba a verlo para que le regalara un puro, pero grande, cosa que hizo mi abuelo. Esta enorme criatura lo invito a pasar la noche a su cueva y mi abuelo aceptó. Lo llevó a una cueva muy grande donde lo invitó a pasar. Ya en confianza Nacaxcleme le contó que solamente él quedaba de toda su familia; que los hombres al abrir tlacololes, derribando el bosque, fueron acabando con las colmenas y con su familia. La miel era lo único que los alimentaba.
Como mi abuelo tenía sueño, el gigante desenvolvió una de sus orejas y se la dio para que la tendiera en el suelo. Luego se desenvolvió la otra y se la dio para que se arropara. Cuando amaneció le pidió más puros de su garniel y lo llevó a unos gruesos árboles que tenían abundante miel. Enseguida le enseñó la vereda y le rogó que cada vez que fuera por colmenas le llevara puros, que si no lo encontraba se los dejara en la cueva. Desde entonces no le faltaba miel y cera que vender a mi abuelo. Recuerdo que cierta vez cuando llegábamos a la orilla de un río vimos en la arena rastros de un hombre cada huella media aproximadamente como veinticinco centímetros o un pie de largo. Yo entiendo que este gigante es el que derribaba árboles por las noches. El mismo que se hizo amigo de mi abuelo y el mismo de las enormes pisadas en la arena. Tal vez ya murió. Los campesinos y nosotros acabamos con los bosques para sembrar maíz. Ya ahora nadie dice haber visto al Nacaxcleme.

Aunque las últimas noticias que se tuvo del Nacaxqueme fueron unas gigantescas huellas de pie que se encontraron en unos barbechos, en las cercanías de la comunidad de Las Salinas, en la década de los noventa. Luego mi padrino José Aguilera me mostró unas fotos, tomadas por un ingeniero, donde parece que un ser peludo se escabulle entre las hojas de los árboles, allá en la exuberancia de la sierra.


domingo, 21 de febrero de 2016

Los cuitlatecos


(Sexta parte)
Víctor Cardona Galindo
El cerro Cabeza de Perro es el lugar favorito para los que cuentan leyendas de arbolarios. Es un cerro encantado, dice Domingo Benítez Jiménez que se “han observado cosas extrañas, tales como bolas de fuego que salen y entran cerca de la cúspide y el vulgo los llama arbolarios, así como también dicen han visto una gigante serpiente que brama… otros dicen que es el centro de un volcán, a tal grado que por tanto rumores una comunidad llamada Arroyo Grande fue totalmente abandonada por sus pobladores”.
Pero volviendo a lo que Pedro Hendrichs encontró, en 1939, en los municipios vecinos de Ajuchitlán y San Miguel Totolapan, dice que la gente de La Sierra creía que la rabia podía curarse con el caldo de zopilote y que los antepasados dejaron tesoros enterrados.  “En algún lugar, las más veces en una loma o un ‘mumustle’… se ha visto una lumbre de muchos colores, subiendo y bajando y caminando en una noche oscura o una madrugada lluviosa: allí está ‘la tapazón’ y solo hay que rascar tantito para dar con ella”.
“El oro y la plata acuñados arden en la tierra de igual manera que la leña, si así conviene a los espíritus, y los fragmentos de obsidiana que abundan en los sitios arqueológicos, no son otra cosa que residuos visibles de los rayos caídos del cielo”.
Hacha de cobre encontrada en las orillas 
del río Atoyac. Foto: Víctor Cardona Galindo.

