martes, 22 de mayo de 2018

El negro Daniel Ríos Ozuna



Víctor Cardona Galindo
Daniel Ríos Ozuna era una leyenda viviente. Había escapado de las Islas Marías, salvó los muros de agua atestados de tiburones. En ese tiempo no se tenían noticias que otra persona haya logrado tal proeza, por eso algunos lo veían también con cierta incredulidad. Ahora cualquiera se escapa de esa colonia penal. Los temidos carnívoros acuáticos se escasearon cuando una aleta llegó a costar 50 dólares, los pescadores los atrapaban con desesperación buscando hacer fortuna.
Fotonovela “Islas Marías” que se editó en los años sesenta
 y setenta, del siglo pasado, que narraba casos desgarradores
 de presos internados en la colonia penal de esas islas
 del océano Pacífico. Foto: Víctor Cardona Galindo.    
 Se sabe que en toda la historia del penal de las Islas Marías han escapado más de 70 reos, de los cuales la policía recuperó a cuatro en tierra, dos en una boda en Sinaloa; algunos no alcanzan llegar a la costa y lo que podría ser una fuga se convierte en un rescate. Pero a la mayoría los han dado por muertos.
En 1957 un caso cimbró la región y todo el estado de Guerrero. Los millonarios Joseph Mitchel y Edith Hallock fueron asesinados y sus cuerpos arrojados al mar por sus verdugos. Él un neoyorquino prominente y ella una millonaria de la Gran Manzana vinieron para vacacionar en nuestras playas y encontraron la muerte. La historia la escribió para El Sur Anituy Rebolledo Ayerdi.
Ante la presión de la prensa internacional el gobernador de Guerrero, Darío Arrieta Mateos, ordenó a jefe de la Policía Judicial Guillermo González, resultados inmediatos. Pero como el escándalo tomaba proporciones mayores, la temible Dirección Federal de Seguridad (DFS) se hizo cargo de las investigaciones por instrucciones del propio presidente de la República Adolfo Ruíz Cortines.
Luis Fenton Calvarruzo, Rudy un pocho propietario de la agencia de viajes del hotel Las Hamacas, la misma que vendió el “paquete lunamielero” a los ancianos desaparecidos, se aprestó a colaborar con las investigaciones. Pero la policía ató cabos y arrestó finalmente a Fenton Calvarruzo el 5 de febrero, dos semanas después de la desaparición de la pareja neoyorquina.
De ahí se llamó “el caso Fenton” y llegaron a este puerto mexicano más de 50 agentes del FBI-Ofician Federal de Investigaciones de Estados Unidos, para investigar sobre la muerte de Joseph Mitchel y Edith Hallock.
El caso afectó a la población porque en la búsqueda de los cuerpos murió el tritón  de los mares el tecpaneco Apolonio Castillo, quien al permanecer mucho tiempo sumergido se descompensó y murió el 11 de marzo de 1957.
“El tal Rudy no aguantará ni la primera vuelta de la tuerca, escribe Anituy Rebolledo.
–¡Fue Ríos Ozuna, fue el negro Daniel Ríos Ozuna! ¡Fue él quien los mató, yo no quería matarlos, yo solo quería robarles sus joyas! —chilla el texano de 35 años, con residencia de varios años en Acapulco y casado con acapulqueña.
–Pinche culero de la chingada, fue él quien planeó todo para quedarse con las joyas de la vieja, fue él quien se los chingó –aúlla en su turno el lanchero Daniel Ríos Ozuna, negro tizón del barrio de La Candelaria.
–¡Negro maldito, no seas rajado y di las cosas como fueron! –reprocha Fenton Calvarruzo. –¿Quién los golpeó en la cabeza con el bat? ¿Quién los amarró con plomada para arrojarlos al mar? ¡Fuiste tú, cabrón, no te rajes, hijo de la chingada!.
Hospedados en Las Hamacas, los neoyorquinos Joseph Mitchel y Edith Hallock solicitan a Rudy Fenton un paseo nocturno por la bahía –‘muy romántico’, acota ella– y que incluya los clavados de La Quebrada. ¡Ya está!, ofrece el agente: la lancha La Muñeca estará a sus órdenes en el muelle del hotel a las 8 de la noche. Llevará una generosa dotación de champaña, les comenta y los ancianos sonríen maliciosos.
