Para Cristina, ese
regalo travieso que me dio la vida.
Víctor
Cardona Galindo
Estos
días a veces dan mucha tristeza. Para mí en lo particular, de niño, el festejo
de la Navidad y el Año Nuevo fue muy triste. Esos días mis familiares se
emborrachaban, entre copas y llantos era la única vez, en todo el año, que decían
que me querían. Un Año Nuevo me la pasé toda la noche llorando atrás de unos
costales de café, viendo a mis mayores embrutecerse con mezcal. Otro Año Nuevo
me lo pasé frente a una fogata en el asoleadero de una huerta de café. Es decir
para mí, de niño, los festejos de Navidad y Año Nuevo fueron traumáticos. Esos
días, para los grandes, era beber.
Foto
1.- Casa típica en Huertas Viejas municipio
de Coyuca de Benítez. Foto: Víctor Cardona Galindo.
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Ya de
joven, estos días, también me los pasaba borracho. En 1988 me la pasé borracho
los 15 días de las vacaciones decembrinas. Una vez me pelee y otro Año Nuevo un
pistolero estuvo a punto de matarme. Pero desde hace veinticinco años
pertenezco a la cofradía de San Expedito, o sea que no ingiero bebidas
embriagantes. Ya sin alcohol comencé a sufrir todos los años una tristeza
interna que justificaba pensando que no había podido recuperar a mi hijo mayor.
Pero también en la familia había un miembro que, todos los años, parecía que
tenía la manda de echarnos a perder la fiesta. Comenzaba a beber desde temprano,
siempre se le botaba la canica y todas las mujeres, incluyendo mi compañera, se
ponían a llorar.
Hace
veinte años por primera vez coloqué en mi casa un árbol de Navidad, fue a
iniciativa de Víctor Jesús que exigió un pino con sus luces y música. Era ya 24
de diciembre y no encontré un pino que se acomodara a mi economía, estaban muy
caros, pero mi amiga Graciela Radilla Rivera me regaló un pequeño pino que no
soportaba encima la serie de luces y tuvimos que pegarlo, con Resistol, al piso
para que no se cayera. Hacía un mes que había nacido Cristina, por primera vez
sentí la felicidad en estas fiestas. Cristina iluminó nuestras vidas. Ese día a
nuestro loco familiar se le volvió a botar la canica, pero nosotros, Víctor
Jesús y yo bajamos al suelo a Cristina y nos acostamos alrededor de nuestro
pinito. No nos importó lo que pasaba alrededor. Nosotros éramos felices.
Con el
tiempo considero que no solamente el nacimiento de Cristina trajo luz a
nuestras vidas. También fue que yo había iniciado un programa de reparación de
daños, había perdonado y pedido perdón a muchas personas que en el pasado
ofendí. Me había perdonado por dejar mi carrera, había perdonado a mi padre por
su abandono y dejé de odiar, pero sobre todo dejé de competir con los logros de
los demás, derribé el ídolo que había construido de mí.
De
niño proyecté que sería el hombre más exitoso que se haya conocido. Tendría la
casa más grande de El Ticuí, pero no se cumplieron muchas metas y eso hacía
sentirme culpable y enojado conmigo.
Pero
para 1998 ya estaba trabajando para recuperar al hijo que yo abandoné, estaba
dando pasos seguros para concluir una carrera y me estaba enfocando en mi
proyecto de vida. Del cual, a pesar de que las necesidades de la familia hacen
alejarme, siempre vuelvo a él con coraje. Con el tiempo sé que no siempre se
cumplen las metas, pero me empeño en ser mejor cada día. Las traiciones y
desencantos siempre están asechando en cada esquina. Pero a mí no me preocupa
porque trato de ser asertivo y siempre hago lo que me corresponde y un poco
más. Trato de ser honesto con mis pensamientos y con lo que digo. Pero sobre
todo no odio a nadie. No pienso en venganza alguna ni compito con nadie en sus
logros. Me alegro cuando veo a los de mi generación con un carro nuevo. No
todos tuvimos la misma plataforma de lanzamiento. Tengo lo poco que he podido
obtener con mi esfuerzo, no le he robado nada a nadie, ese es mi orgullo. Hoy
estoy tranquilo porque siempre hago lo que me corresponde, por eso es que
siempre estoy contento en estos días y satisfecho. Este año que termina hice
todo lo posible por avanzar en mi proyecto de vida, ese me da alegría. Y en
veinticinco años no he probado una gota de alcohol, aun así soy alegre,
disfruto de la vida y bailo hasta con el canto de los grillos.