En aquel entonces Hendrichs consideró: “Los indios de La Sierra aunque su idioma ya es el castellano, no han llegado todavía a comprender que la única manera de escapar de las miserables condiciones de su vida ha de ser a cambio de mayores esfuerzos personales; por eso se acoge al trabajo sin entusiasmo propio y espera la felicidad gracias a algún milagro”.
Aunque han pasado muchos años de esa apreciación, todavía hay hombres que invierten su vida buscando tesoros, compran o rentan aparatos para dar con los metales, los localizan y cuando escarban y no encuentran nada dicen que los espíritus o El Malo se lo escondieron, porque alguien de los que escarbaron tenía mal corazón. O a veces lo único que hallan son ollas con cenizas o piedras de jade y obsidiana. Alegan que si había oro pero no estaba destinado para ellos.
Martín Camacho localizó un tesoro, se lo regaló a Octaviano Santiago Dionicio, pero como el dirigente de izquierda era desapegado a los bienes terrenales, nunca fue por él y ahora Camacho ya viejo, busca a otra persona que tenga buen corazón para llevarlo al lugar donde está la riqueza enterrada.
Se tenía y se tiene la creencia que si alguien prospera es porque se encontró un entierro. Incluso es común que, en la cabecera municipal de Atoyac, la gente diga que los Fierro tienen mucho dinero porque en una casa que compraron encontraron un tesoro que les permitió crecer económicamente. Lo mismo se decía en el pasado de Mariana Herrera.
Regulo Fierro dice que por la profundidad en que se encuentre el tesoro, podemos saber si lo enterró un hombre o una mujer. Aunque desenterrar tesoros tiene sus riesgos, los gases que acumulan los metales al estar enterrados pueden matar al que los inhala o tiene contactos con ellos. Se platica que una mujer murió seca, muy seca, porque después del huracán Tara se encontró un entierro. Estaba escarbando para hacer una chimenea cuando destapó un hoyo, dentro había una jarra de plata llena de puras monedas de oro. Pero como en ese rato venía su amante se sentó tapando la mina con sus enaguas y así estuvo sentada para que aquél no se diera cuenta de su hallazgo. Dicen que el azogue se le metió por abajo porque a los pocos días murió muy seca. Se fue deshidratando hasta quedar como las momias de Guanajuato. Una de sus hijas abandonó el pueblo y compró una casa en Acapulco, donde murió de vieja contemplando la bahía.
Otra historia es la de un operador que abandonó una de las máquinas que trabajaban abriendo una brecha. Dicen que fue llegando a Los Valles subiendo la cuesta del Arroyo Grande donde se quedó el aparato con las llaves puestas, quien lo acompañaba dijo que al abrir un paredón se encontró una ollita de barro llena de monedas de oro, al verlas se bajó de la máquina las echó a un morral y huyó por el monte. Llegó por la tarde a la ciudad de Atoyac, se despidió de algunos amigos y se fue por la noche en un camión a la Ciudad de México donde construyó un edificio para rentar departamentos.
Y en otro caso un ánima le habló a un peón y le dijo que un entierro estaba bajo las raíces de un amolador seco. Le comentó a su patrón con quien escarbaron de noche y lo destaparon. Al otro día temprano su patrón, que se llamaba Félix, le dijo al peón que dejaran el agujero abierto un tiempo para que se fueran los gases y mientras lo mandó a chaponar una huerta café a Las Patacuas. A los quince días cuando el peón regresó, Félix le dijo que bajo el amolador sólo había cenizas y le enseñó los tepalcates de una olla que desenterró. Pero ya había abierto una tienda de abarrotes bien surtida y le había comprado ropa nueva a su mujer que ese día lucía un vestido azul chillante semejante a un personaje de pastorela.
Se habla que otros han tenido el valor de hacer pacto con algunas deidades, o entidades, que aún siguen presentes en el imaginario colectivo de la gente. A pesar de los años la gente sigue creyendo que si les va mal, alguien o algo los está mal obrando.
Wilfrido Fierro Armenta escribió en 1972, “Existen casos todavía en creer en enfermedades adquiridas por juego de chaneques, mal viento y brujería, siendo esta la oportunidad para que los charlatanes se aprovechen de la ignorancia, haciéndose pasar por brujos, hechiceros, o iluminados para curar por medio de yerbas y los espíritus”. Las cosas no han cambiado mucho todavía.
Los brujos se convierten en animales. Son nuestros nahuales. Cuentan que cuando un curandero está aliviando a una persona que padece mala enfermedad, entonces el brujo que la enfermó lo visita convertido en un gato u otro animal para advertirle que la persona que pretende salvar está bajo su poder. Muchos curanderos desisten de seguir curando y otros aceptan el reto, a pesar de que corre peligro su vida.
Un tío tenía la creencia que su suegra se convertía en la marrana negra que no lo dejaba dormir, cuillando todas las noches alrededor de su casa de bajareque y empujándole la puerta. Es que nunca lo quiso y pretendía que dejara sola a la hija para que encontrara un mejor marido.