El paseo continúa bajo la luna de plata hasta dejar atrás las luces de la ciudad. No obstante vivir el invierno de sus vidas, Joseph y Edith se comportan como si la primavera tocara apenas a sus puertas. Embelesados, no percibirán los movimientos extraños del lanchero. Armado con un bat beisbolero, Ríos Ozuna descarga la fuerza de sus 80 kilogramos sobre la cabeza del anciano (‘sonó como cuando se parte un coco seco’, recordará cínicamente más tarde). La segunda descarga sobre el rostro de Edith acallará sus angustiosos pedidos de clemencia. Luego, el sonido del mar engullendo dos cuerpos humanos.
Más tarde, mientras el Negro Ríos asea cuidadosamente la lancha, Rudy saquea los cuartos de los turistas neoyorkinos, carga con las joyas de ella y los cheques de viajero de él. Ambos se reunirán al día siguiente en una cantina del centro. Ahí el empresario dará algún dinero al lanchero con la promesa de que su parte será jugosa. Ello ‘en cuanto pase todo el pedo y se puedan vender las joyas’, lo entusiasma, dice Anituy.
Las penas máximas impuestas a los homicidas Fenton y Ozuna, aun sin cuerpos del delito, serán calificadas como mínimas por un Acapulco indignado y dolido profundamente por la muerte de Polo, a partir de entonces su más joven héroe civil y deportivo.
El negro Ríos dará de que hablar cuando años más tarde salte ‘los muros de agua’ (José Revueltas, dixit), es decir, logre fugarse de las Islas Marías. Vagará por el país para recalar finalmente a su tierra, Atoyac de Álvarez. Fenton por su parte, habría muerto en presidio.
–Usted me confunde, paisanito, yo no soy ese que dice usted, yo soy Hilario Zequeida– responde Ríos Ozuna cuando el reportero de Trópico Enrique Díaz Clavel, lo descubre encamado en el hospital civil Morelos. Y de ahí nadie lo sacará”.
Del caso se han tejido muchas leyendas. “Lo sorprendente del sensacional caso -dice en su libro En el Viejo Acapulco, la escritora Luz de Guadalupe Joseph- es que en el doble crimen no hubo muertos y tampoco hubo asesinato. ¡Fue una simulación! Edith y Joseph Arthur Mitchel vivían!
Narra la escritora que los extranjeros supuestamente asesinados y echados sus cuerpos al mar, resultaron ser dos espías rojos y urdieron su muerte en Acapulco para poder escapar de una tenaz vigilancia de que eran objeto. Dicen que el último sitio donde se les vio años después, fue en una población de Borneo donde eran prósperos industriales holandeses.
Otras versión dice que los turistas estadunidenses Joseph Mitchel y Edith Hallock, asesinados, en el punto conocido como la Yerbabuena, en la bahía de Acapulco, y cuya profundidad aproximada es de 60 metros, eran en realidad espías gringos. Descendientes del propio Apolonio Castillo aseguraron que los estadunidenses trabajaban para la Agencia Central de Inteligencia (CIA, por sus siglas en inglés), y que fueron muertos por agentes del Comité de Seguridad del Estado, conocido como la KGB.
Si este último mito fuera cierto, Fenton se lo llevó a la tumba, porque de que fueron asesinados, fueron asesinados. Con los años Daniel Ríos Ozuna llegaría a su natal Atoyac y contaría a los amigos su versión de la historia…
El propietario del hotel tenía tres lanchas, una la manejaba El Gringo, otra Ríos Ozuna y la tercera otro lanchero cuyo nombre escapa a la memoria. Pero un día llegaron esos viejitos de luna de miel y Fenton le ordenó lo acompañara para llevarlos de paseo y ya estando lejos, en la bahía, Fentón mató al viejito y luego con una pistola en la mano ordenó, a Ríos, que matara a la viejita. Él no la quería matar pero Fenton le dijo – “si no la matas aquí te quedas con ellos”.
La anciana le suplicaba que no la matara y que todas sus joyas serían para él. Sin escuchar las súplicas le pegó con un bate en la cabeza. Luego se movieron a un lugar más profundo del mar, amarraron los cuerpos a muelles de barco y los arrojaron en un cantil. Los cuerpos se sumergieron para no ser encontrados jamás.
Luego El Gringo le ordenó que lavara la sangre de la lancha. El maletín repleto de dinero que traía la pareja fue enterrado en una playa solitaria, solamente tomaron lo necesario para los dos “me sentía con dinero pero culpable”, contaba Ríos Ozuna a sus amigos de Atoyac.
A los tres días comenzaron las noticias de que no aparecían los norteamericanos. Mientras Daniel se dedicó a gastarse el dinero, a beber y disfrutar con los amigos, un poco para matar el dolor y el recuerdo de las súplicas de la anciana que le taladraban los sentidos. Esa viejita que le dijo que toda su fortuna sería para él si le perdonaba la vida.
