sábado, 12 de noviembre de 2016

Ciudad con aroma de café VII


Víctor Cardona Galindo
Si buscamos un árbol representativo de esta época del año sería el bocote, que florea cuando está cerca el día de Todos los Santos o de los Fieles Difuntos. Pero es además un árbol representativo de la región. Por todos los cerros de la Costa Grande cercanos a la carretera federal serpentean bocotales. Se ven al fondo de las montañas los manchones blancos. En Atoyac ningún camino,  ninguna vereda está exenta de bocotes, hacia donde voltees los ojos los encontrarás. Los patios se tapizan de sus flores blancas, que si se mojan son difícil de barrer, se aferran al suelo como no queriendo abandonar la tierra de donde vienen. Como todos los humanos, siempre volvemos a la tierra de la que somos parte.
Sepelio de Gabina Galindo Pino quien murió de dos años
 porque le robaron la sombra los duendes cuando jugaba
 cerca del arroyo Grande, en Los Valles. 
Foto: Álbum de la familia Galindo.

Los bocotes de la orilla de la ciudad, este año se adornaron con parvadas de pericos que desde hacía años no habíamos visto. También los palos de arco encendieron sus olorosas flores blancas, el pericón con sus diminutas flores amarillas llenó los campos y los quiebraplatos brotaron por todos lados, morados, rojos, azules, rosas y blancos. Los montes se convirtieron en un gran altar, en una fiesta de abejas, de tordos y aves canoras.
Al iniciar noviembre en los hogares costeños huele a copal, a conserva de calabaza, lloran los sartenes y las cazuelas al guisar la carne de cuche con chile rojo. Los vendedores de tamales nejos se multiplicaron por todos lados. Así es la fiesta cuando nos preparamos para recibir el alma de nuestros difuntos, que vienen una vez al año, para deleitarse con el aroma de las comidas y los antojos que más les gustaban.
Desde el 31 de octubre todo el centro de la ciudad de Atoyac se llenó de vendedores de flores de cempasúchil, garras de león (amaranto), africanas, mardonias, coronas y calabazas. Más de 150 campesinos bajaron a vender sus flores, de los pueblos de la sierra y de las colonias de la cabecera municipal. No hubo camino a los panteones que no vendieran flores, comida, conservas y veladoras. Al salir de la casa, solamente hay que llevar dinero, allá encuentras de todo.
Había vendedores por toda la calle Juan Álvarez, frente al puente, por la casa de la cultura, frente a la escuela secundaria federal, en la esquina de Aquiles Serdán con Altamirano, el callejón Niños Héroes estaba a reventar, en 5 de mayo alrededor de Bancomer no se podía caminar y uno de los pasajes del Zócalo estaba abarrotado de flores. Había también quien vendía pan de muerto y calaveritas de azúcar.
Por todo el centro había también vendedores de velas y veladoras. Hay de todos los precios. De acuerdo a lo que prendas así se alumbrará tu difunto al venir en el camino hacia la ofrenda. Si no le prendes nada vendrá en la oscuridad, por eso más vale no ser tan tacaño y comprar una vela que valga la pena. “Las luces de las veladoras hacen las veces de faros que guían a cada alma hacia su altar. Se dice que los alimentos pierden su sabor y olor porque el difunto se llevó su esencia”, eso escribió Elena Poniatowska.
“La muerte en México es fiesta, risa, azúcar, cempasúchil -esa flor amarilla que cubre el campo en noviembre-, veladoras y ofrendas. Y no sólo en México. La calavera, símbolo de la muerte, cubre toda la arqueología de Mesoamérica; la muerte es parte de la vida cotidiana, aparece en el uso diario, en platos, ollas, vasijas, braseros, metates, copales; la muerte no espanta, al contrario, nos recuerda que todo pasa, que todo lo terrestre se acaba, y que llevamos dentro un esqueleto”, dice otra vez Elenita.
El cielo azul y un bocote floreando en el panteón central
de Atoyac. Foto Víctor Cardona Galindo. 