Acá también se habla de una Diabla que tenía solamente una chiche, y con ella amanta varios diablitos que juegan a su alrededor. Mientras los hombres van a pedirle favores, si quieren tener dinero y ser afortunados en el juego y el amor.
Es la tía Colasa de los cuitlatecos de Tierra Caliente y Hendrichs nos la cuentan así: “Hace muchos años el diablo tuvo una hija india aquí y esta fue Tía Colasa que vivía en una cueva allá al otro lado de aquel cerro. El diablo la había dotado con el don de dar mucho poder a los hombres. Los jóvenes que querían ser buenos jinetes y grandes lazadores, y que pedían buenas huertas de chile, jitomates y cebollas, tenían que hablar con ella. Pero se necesitaba ser muy valiente porque de día cuando iba uno a su cueva, no se veía más que una pequeña abra en el risco y el piso un poco hundido como una olla, y de noche sólo con la ayuda de un nahual podía uno entrar en la roca que se abría como por encanto. El nahual llevaba brasas y hacía una lumbre en la olla donde calentaba una tortilla que daba al joven que venía con él. Luego se abría la cueva y adentro estaba un oso con las fauces abiertas. Cuando se asustaba el joven y corría afuera se cerraba la cueva y en vez de la tortilla que creía tener en la mano, se hallaba con una torta de paja de vaca. Los valientes pasaban al lado del oso o lo mataban y entonces se abría otra cueva donde estaba un lagarto muy grande. A este había que pasarlo brincando o arrastrándose debajo de su panza y luego se abría la última cueva donde estaba sentada Tía Colasa. Tía Colasa no tenía más que un pecho que daba a mamar al joven que con esto lograba todos los dones que deseaba.
Dice Hendrichs que los “chanes” juegan un papel en la imaginación mística de los indios cuitlatecos. “Los chanes son criaturas como monitos, que viven en el arroyo y los paredones. Cuando se acerca el hombre, se esconden luego en el agua y se hacen invisibles”, cuando juegan a una persona quedan todos aguados y babiecos. Fumando se puede entrar en el arroyo y bañarse, así los chanes no afectan a las personas. Acá se acostumbra colocarles a los niños un escapulario de tabaco o un ojo de venado para evitar sea atacado por los esos entes que llamamos “chaneques”.
Felipe Fierro en su libro Tierra mojada dice que “los chaneques son unos niños güeros, cabellos rubios que viven y juegan en los arroyos y en los amates, por eso los niños no deben ir a bañarse solos”.
Si un niño les cae bien juegan con él, si no, le pegan y llegan incluso a matarlos; los niños que han muerto por estas circunstancias, se les nota en la nuca una manita pintada, a otros nada más los juegan dejándolos tiesos o aguados y babeando.
Hubo un tiempo que en Los Valles  los niños se morían jugando en el patio. Nada más caían cuando estaban jugando, cuando ya estaban muertos tenían el cuello suelto con una mano pintada y moretones. Se decía que eran los chaneques los causantes de esa epidemia y así pasaban los días y se seguían muriendo. María del Refugio Galindo dice que “hasta los años setenta el pueblo vivió en la oscuridad”.
Aun después que este cronista nació en Los Valles, los niños de mi edad se comenzaron a morir cuando andaban jugando, caían desnucados con una manita pintada en la nuca, era la marca de los chaneques, por eso yo dormía rodeado de almohaditas de ajo y tabaco. O me ponían cerquita la camisa sudada del tío Crescencio, dicen que así no se acercaban los chaneques que estaban por todos lados.
El hijo de una mujer tenía seis meses de nacido cuando murió en el arroyo de Las Mariposas. Con su esposo lo llevaban a la ciudad caminando por el tramo de carretera recién abierta. Cuando se dieron cuenta su cabecita venía aguada y no se le sostenía. Lo quisieron reanimar pero, nada se pudo hacer. En la nuca tenía pintada una manita negra. Ella entró llorando de regreso al barrio con el niño en brazos. Le habían dicho: “Mujer llévate ajo o tabaco entre los pañales del niño”, incrédula no hizo caso.
José Martínez Ibarra me contó que en el camino a Los Valles, antes de llegar al Arroyo Grande, había una ceiba grandísima, como por ahí pasaría la carretera varios hombres la derribaron con hacha y cuando cayó del hueco que tenía en sus entrañas salieron corriendo varios niños desnudos que se perdieron en la espesura del bosque. A veces pienso que los chaneques manifestaban su inconformidad, por la llegada de la carretera y el derribamiento de tantos árboles, matando o jugando a los niños.
Esporádicamente en nuestra tierra se escuchan de voz de los viejos historias de nahualismo, para Hendrichs el nahual “representa la personificación del temor del hombre a la misteriosa influencia maligna de sus prójimos”, mientras los chanes “encarnan el vago temor a los males que amenazan al hombre de parte de la naturaleza”, para combatir a estos últimos todavía sigue viva la idea de los antiguos sacerdotes indígenas de que el humo del tabaco era capaz de contrarrestar la influencia maligna de los demonios de la naturaleza enemigos del hombre”.

