Víctor Cardona Galindo
En nuestra familia se cuentan historias sobre el día de
muertos, que son la conciencia, que conservan la tradición, porque nadie quiere
que les pase lo que a los personajes de esos relatos. Como lo que le pasó a la
tía Rosaura.
La danza de El Cortés en una ofrenda |
Resulta que una noche Rosaura llegó
de rezar. Anduvo todo el día rezando en las casas del barrio, eran las 10 de la
noche. Su esposo había muerto asesinado hacía ya mucho tiempo y todos los años
el día de los difuntos le prendía una vela, pero ese día llegó cansada y como
ya tenía muchos años de muerto no la quiso prender. Se disponía a dormir cuando
le tocaron la puerta. Una voz de hombre le decía Rosaura, Rosauraaa, ella
preguntó --¿Quién es? Obtuvo un “yo”, por respuesta. Siguieron tocando suavemente
la puerta y repitiendo: Rosauraaa, Rosauraaa. Cuando se decidió a abrir, se
encontró con un hombre joven, que vestía de negro, traía un sombrero, de ala
ancha, del mismo color que le cubría el rostro, le preguntó: ¿Quién eres? —“Soy
yo”—le contestó. —¿Qué quieres? —Dame lumbre para el camino—contestó. Rosaura le prendió una raja de ocote y el
desconocido se fue.
Regresó a la cama y se quedó
pensando en aquel hombre vestido de negro, un buen rato. Cuando estaba por
dormirse, otra vez le tocaron suavemente la puerta, y volvió a escuchar la voz
que repetía su nombre. Nuevamente se incorporó y encontró al mismo joven
vestido de negro con el sombrero que le tapaba la cara, quien le comentó: —se
me apagó la luz, dame lumbre.
Fue por los cerillos y le
volvió a prender la raja de ocote. Aquel hombre regresó unas tres veces
durante la noche porque se le apagaba el
fuego. Era el día de Todos los Santos.
Al siguiente año, después de
que llegó de rezar, el mismo hombre le fue a pedir lumbre.
Era rezadora y se iba a rezar
todo el día desde la víspera del Día de los Angelitos en las casas donde
levantaban altares y ofrendas, comía en las viviendas donde rezaba y sólo
llegaba a dormir a su hogar. Al tercer año de no prenderle cirios a su esposo
muerto, otra vez llegó el hombre vestido de negro, con el sombrero que le
tapaba el rostro, a pedir lumbre.
En una de sus confesiones le
contó al sacerdote que un hombre no la dejaba dormir el día de Todos los Santos,
desde hacía tres años. El padre le preguntó: Le prendes veladoras a tu esposo?
Ella lo negó. — ¿Pues cuántos años de muerto tiene tu marido? —Quince años,
respondió. —Pues préndele una veladora porque ese hombre que viene a molestarte
es tu marido. Entonces se acordó que todos en el pueblo la llamaban Rosa y su
esposo era el único que le decía Rosaura. El siguiente año antes de irse a
rezar, por el día de los difuntos, prendió las velas y el hombre de negro ya no
regresó.
“Hay
muertos que no hacen ruido y son mayores sus penas”.
(Dicho de doña FORTINA ROJAS ARELLANO)
Otra leyenda cuenta acerca de dos
hermanos que se habían quedado huérfanos. Su madre, recientemente, había
muerto. Su padre, hacía mucho. Era el Día de los Angelitos y el día siguiente
se conmemorarían Todos los Santos.
La niña le pidió dinero al
hermano mayor para comprar velas y hacer una ofrenda a sus papás. —No tengo
dinero –contestó– no creas en esas tonterías, el que se muere se murió, ya
jamás regresa, a la noche te voy a demostrar que no vienen, los voy a
espiar. No estés chingando, préndeles un
estiércol de vaca.
La jovencita lloró por la
maldad de su hermano. En la noche el joven se instaló detrás de la puerta,
esperando a que llegaran los muertos, entonces fue cuando escuchó que rezaban,
se asomó y observó un lucerío que venía del panteón rumbo al pueblo, en la
procesión vio muchas personas que traían rollos de velas, otros portaban sólo
una, con la que iluminaban el camino, otros se venían quemando las manos con
veladoras, había personas que nada les alumbraba, caminaban en silencio tras los
demás, solamente su madre traía prendido un estiércol de vaca que le humeaba la
cara, al verla en esas condiciones corrió llorando, hacia el pueblo, a comprar
unas velas para encenderlas en el altar.