Nuestros antepasados enterraban a sus muertos con ofrendas, así se demuestra en los panteones prehispánicos que se han descubierto al sur del municipio de Atoyac en las riberas de la laguna de Mitla, desde Zacualpan hasta El Tomatal, se han encontrado grandes vasijas con restos humanos en su interior, es una gran zona de panteones prehispánicos. Hay que recordar que Mitla, significa “región de los muertos”, porque viene del náhuatl Mictlan que quiere decir “mundo de los muertos”. Esa es una zona de muertos.
Esta vez con música de viento, al son de guitarra y violín se festejó el tradicional Día de Muertos y se registró una gran afluencia de visitantes que abarrotaron los diferentes panteones del municipio de Atoyac. Los atoyaquenses que habitan en otras latitudes vinieron reunirse con su familia y recordar como cada año, a sus seres queridos que están en la vida eterna.
Familias enteras llegaron desde temprana hora a los cementerios para convivir y compartir los alimentos junto a las tumbas de los ya fallecidos. Colocaron flores, veladoras, coronas, incluso fotografías para sentir la cercanía de sus seres queridos, comentaron anécdotas y los gratos recuerdos que dejó el fallecido en este “valle de lágrimas”.
Antes en los camposantos había un árbol conocido como saladillo que se extinguió, se llenaban de pajaritos que comían sus frutos. Los panteones de este municipio están enmarcados por los bocotes en pleno floreo que sumándole el cielo azul de estos días, el panorama es un mosaico de colores donde predomina el amarillo de las tradicionales flores de cempasúchil y el rojo encendido de las garras de león, y los que pueden colocan pompones, gladiolas, rosas y claveles. Porque aun después de la muerte siguen patente las clases sociales, hay tumbas apenas de tierra y mausoleos muy elegantes adornados con losetas y mármol. De todo encuentras en el panteón. Lo que sí es seguro es que estos días pobres y ricos confluyen en la última morada de sus ancestros.
En estos tiempos del dengue, Chikungunya y el Zika el sector salud han emitido recomendaciones a la ciudadanía para que los arreglos naturales se sustituyan por artificiales, debido a que los recipientes con agua que se utilizan en los panteones, sirven de criaderos de larvas del zancudo transmisor de esas enfermedades. Pero la gente sigue con la tradición y aunque el panteón de vida a muchos mosquitos, los soportarán los que viven cerca, los demás volverán a sus casas lejos de ese gran criadero de insectos.
El Ayuntamiento se encarga de pintar las bardas de los panteones y de tirar la basura. Trabajadores de servicios públicos, saneamiento básico y personal de Protección Civil mantienen guardias permanentes en los principales accesos al panteón central y demás cementerios del municipio.
El guerrillero Lucio Cabañas Barrientos está sepultado en el Zócalo de la ciudad, las organizaciones sociales, familiares y los devotos cabañistas no se acordaron ahora del obelisco donde están sus restos. “La tumba no tenía flores ni veladoras en la rejilla exclusiva para ello, que estaba llena de basura”, escribió Francisco Magaña.
“Aunque muchas culturas del mundo celebran a sus muertos con diferentes ritos, en ningún país sucede lo que en México: somos los únicos que transformamos nuestros huesos en azúcar, los únicos que hacemos de nuestro cráneo una cabecita de dulce a la que le ponemos nuestro nombre, los únicos que abrimos grande la boca para comernos a nosotros mismos y chuparnos los dedos con las clavículas, las tibias y los peronés convertidos en pan de muerto”, comenta Elena Poniatowska.
Aunque somos muy devotos a nuestros difuntos la verdad es que durante el año, las tumbas permanecen cubiertas de hierbas, a veces ni se ven, pero en Día de Muertos, muchas personas hacen una “feriecita” limpiando, pintando tumbas, vendiendo agua y hasta botes para poner las flores. Hay que reconocer que también hay tumbas abandonadas, que las únicas flores que tienen son las que nacen de forma natural sobre ellas. Personalmente he sorprendido algunos que se roban las flores más bonitas de otras tumbas para ponérselas a sus muertos.
El primero y 2 de noviembre son días de reencuentro familiar y de saludar a los amigos que no vemos en años. Todos vuelven donde tienen a sus difuntos. “Uno no es de ninguna parte mientras no tenga un muerto bajo la tierra”, diría Gabriel García Márquez en Cien años de soledad.