Hay cierta magia en la forma de vida de los atoyaquenses, tanto del bajo como de La Sierra, hay hábitos que son una forma de defenderse de lo desconocido, como vestir de rojo a los niños para curarlos de la tosferina, lo que también se cura con la leche de burra negra. Colocar la escoba atrás de la puerta para que se vaya la visita indeseable, echar agua vendita en toda la casa menos en una esquina, para que por ahí salga la maldad. 

domingo, 14 de febrero de 2016

Los cuitlatecos


(Quinta parte)
Víctor Cardona Galindo
El académico de El Colegio de México Aurelio González dice que las leyendas tienen un valor de verdad. Es decir “cuando se está contando una leyenda se está estableciendo un pacto de verdad entre el transmisor y el receptor. Esto es, quien cuenta la historia la da por verdadera, pero para darla por verdadera también sus receptores tienen que asumirla como verdadera”.
“Algunos de los recursos para establecer este acto de verdad es que la leyenda no tiene un principio formulístico como el del cuento, del tipo ‘había una vez’, sino que se ubica en un tiempo y en un espacio claramente identificados por el receptor; esto es, ‘allá por la acequia vieja’ o ‘en el centro de la ciudad’, ‘antes de la Revolución’ o ‘en la época virreinal’ o ‘cuando vivían los aztecas por aquí’… ‘pasó tal cosa’ ”.
“Una leyenda va a poder contar tanto hechos naturales como sobrenaturales, va a poder hablar de distintos personajes. Pero siempre va a ser desde la óptica de los valores que están vigentes para esta comunidad (…) Por lo tanto, lo que se cuenta, una vez que se establece el valor de verdad, tiene que ser además verosímil. Y lo verosímil no quiere decir realista”.
Caritas olmecas, artesanías elaboradas por los
 hermanos Hernández Meza en concha de 
coacoyul. Foto Víctor Cardona Galindo.

Entre las leyendas que heredamos de los cuitlatecos están, la de los arbolarios, la de Nana Colasa, la piedra del venado, el Nacaxqueme, algo de nahualismo y los chaneques. Mismas que siguen presente hasta nuestros días en nuestras poblaciones.
A decir de Hendrichs las leyendas cuitlatecas, demuestran que los antiguos cuitlatecos veneraban al rayo como deidad benigna y benefactora. Los nahuales cuitlatecos acostumbran convertirse en rayos para conseguir algún bien para su tribu.

El rayo niño

A un lado de la iglesia (de San Miguel Totolapan) crecía antes un árbol de cirián o tamarindo. Una noche, durante una tormenta muy fuerte, cayó un rayo en este palo. La gente creía que todo el palo había quedado hecho pedazos, pero cuando vinieron a verlo en la mañana, hallaron que no le había pasado nada. En su follaje descubrieron al rayo que se había atorado entre dos ramas y que se había vuelto un niño güero que, muy asustado, escondía la cara. Algunas gentes trataban de bajar al niño pero no pudieron lograrlo a pesar de que trabajaron todo el día. En la noche siguiente cayó otro rayo en el mismo palo y al día siguiente había desaparecido el niño.

La milpa

Había un señor que tenía una milpa y los tejones y mapaches le hacían mucho daño, comiéndose los elotes. Entonces mandaba de noche a sus dos hijos para cuidarla. Los muchachos buscaban leña y hacían una lumbre para calentar las tortillas que habían traído. Cuando estaba bien dormido el más chico, el mayor empezaba a comer brasas hasta llenarse el estómago y luego se convertía en un rayo, subiendo al cielo donde andaba toda la noche. Antes del amanecer, volvía a al milpa y se transformaba de nuevo en muchacho.
Una noche cuando creía bien dormido a su hermanito y se daba a comer brasas, este le sorprendió y luego le preguntó porque se tragaba las brasas. Entonces el otro le invitó a que hiciera lo mismo, pero el chico no quiso porque temía quemarse la boca. El grande le rogó mucho y al fin, el chico se comió un pedacito que no le hizo daño. Entonces los dos comieron brasas hasta ponerse barrigones. Luego se convirtieron en rayos y con dos truenos muy fuertes pegaron el volido al cielo. El grande tomó el rumbo del sur y el más chico se fue al norte y quedaron en que se juntarían en la milpa a la madrugada.
Pero resultó que el mayor de los hermanos llegó a buena hora a la milpa y el más chico no apareció. Así que el grande tuvo que irse solo a su casa. Su papá le preguntó porque no venía el chico y dónde se había quedado, a lo que contestó que su hermano se había quedado cuidando la milpa y que él no más venía por las tortillas.
En la noche siguiente el más grande se convirtió luego en rayo para ir en busca de su hermanito. Pronto se encontró con otros rayos amigos suyos y les preguntó que si no habían visto a un rayito, hermano suyo y le dijeron que en una barranca se veía un rayito que estaba atorado en una piedra. Allá se fue luego, vio a su hermano y con un gran trueno estalló sobre la piedra para desatorarlo y se lo llevó consigo. Cuando llegaron a la milpa, el grande preguntó al hermanito porque se había atorado y éste le dijo que había visto una culebra grande que había querido matar y que con esto se había atorado.