No
entiendo porque le ponen bardas a los panteones, si los que están adentro no se
pueden salir y los que estamos afuera no nos queremos meter.
CALILLA.
Cuando es octubre toda la ciudad de Atoyac y los cerros que la
circundan se visten de blanco, las flores cual nieve cubren los bocotales. En
los caminos, flores multicolores alegran el paso, el pericón crece en las
huertas y adorna todo con diminutas flores amarillas. El
bocote (cueramo, le llaman los calentanos) florea en otoño y cuando las flores
caen en la pila de agua, primero flotan y después se aplanan, parecen diminutas
estrellas de mar. Mi ciudad está rodeada de bocotales, son los árboles que
pueblan el panteón y vuelven blanco el camino en Todos los Santos. Las
atoyaquenses del pasado eran muy laboriosas y hacían las coronas para sus
ofrendas con puras flores de este árbol.
Al llegar el primero de noviembre se festeja a los angelitos y el 2 a
los difuntos adultos. Se levantan altares y se colocan ofrendas con las comidas
que le gustaban al fallecido, principalmente, tamales nejos y frito de cuche
(a quien no le gusta una carne de cuche con arroz). Los panteones se
visten de colores, la gente lleva flores a sus antepasados y pinta las tumbas.
Hay quienes llevan al sepulcro la música que más les gustaba a sus difuntos. Es
como ir de día de campo, pero al panteón.
Entre octubre y principios de noviembre las milpas parecen un pedregal.
Las calabazas asoman sus caderas entre el monte que alcanzó a crecer después de
la última limpia. Es el tiempo en que los
difuntos vienen a llevarse el aroma de la comida guiados por las luces de las
velas que se prenden en el altar. Las ofrendas se hacen con productos de la
región y con lo que se acaba de cosechar. Es también como dar gracias por lo
que la madre tierra nos da. Se ofrenda atole blanco de maíz nuevo, conserva de
calabaza, se sacrifica el “marranito” y se hace el frito de cuche. La jícama se da en la milpa y se
va al río por los camarones. Antes, por todos lados había árboles de mandarina
ahora se compra en el mercado, es la temporada y es muy barata.
Desde la víspera de Todos lo
Santos el centro de Atoyac se llena de flores y en las entradas a los panteones
están a la venta el cempaxúchitl, las madroñas, el amaranto (garra de león o
terciopelo) y las africanas. También hay pompones, gladiolas y otras flores que
no son típicas.
“Tradicionalmente se han
puesto en las ofrendas lo que comía el muerto –comenta Enrique Hernández Meza--
carne de cuche con nejo, calabaza con
atole blanco, su vasito de sal, tequila, su taza de arroz con leche,
nacatamales, tamales sordos (hechos con manteca y piloncillo) muchas flores: ensartas de cempaxúchitl, amarantos, madroñas (blancas y moradas) africanas (las
hay silvestres y domesticadas) velas y veladoras, la foto del difunto o de los
difuntos. Se utilizan colores rojos y morados. El morado que significa la
espiritualidad. Muy antiguamente cuando la gente estaba pobre hacían las
coronas de bocotes. Una flor de tipo nube que le llamaban “reunión”, había
mucha en los corredores ahora ya no se usa. En algunas casas les ponían flores
de mariposa y flores de mirto. Todo era silvestre o lo que se daba en la milpa.
Eso de ponerles calaveritas es una tradición chilanga, no nuestra, en el pasado
no se le ponía eso”. Cuando el altar es austero se acostumbra también la flor
de palo de arco.
Mi mamá María del Refugio
Galindo Romero pone su altar desde el 31 de octubre y le prende veladoras a los
angelitos, en este caso a sus hermanitos muertos, les pone: arroz de leche,
mandarinas, jícamas y dulces, todo lo que comían cuando estaban vivos. Ya el
día primero a las 7 de la noche se prepara para esperar a los difuntos mayores
les pone: café y tequila para el abuelo Agustín que murió por el gusto. Unos “puros”
del mercado para la abuela Victorina y
cigarros para los tíos. Para todos tamales nejos,
carne de puerco entomatada, nacatamales, un vaso con agua, un puñito de sal,
pan de muerto, calabaza y atole blanco, tamales sordos y prende velas o
veladoras.