Por eso le dijo a su mujer que si lo buscaba la policía dijera que estaba en el restaurante Las Brisas. Hasta allí llegaron los detectives ataviados con guayabera y sombrerito blanco. Al llegar los agentes preguntaron -¿quién es Daniel Ríos Ozuna? -aquel dijo -yo -y se paró tratándose de serenar para esperar a los agentes.
De inmediato lo comenzaron a golpear y después de algunas sesiones de tortura, lo llevaron detenido al palacio negro de Lecumberri donde estuvo muchos días parado dentro de una gaveta, con una gota de agua fría cayéndole todo el tiempo en la cabeza. Luego a las Islas Marías donde se la pasaba llorando bajo un árbol, pidiendo al espíritu de la viejita que lo perdonara.
Conocedor del mar, tuvo la suerte que lo pusieron a trabajar en una carpintería. Todos los días se robaba una tablita y se internaba en los montes de la isla para esconderla, igual fue acumulando clavos uno a uno. Contaba que en la sierra de la isla Madre donde se producen maderas preciosas y henequén, había fieras salvajes, boas de grandes tamaños, pero que no le importaba el peligro porque en lo único que pensaba era regresar con su familia.
Un día le pidió al capitán del navío que los visitaba que le comprara algunos metros de lona y tachuelas para hacer una cama. Pero aquél le llevó varios metros y varias cajas de tachuela que no le cobró, porque sabía las condiciones en que vivían los presos. En esos tiempos los reclusos se ocupaban en las salinas, en carpinterías y en la producción de henequén para hacer mecate. La vida en el penal era dura, muchos presos quedaron ciegos de tanto trabajar en las salinas, había riñas en las filas de revista y muchos morían picados por una varilla con punta.
Para escapar se asoció con otros dos presos que eran hijos de familias ricas. “Yo ya tengo la lancha, ustedes consigan dinero”, les dijo. En el monte fueron acumulando, agua dulce, paquetes de galletas, latas de chile y sardinas. Cuando estuvieron listos, una noche de 1961, por una playa solitaria, echaron la pequeña barca al mar y partieron de la isla en silencio. Afortunadamente la pequeña embarcación soportó los embates de las fuertes olas. Muchos días pasaron los tres en alta mar, se les agotaron las provisiones, en la medida que avanzaba el tiempo veían visiones por falta de alimento y agua. Bebían sorbos de agua de mar para soportar la sed. Después de mucho andar en el mar, salieron en una playa solitaria de la costa de Nayarit. Rápidamente se quitaron la ropa reglamentaria de los presos y la enterraron junto con la barca. Desnudos fueron a buscar ayuda argumentando que el mar les había quitado la ropa cuando fueron a pescar. “Solamente se salvó un short con dinero”, dijeron al anciano que les dio de comer y les consiguió unos harapos para vestirse. En agradecimiento le dejaron 600 pesos.
Luego de abrazarse y llorar los tres se despidieron para siempre. Daniel caminó toda la noche y llegó a un rancho al amanecer donde se acomidió a ordeñar. Pidió trabajo diciendo que sabía hacer desde tejas hasta tabiques.
Con el nombre de José Ortega trabajó en ese rancho. Pero un día el patrón mató a unas personas en una fiesta, y al sentir la cercanía de la policía, Daniel salió huyendo por el monte. Anduvo comiendo coco seco en la costa y buscando aventones hasta llegar a un pueblo, donde un anciano le dio a leer un periódico donde decía que tres hombres peligrosos se habían escapado de las Islas Marías. El periódico advertía que si los encontraban en alta mar los iban a bombardear.
En ese pueblo había una fiesta donde ayudó a los del grupo a recoger el equipo, se quedó con ellos a dormir y luego convenció a un chofer que le diera un aventón. Llegó a la Ciudad de México y luego en aventones hasta Petatlán. Fue a pagar una manda con Padre Jesús que lo salvó de morir ahogado y con su manto lo protegió de las patrullas de la Marina que lo buscaban.
Después de cumplir su manda, una madrugada llegó con su familia a la ciudad de Atoyac. Ahí residió muchos años como una leyenda viviente. “Es que nadie escapaba de las Islas Marías”. Mucho mostraba a su familia en una historieta “Islas Marías” la foto de un árbol bajo cuya sombra se la pasaba llorando.  Luego emigró la ciudad de Tijuana donde finalmente murió hace 35 años. Al parecer su cuerpo terminó en la fosa común.



 

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