Estas leyendas que Hendrichs encontró en San Miguel Totolapan y registró como el cuento de Los rayos. Tienen similitud a nuestras leyendas que también heredamos de cuitlatecos.  Para nosotros los arbolarios, son niños que nacen cabezones y comen brasas, para luego convertirse en bolas de fuego que a media noche surcan el cielo rumbo al mar para matar serpientes gigantes. Si no vuelven, dice la leyenda, es que la serpiente se los comió.
Una familia de El Ticuí solía pasar todos los años nuevos en las faldas de cerro Cabeza de Perro, a orilla de las limpias aguas del majestuoso río Atoyac. Una noche cuando estaban festejando, vieron pasar, entre los árboles que adornan la montaña, una pequeña bola de fuego que volaba río arriba. No tenía ni un minuto que había pasado cuando se escuchó un estruendo que por poco los deja sordos. Suspendieron el festejo y pasaron el resto de la noche en silencio. Al día siguiente, con el amanecer, se vino una monumental parvada de zopilotes que nubló los contornos, entonces los hombres de la familia fueron a donde bajaban los zopilotes. Encontraron esparcidos por el lugar los restos de una gigantesca serpiente verde, parecía que la había destrozado la explosión de una granada, solamente la cabeza y la cola estaban intactas. Los zopilotes se peleaban las vísceras y despegaban sus restos de las piedras a picotazos. La familia no volvió a festejar el Año Nuevo en ese rancho, que abandonaron por la inseguridad abrumó la zona y por lo inusitado de este fenómeno. Nunca habían visto una culebra tan grande. La bola de fuego sigue pasando por el rumbo, hace poco sorprendió a los habitantes de San Juan de las Flores.

La mujer arbolario

Mi abuela Victoria contaba que en determinado pueblo de la sierra, nació una niña; era normal como todas, en el carácter y en su desarrollo, pero sus padres advirtieron que mucho le gustaba contemplar el fuego, atizaba el fogón hasta que las llamas crecían; muchas veces tuvieron que alejarla del horno porque le gustaba que estuviera prendido siempre, y cuando se apagaba lloraba inconsolable.
Una noche todo el pueblo se escandalizó porque la niña no estaba en su cama. Sus padres despertaron a los vecinos para que les ayudaran a buscarla; buscaron toda la noche alrededor de la población y no la encontraron. La sorpresa de todos fue que antes del amanecer la pequeña estaba en su cama ¿Cómo era posible que se hubiera regresado sola  a sus escasos tres años?, durante los años siguientes las desapariciones ­–de las que su familia se enteró– fueron frecuentes.
Hasta que un día, cansados de esta situación, decidieron no dormir para ver a dónde iba, la espiaron y se percataron que como a las doce de la noche se sentó y fue a la cocina, despacio fueron tras ella, tenían la firme convicción de que caminaba dormida, pero para su sorpresa la encontraron desesperadamente comiendo las brasas del fogón, que antes de irse a la cama atizó con tanta insistencia, y antes de que pudieran evitarlo se puso roja y se convirtió en una bola de fuego que salió volando por la ventaja.
La señora ya había escuchado hablar de los arbolarios; en esos momentos se dio cuenta que su hija de apenas cuatro años era uno de ellos, el matrimonio se quedó asustado esperando el regreso de la pequeña; escucharon un fuerte trueno que resonó en los cerros; al poco rato la bola de fuego entró por la ventana y se fue apagando a poco a poco, la mamá corrió a abrazarla y llorando le imploró que no lo hiciera otra vez, la nena contestó que no le pidiera eso, que al contrario, de ese día en adelante trajeran leña de puro corazón para que las brasas duraran y pudiera cumplir su misión.
La niña fue creciendo entre los comentarios, la gente decía que  la casa en que habitaba estaba embrujada, pues todas las noches veían como se elevaba una bola de fuego, semejante a un sol pequeño, que ha mediana velocidad surcaba el aire, en ocasiones podía vérsele hasta que se perdía atrás de los cerros. Cuando el papá escuchaba los comentarios se quedaba pensativo, no quería revelar el secreto familiar. Todo marchó bien hasta que esa niña se convirtió en una muy hermosa mujer.
Los padres ganaron fama de ser muy celosos, no permitían que ningún joven se le acercara, pensaban que nunca debía casarse, porque en cualquier momento podría perder la vida  en el cumplimiento de su deber.
Llegó el momento que no se pudo más, la joven se enamoró y el novio pidió su mano. Cuando el pretendiente y los pedidores se presentaron ante los padres, el señor aprobó el casamiento diciendo –sí, te concedo la mano de mi hija, pero con la condición de que el fogón de la chimenea siempre esté prendido a la hora que se vayan a dormir; es un capricho que mi hija tiene desde niña, y no debe faltar la leña–.
El joven la amaba tanto que no preguntó para qué eran las brasas y el fogón encendido por las noches. Se casaron y el nuevo matrimonio se apartó a vivir a su propia casa, el esposo cumplía con los caprichos y acarreaba mucha leña para que siempre estuviera  prendida la chimenea.
Al poco tiempo procrearon una hija preciosa igual que su madre, tenía meses de haber nacido, cuando el esposo se enteró que su mujer comía las brasas de la chimenea, se ponía roja y en la oscuridad de la noche se convertía en una bola de fuego que al volar se perdía tras de los cerros, asustado quiso tomar a su hija en brazos y abandonar a su esposa, pero tuvo miedo a que de todas maneras los encontrara y les hiciera daño. Así que esperó, y advirtió a lo lejos como la bola de fuego se acercaba hasta meterse por la ventana de la cocina, para luego apagarse y retornar al cuerpo de mujer, él le pidió una explicación, ella contestó con tristeza, –Si el creador permitió que te enteraras es que mi fin está cerca–, y le contó que era una arbolaria y que había venido a este mundo para cumplir con una misión, tenía que salir todas las noches a matar serpientes que en los mares ya han crecido mucho y son un peligro para la humanidad, pero hay ocasiones que los arbolarios no pueden matar a la serpiente y se los come. Cuando el arbolario triunfa se escucha un trueno que resuena entre los cerros y cuando pierde se acentúa el silencio de la noche.
Así, todas las noches veía como, su esposa comía brasas, y se encendía en llamas hasta elevarse al cielo, escuchaba el trueno y respiraba aliviado, al poco rato entraba la bola de fuego por la ventana. Hasta que un día no escuchó el trueno, esperó toda la noche y al amanecer lloraba mirando con tristeza a su hija que dormía inocente en la cama.