Adorna su altar con cadenas
con flores de cempaxúchitl, madroñas
o mardonias, coloca floreros con africanas y amarantos. Pone papel picado,
cadenas de papel de china con colores, azules con anaranjados, amarillo con
azul, o negro con anaranjado o morado con blanco. Hace un caminito con flores
de cempaxúchitl despicada desde la puerta al altar. Forma una cruz de flores de
cempaxúchitl picada y alrededor se prenden las velas, una para cada difunto,
instala las fotos de los abuelos y los tíos. Coloca su sahumerio con brazas y
copal para sahumar el altar una vez terminado. También pone cervezas, cerillos
y un caldo de camarones porque a mi abuelo Agustín le gustaba mucho ese guiso.
Allá en el barrio, recuerda María del Refugio, que en el pasado ponían un vaso
con agua en la ofrenda, cuando terminaba el rezo del día de los difuntos daban
de beber el vaso con agua al que agregaban un puñito de sal a las invitadas. Los
guisos de las ofrendas se repartían entre los vecinos, se llenaba la mesa de ofrendas
cuando terminaba el rezo, para que todos comieran. Ese día las mujeres
estrenaban vestidos de luto. Se preparaban con tiempo para el festejo.
Recuerda que en Los Valles los
Galindo sembraban cempaxúchitl alrededor de toda la milpa y las mujeres de la
familia invitaban a los vecinos para ir a cortar las flores. Salían a las cinco
de la mañana con canastas y hasta con burros para traer lo cortado, todo era
regalado.
Los altares se levantan el 31
de octubre por la tarde. Antes era común de que a la hora que se terminaba el
altar se tirara un cohete. Todo el día primero se tiraban cohetes. El último lo
tiraban a las 7 de la noche porque a esa hora se prendían las veladoras de los
difuntos.
“Hay
dios que me voy del mundo, porque la tierra me llama, porque cuando la muerte
llegue sólo quedará la soflama”.
FORTINA ROJAS ARELLANO
Y abundando sobre lo que es el
día de muertos en Atoyac, ya se hizo tradición que el 31 de octubre los
estudiantes de la Escuela Preparatoria, Núm. 22 de la Universidad Autónoma de
Guerrero monten sus ofrendas en el patio del plantel, donde los alumnos hacen
gala de su creatividad. Todos los años han instalado sus altares dedicados a
diversos difuntos, pero principalmente a Lucio Cabañas, Juan Álvarez, Francisco
Villa, Emiliano Zapata y al Che Guevara.
Este año se sumaron los altares para Andrea Radilla Martínez, Ascencio Villegas
Arrizón y al entrañable maestro de música de la Preparatoria Feliciano
Hernández, a quien le cantaron su canción favorita “Wendoline”.
“No le
deseo la muerte a nadie, pero Dios bendiga mi negocio”.
EL DUEÑO DE LA FUNERARIA.
Las campanas doblan cuando
alguien muere, si es por la noche al escuchar los dobles todos se preguntan: ¿Quién
moriría? Si no es familiar, al otro día se mata la curiosidad cuando se ve
caminar el cortejo fúnebre por la calle principal, van con el féretro a
despedir al difunto de la parroquia principal, luego al panteón.
Las familias tradicionales
(las más viejas) se siguen sepultando en el panteón en el centro de la ciudad,
ahí descansan nuestros próceres como Gabino Pino González, Pedro Clavel, David
Flores Reinada, Arnulfo Radilla Mariscal y Enedino Ríos Radilla.
Hay otros tres panteones, el
de La Libertad por el rumbo de la colonia Loma Bonita, en donde son enterradas
las familias nuevas; algunos pobres, a los que el Ayuntamiento les regala
terrenos; ahí están enterrados los tres guerrilleros del EPR, muertos en
enfrentamiento: Rodolfo Molina y los dos caídos en el combate de El Guanábano.
Está el panteón de Las Lomas
del Sur, es privado hay que tener recursos para comprar los lotes, ese panteón
era de don Vicente Adame, él tuvo la idea de hacerlo; ahí están sepultados el
químico José Zavala Téllez, doña Fidelina Téllez Méndez, el ex alcalde Germán
Adame Bautista y mi tía Carlota Galindo. Los Nogueda ya abrieron también un
panteón pegadito al de las Lomas del Sur.
Atoyac tiene fama de ser
violento. Últimamente nos invadió la muerte, absurda, sin valor, que da
vergüenza, pero en otros tiempos los muertos con violencia tenían sentido. Se
moría por honor, por pasión política, por la familia, por una mujer, por la
defensa del bosque o la tierra, nuestros muertos eran queridos y recordados, reivindicados.
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