Natalia
Sonó
el teléfono de la Presidencia. Ese día me había quedado de guardia en la tarde
y contesté. Buscaban al director de reglamentos y espectáculos. Eran los del
Ayuntamiento de un municipio del centro del estado. Explicaban que habían hecho
un estudio entre las mujeres de los burdeles de ese lugar y que una mujer de
nombre Natalia había salido positiva de VIH
virus que provoca el Síndrome de Imunodeficiencia Adquirida (SIDA).
Según ellos era una mujer que venía de Tijuana y que había estado trabajando
unos días en ese lugar. Tenían información que después del estudio había huido
para Atoyac o para Zihuatanejo. Dieron la descripción, era rubia, un metro
sesenta y cinco centímetros de estatura, de ojos cafés claros.
Lo
primero que hice fue pasarle el reporte al director de reglamentos que,
inmediatamente, salió en operativo con una patrulla de la policía y encontraron
a Natalia, una chava que trabajaba en La Escondida y cuya descripción encajaba
con la que nos habían dado de aquel Ayuntamiento. Estaba yo arriba en la
oficina de la sindicatura, cuando vi que la trajeron, al verla bajar con su
pelo negro y un mechón rubio. Me puse frío, el estómago se me heló y los
testículos se me hicieron más pequeños de lo que son.
Es que
en el Ayuntamiento teníamos una cofradía de cabrones que estábamos en constante
comunicación con los de reglamento, cada vez que llegaba “ganado” nuevo en los
burdeles le caíamos. Éramos los primeros que les hacíamos la prueba, sobornando
o chantajeando a los dueños de los antros.
“Amor
de cabaret /que no es sincero /Amor de cabaret /que se compra con dinero /Amor
de cabaret /Poco a poco me mata. Sin embargo yo quiero /Amor de cabaret”
Cuando
llegó Natalia, me comentó un inspector de reglamentos —llegó
en la mañana una buena a La Escondida, —y por la noche fuimos. El dueño del bar era un
viejo conocido, me la apartó en una mesa y le dijo —hoy
te quedas con mi amigo—. Esa noche al calor de
la copas hice el amor con Natalia, dos raund, de tres caídas, fueron a puño
limpio. Era de esas mujeres complacientes, al cliente lo que pida. Al otro día
como a la una de la tarde volví a buscarla en su cuarto y volvimos a estar
juntos. Nos hicimos amigos, me dijo que venía de Tijuana. En ese tiempo todas
las meretrices venían de Tijuana, aunque fueran de El Camarón municipio de
Acapulco.
Por
eso cuando la vi, ese día desde arriba de la oficina de la sindicatura, sentí
que me iba a pegar diarrea. En ese tiempo, 1990, no se conocía ningún enfermo
de VIH por estos lugares. Se decía que alguien había llegado del Norte con la
enfermedad y que se murió secó, era el puro esqueleto, cuando espiró. Que la
enfermedad comenzaba a manifestarse con granos en las axilas y diarreas. Esa
noche tuve fiebre y un poco de vómito.
Se la
llevaron ese mismo día, ya entrada la nochecita, en una ambulancia, rumbo a al
municipio donde la requerían para ver, si ella, era la rubia enferma. Yo por si
las moscas, terminé con mi novia, sin más explicaciones: le dije solamente que
ya no quería seguir con ella, que no la quería. La pobrecita lloró, lloró y
lloró. Yo solamente pensaba que tenía la enfermedad y que cualquier rato
moriría seco en el puro esqueleto, como los perros cuando comen sapo.
Todos
esos días me la pasé comiendo poco, retraído y un poco serio, todos me
preguntaban — ¿y ahora porqué tan serio? — Nada explicaba y sólo recordaba los ojos de Natalia
cuando la subieron a la ambulancia. Así pasaron dos meses cada día estaba peor,
sentía que me daba diarrea, con cualquier cosa me enfermaba del estómago,
seguido tenía calenturas, estaba como entelerido y vivía angustiado. Hasta que
un día, el 5 de mayo, recuerdo que preparaba el programa alusivo a la Batalla
de Puebla. Estaba acomodando el sonido, cuando al fondo de la plaza cívica vi
una mujer de pelo negro y de ojos claros que se reía. Era Natalia. Me fui
derechito a ella y a boca de jarro le pregunté —
¿Qué, no te habían llevado por sidosa? —, me
reprochó —vale que ayudaste cabrón—, le explique que nada pude hacer.
Me
dijo —esos pendejos me confundieron, me
llevaron, pero luego llegaron con una mentada Oralia que estaba trabajando en
Zihuatanejo y esa era la enferma, —pero tú
dijiste que venías de Tijuana. —Pendejo, para
empezar yo no me llamo Natalia, así me pongo para trabajar y no soy de Tijuana
soy de Acapulco y estoy sana.