sábado, 6 de febrero de 2016

Los cuitlatecos


(Cuarta parte)
Víctor Cardona Galindo
De nuestros ancestros cuitlatecos heredamos costumbres que conservamos hasta nuestros días, sobre todo en los pueblos de La Sierra. Como el gusto por comer iguana, el atole de achote, desgranar el maíz en tlapextles, el uso de trampas como el cacaxtle para atrapar palomas y chachalacas, el chunde para agarrar camarones, la gamitera para atraer el venado y la tigrera para emboscar al jaguar. También heredamos algunas leyendas y supersticiones.  
Teófilo Dondé y López indio cuitlateco de Ajuchitlán escribió en la revista México Antiguo de 1941 sobre Las costumbres cuitlatecas antes y después de la evangelización, comenta: “A la ida de los españoles por la Guerra de Independencia, se taparon y se derrumbaron las minas por órdenes de ellos y ahí quedaron tapadas”. Dice que sus antepasados “eran trabajadores, honestos y honrados y de orden moral, respetuosos con todo el mundo, y más si se trataba de un jefe o algún anciano que peinaba canas. Adoraban al sol, al fuego, a las estrellas, a los vientos, a las montañas y a los ídolos que representaban el sol o alguna divinidad de los pueblos vecinos. La aparición de cometas y la falta de lluvias del temporal se atribuía al enojo de las divinidades de los templos, y había castigos y azotes a los hijos desordenados y mujeres libres eran apresadas y estacadas en lugares apartados para el desagravio de los dioses”.
Alba Iris Urioso Castro, ex comisaria de Santo Domingo,
 sostiene un cuerno de toro que es símbolo de mando 
en La Sierra. Tocándolo los comisarios convocan al pueblo
 a las asambleas y a las fajinas. También lo tocan, el algunos
 lugares, para llamar al rosario y cuando hay contingencias. 
Foto Víctor Cardona Galindo.

Entre los cuitlatecos la mujer era muy cuidada, de la edad de 7 años a los 20, la niña no salía a la calle a hacer mandados ni compras; en su casa cuando llegaba gente extraña, no se presentaba, antes se escondía para no ser vista, y si salía, iba bien tapada con el rebozo o con las manos; únicamente se les miraba en las grandes fiestas religiosas.
“En todas las cuadrillas o pueblos chicos de cuitlatecos, sólo se adoran y reverencian a las cruces de madera maciza que mandan bendecir al curato y la colocan en el lugar preferente del altar y se visitan en los viernes por los empleados y vecinos del barrio, pues, en pueblos grandes hay 5 a 10 capillas de adoración de la cruz, sin admitirse otros efigies, con excepción  de Guadalupe, la Patrona de México”.
Dondé y López dice que la principal fiesta era la adoración a la cruz el 3 de mayo, que sólo competía con la fiesta de la virgen de Guadalupe. De ahí tenían rituales para plantar y recolectar la rosa de Cempasúchil. Hacían fiesta para lavar la ropa de los santos y adornaban las escobas con las que barrían los templos y también hacían fiesta el 24 de diciembre. Eran comunes las atoleadas y las jicareadas. Era común también el uso del Teponaxtle en las fiestas de los pueblos.
“Los cuitlatecos eran dados al baile y a las danzas, de cuchilla, de negros tecuanes, marqueses, moros, comedias, loas y simulacros de guerras, de toreros, de cazadores”. Pescaban con yerba en los ríos, y en mar con anzuelo, tarraya, guaruca, nazas, fisgas, redes y otras trampas de noche, cuando los pescados duermen en las riberas del río o lagos.
Por su parte Pedro Hendrichs, al recorrer la región en 1939 encontró que se sembraba con el chuzo con o sin punta de fierro. Este instrumento, que actualmente subsiste con el nombre de “palo para la siembra” era precisamente un palo de madera de un metro de longitud hecho de madera dura como ocotillo, parotillo, diente de molino o tepuzcuahuil. El extremo superior de este palo tiene la superficie plana y lisa de un diámetro conveniente para apoyar en ella la palma de la mano al clavar la punta en la tierra.
Para desgranar el maíz, nos comenta Hendrichs, que en San Miguel Totolapan, zona cuitlateca, no usaban la rueda de olotes llamada “olotera” para desgranar, sino un dispositivo ingenioso llamado tlapextle que es como una cama de varas de otate. Sobre los bordes laterales así como una de las cabeceras colocan unas cortinas o paredes de 30 o 40 centímetros de alto, hechas de cañas secas de maíz en forma de persianas a las que llaman chiname.
Dice Hendrichs que esta cama se cuelga entre dos árboles o postes a una altura de poco menos de un metro sobre el suelo y una posición inclinada hacia la parte abierta. Luego se llena con mazorcas ya deshojadas y tres hombres, armados con garrotes pesados, empiezan a golpear rápidamente las mazorcas para hacer saltar los granos. El maíz cae al suelo a través de los intersticios de los otates y los olotes van bajando poco a poco hasta caer por el lado más bajo.
Los tres hombres que aporrean las mazorcas trabajan al compás, de manera que a cada golpe de un garrote sigue inmediatamente el golpe del segundo y luego el golpe del tercero, es decir, no golpean ni simultánea ni desordenadamente. Otros tres hombres trabajan alrededor de la cama, cuidando las mazorcas y echándolas de nuevo hacia arriba si aún tienen granos, también “ventean” el maíz y lo van recogiendo para encostalarlo. Después de cada dos cargas de mazorcas desgranadas, los dos grupos se alternan. Con este aparato pueden desgranarse de 20 a 24 cargas en un día.
Hendrichs encontró, en la zona cuitlateca, cierta influencia cultural de parte de los matlatzincas, el gran pueblo que habitaba las regiones al norte de la cuenca del Río Balsas y que sostuvo relaciones amistosas con los tarascos de Michoacán. Estas influencias eran: el uso de la honda, como arma de defensa y cacería; la costumbre de los cuitlatecos de desgranar el maíz, aporreando las mazorcas sobre una cama de otates y la misma costumbre de la Costa Grande de hacer este trabajo en el canchire, y la red de mecate para transportar las mazorcas de la milpa a la casa. A pesar de que este instrumento tiene un nombre nahua aún en tierra de los cuitlatecos, trae a la memoria lo que Sahagún dice de los Matlatzincas, que también desgranaban el maíz, aporreándolo dentro de una red.
Comenta Hendrichs en su libro Por tierras ignotas que los primitivos cuitlatecas, sobrevivían cultivando productos como el maíz, algodón, chile, frijoles, camotes, calabaza, chía, pepitas y quelites, que eran los mismos cultivos de toda Mesoamérica, aunque para los cuitlatecas eran más importante el maíz, la calabaza y el chile. Su variada alimentación incluía hierbas y productos de la caza y de la pesca. También debieron usar como alimento a los venados, conejos, guajolotes, faisanes, palomas, codornices, patos, iguana, perdiz, chachalaca y armadillo.
Don Eduardo Para, Yito Parra, dice que el atole de Santo o sea el atole de achote, que se reparte durante la cuaresma, durante las fiestas a Jesús de Nazaret, es herencia que nos dejaron los cuitlatecos. Porque los atoyaquenses somos descendientes de aquellos primitivos cuitlatecos de los que heredamos también la costumbre de comer iguana. Unos de nuestros platillos típicos y ahora prohibidos por las leyes ecológicas. Sin embargo la iguana en caldo de jitomates o el chile verde, sigue siendo deliciosa y más si tiene huevos. Y después de comer un caldo de iguana “ve uno lejos”, dice mi papá.