La
Cuesta del Pedo
Tenía 19 años y siendo por primera vez funcionario del
Ayuntamiento, auxiliar de Actividades Cívicas era mi puesto y mi jefe fue
Heriberto Muñoz Castillo, ahora mi compadre, un hombre de los más serios,
horados y comprometidos que conozco. El primer domingo de enero de 1991 me
mandaron a cambiar el comisario del Ojo de Agua. Un pueblito perdido atrás de
los cerros, que están frente a Zacualpan. No aparece ni en el mapa del
municipio de Atoyac, fui a buscarlo, entré caminando por Cayaco municipio de
Coyuca de Benítez. Pregunté primero en Rancho Alegre y me dijeron que tenía que
caminar hasta llegar a Pie de la Cuesta, una pequeña población que estaba antes
de subir la Cuesta del Pedo. Una vez ahí tenía que pedir información del rumbo
a seguir, así lo hice. Precisamente al pie del cerro me dio hambre, vi una
pequeña cuadrilla de casas de bajareque donde rondaban unas gallinas sueltas.
Los gallos cantaban. Hablé en una casa y nadie contestó, solamente un gallo
cacareo escandalosamente, hable en otra vivienda y otra vez mi voz se fugó en
el vacío.
Era puras chozas, típicas de esa región, construidas
de bajareque con el techo de palapas de palma de cayaco y alisadas con barro
rojo y amarillo. Entonces vi una casa de donde salía una pequeña columna de
humo gris, hablé nadie contestó y la rodeé para ver donde estaba la puerta.
Para mi sorpresa ese jacal no tenía puertas ni ventanas, eso ya no me gustó,
sentí que se me enchinaba el cuero, pero de pronto de un costado de la casa,
por abajo, levantando un pedazo de petate, salió a gatas un viejita, totalmente
chimuela y risueña, — ¿que quiere maestro? —Me preguntó al momento
de que se paraba—, la señora era una anciana chaparrita, cubierta por
un vestido totalmente viejo y sucio. Le dije —quiero almorzar—, luego diciendo —pásele pues— se agachó y alzó el pedazo de petate para que a gatas
entráramos los dos a la choza. Le pregunté por qué la casa no tenía puertas. Y
mientras echaba unas tortillas y calentaba los frijoles —me contestó, —es que cuando se
emborracha el vecino le quiere caer a mi nieta, que está sola porque su marido
se fue a trabajar a los Estado Unidos. — ¿Y quién es su nieta? —La interrogué, —es la mamá de aquel
chamaco —me contestó, y me señaló la hamaca. No me había
percatado que en una hamaca que colgaba del techo, estaba dormido un bebe de
unos cuatro meses de nacido. — ¿Y su nieta? —Pregunté —ella anda trabajando recogiendo cayaco.
Me contó que, todos los habitantes de la comunidad
vivían de recoger cayaco largo y después de recogerlo y secarlo, lo vendían en
la ciudad de Atoyac a los de la casa Galeana. Ellas vivían solas y un vecino
borracho varias veces intentó caerle a su nieta, por eso cerraron las puertas
de la casita y le dejaron solamente un hoyo al ras del suelo, que por la noche
retacaban de leña y si alguien quería entrar de un garrotazo, en la cabeza, no
se salvaba.
Terminé
de comer y me fui. Llegué al Ojo de Agua, donde también comí, me dieron unos
frijoles con salsa de tomate y queso de cabra. No pude hacer el cambio del
comisario. Porque en el pueblo ya solamente quedaban tres casas que habitaban
las familias de tres hermanos. Había un grupo de casas de bajareque y techo de
palma cayéndose. Sólo esas tres estaban en perfectas condiciones, el comisario
desde hacía tres años era uno de los tres hermanos. Me dijo que las demás
familias se fueron porque un Año Nuevo se pelearon a balazos y hubo una
matazón. Ninguna autoridad subió y fueron enterrados en silencio, todos en una
fosa común. Familiares, amigos y enemigos yacen unidos por la muerte, son los
primeros y únicos muertos del camposanto. Yo creo que las autoridades
desaparecieron del mapa al Ojo de agua, porque para llegar al él, hay que subir
la Cuesta del Pedo, está demasiado inclinada. A la mitad uno se quiere rajar y
ya sabrán, que se siente cuando los aires nos abandonan por todos escapes y
accesos. Aunque al llegar a la planicie, como premio el visitante, se encuentra
con un verde prado sombreado por majestuosas palmeras de cayaco que llenan de
fronda un terreno plano que atraviesa un arroyo de cristalinas aguas. El vital
líquido emana del manantial que da nombre a ese pequeño pueblito: El Ojo de
agua.
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