Dice Hendrichs que en la zona cuitlateca, en 1939, el campesino no era cazador en el sentido estricto de la palabra porque no disponía del tiempo necesario y su régimen alimenticio estaba basado preponderantemente en el maíz y que no tenía la necesidad de hacer esfuerzos para conseguir carne.
De las armas para cacería que encontró en su recorrido fueron escopetas antiguas conocidas como cuaxtleras y que en todas las casas no faltaba una resortera. Para cazar las aves utilizaban el cacaxtle que se sigue utilizando hasta nuestros días en La Sierra. Se construye con tres hilos y varas.
Continúa diciendo el mismo autor que la caza de la paloma o huilota era, tal vez, el deporte que menos fatigas les causaba, porque no había que alejarse mucho de la casa para practicarlo y que utilizaban una red muy ingeniosa que daba muy buenos resultados. Asimismo menciona un método para cazar los patos en grandes cantidades, “que consiste en ir formando poco a poco una caseta redonda de varios metros de altura con su techo bien amarrado, dejando nada más una entrada ancha para que los patos puedan entrar a comer un poco de maíz que ellos colocan”.
“Cuando el cercado está lleno de patos cierran la puerta con un mecate, quedando atrapadas grandes cantidades de ellos. También se caza la iguana, por su carne que es muy solicitada debido a su sabor casi igual al de la gallina, cazándola a pedradas al sorprenderlas cuando toman el sol sobre las rocas inmediatas a sus guaridas, o atrapándolas vivas con un pequeño lacito en el extremo de un carrizo, después de hipnotizar el animal con un canto o con un chiflido”. 
“El animal que más abunda en la serranía, sin que falte por completo en la planicie, es el venado, debiendo ser el cazador un hombre de mucha resistencia, porque tiene que recorrer distancias bajo condiciones muy adversas”. Para cazar venado se valían de un pequeño instrumento de carrizo llamado ‘gamitadera’ o ‘gamitera’ para imitar la voz del animal.
“Es la gamitera un pequeño instrumento que se hace de dos pedazos cortos de carrizo, uno de ellos es de un diámetro mucho más pequeño de modo que entra forzadamente el otro. Se cubre uno de los extremos del carrizo delgado con una ‘telita’, como membrana del ala del murciélago o un pedazo de la epidermis de cualquier carne, se le restira bien y así se introduce en el extremo del otro carrizo. Si es necesario, se completa el cierre hermético con un poco de cera”.
Menciona, que una vez cazado, al abrir el venado, lo primero que examina el verdadero cazador, es las entrañas, para buscar cierta piedra bezoar.  Si tiene suerte de dar con ella, la guarda con mucho cuidado, porque es un talismán que le brindará fuerza agilidad y buena suerte. Siempre la lleva en una bolsita, pero no debe olvidar de mojarla todos los miércoles y sábados, si no quiere que pierda su fuerza mágica. Los cazadores creen firmemente que existe el rey de los venados, es una animal macho más grande y más corpulento, con pinta de blanco, que nombran chaxihue.
Todavía, en La Sierra, los cazadores se valen de instrumentos ingeniosos, uno de ellos es la tigrera, que se fabrica usando un bule, al que le hacen un agujero en el fondo y le colocan un cordón de mecahilo embarrado de cera de miel de palo. Se jala el cordón y cuando pasa por el hoyo del bule produce un sonido semejante al rugido del jaguar. Con este instrumento se llama al felino para que caiga en la mira del cazador. También eso lo heredamos de nuestros ancestros.
En la zona cuitlateca está presente la onza, animal mítico del que se platican muchas leyendas. “La gente que ha visto al animal, lo describe como de menor estatura y corpulencia y con el color más claro que el león (puma), especialmente en el lomo. Otro rasgo característico de la onza, se dice, es que no tapa el resto de su presa después de devorar una parte, lo que si suelen hacer tanto el tigre (jaguar) cono el león. Hay quien dice que la onza no es otra cosa que ‘la mula del tigre’, (una especie de hibrido) es decir, un bastardo infecundo, hijo de tigresa y león; ‘cuando la tigresa está en brama y no encuentra a su macho, admite al león y el producto es la onza’ ”, recogió Hendrichs. Cuando el campesino emprende un viaje y ve una zorra atravesando su camino frente a él, prefiere regresarse, para evitar los peligros que le aguardan. Esa superstición es ancestral.
En La Sierra se ha tenido la creencia de que el caldo de pito real es decir, de un cocimiento del cuerpo entero del pájaro con plumas, intestinos y todo, sirve infaliblemente para curar la epilepsia. “El pito real es el más grande de los pájaros carpinteros de la región, más o menos del tamaño de una paloma mensajera. Tiene un plumaje muy vistoso: el cuerpo, las alas y la cola son de color negro de azabache, pero la garganta y el pecho visten plumitas amarillentas moteadas de gris y la cabeza está adornada con un moño de grandes plumas color rojo encendido”.
También Hendrichs hizo un extenso estudio de las técnicas, que usaban los cuitlatecos, para la extracción de metales en las minas que encontró en la Tierra Caliente y determinó que la explotación la realizaban con la ayuda de piedras de río labradas en uno de sus extremos a manera de mazas o cuñas y/o con la acción del fuego. Indicios de minas de cobre prehispánicas es posible observar en los municipios de Ajuchitlán y San Miguel Totolapan, principalmente. Hendrichs, después de visitar la región, da más detalles del uso de los tecomates o bules tipo calabaza para cruzar el río. Por eso El río de las Balsas.