Hay una creencia muy arraigada en el pueblo, que cuando alguien hizo un pacto indebido en la vida con “El Malo”, cuando muere sus riquezas se van con él. Por eso en el momento que expiró coronel Francisco Vázquez, La perra parida; del cerro bajó bufando un prominente toro negro, de un pelaje brillantísimo, que a su paso se llevaba todos los alambres en el pecho, atrás de él se fueron todas las vacas del difunto y sus familiares nunca más las volvieron a encontrar. Se perdieron en la espesura de la Sierra Madre del Sur. Al paso de los años destaparon la tumba de don Pancho para enterrar a una de sus descendientes y donde debieron estar los restos no encontraron nada. La tumba estaba vacía.
Nadie puede vencer a la muerte, “siempre está a nuestro lado izquierdo acechándonos”, le dijo don Juan Matus a Carlos Castaneda. Y Sísifo por querer matar a la muerte fue condenado a llevar una piedra hasta la cima de una montaña y verla rodar hacia abajo en cuanto está a punto de llegar. Así por toda la eternidad. Se dice que los malos y pecadores están colgados sobre un mar de fuego que les quema los pies por toda la eternidad.
Pero nuestros muertos mediante los sueños se comunican con nosotros. Nos dicen como están. Para ir donde está mi abuela Irene por ejemplo, se camina por una vereda rodeada de plantas y flores de anís, al llegar a la cima de una montaña se baja cientos de metros por una escalera de cristal, hasta llegar a una pequeña y hermosa cabaña de tejas, donde todas las mañanas la abuela Irene eternamente pelea con un burro que viene a comerse las flores de su jardín. Y la abuela Victoria todas las mañanas limpia el camino a su casa, aleja las espinas, quita las piedras y arranca las malas yerbas. Ella viene en los sueños para darme una tunda cada vez que hago algo indebido.
Dicen los que saben que los velorios de ahora no tienen chiste. No dan mucha comida, en algunos ni piquete ofrecen y también se llora menos. Los vecinos se han vuelto poco solidarios no asisten a los acompañamientos y los que van a las 11 de la noche ya dejaron sola a la familia doliente. Triste situación.
En los pueblos todavía salen caros los funerales porque dan mucha comida. La gente todavía acompaña y no falta el picadillo que es el platillo más recurrente en los velorios. El picadillo se cocina ablandando la carne de res o de marrano en un caldo con ajo y cebolla. Ya que está cocida la carne se pica, se agrega cebolla picada, hierbabuena y ajo. Se calienta el aceite y se fríe lo que se ha picado, se agrega salsa a base de chile guajillo, ajo, cebolla, cilantro de bolita, comino y el jugo que la carne dejó al sancocharse y se deja hervir; una vez que está todo cocido se sirve con arroz, este platillo suele ser caldoso.
La tía Rosita Santiago Galindo recuerda que, en el pasado atoyaquense, cuando alguien moría al comenzar a velarlo primero lo acostaban en el suelo sobre una cruz de tierra. Luego montaban el altar y enfrente colocaban al difunto sobre una mesa o una cama. Lo tapaban con una tela de punto, transparente y blanca. Hasta el otro día, cuando ya lo iban a llevar a enterrar, entonces lo metían en la caja. Si era joven, invitaban a jóvenes para que acompañaran el cortejo vestidos de blanco y llevaran los lazos que colgaban de la caja. Si era mujer joven pedían prestadas a sus padres seis muchachas que iban vestidas de blanco con coronas de flores blancas y un velo que las tapaba de los pies a la cabeza.
Iban dos jovencitas por cada lado agarrando el listón y las otras dos acompañaban. Toda la gente se incorporaba al cortejo con velas encendidas, rezando, cantando oraciones y alabanzas. Se repartía a toda la gente que acompañaba, flores, velas y un limón agrio con tres clavos de guisar incrustados. Cuando llegaban al panteón apagaban las velas, las entregaban a los familiares y el ramo de flores lo dejaban en la tumba.
El limón con los clavos, que era donado por los vecinos, se acostumbraba para contrarrestar el humor, que es una especie de mala vibra que se queda impregnada en la gente que asiste al panteón o simplemente se lleva el humor de la gente. Hay personas muy sensibles a quienes les da calentura. A veces el humor también provoca que se pasme una herida y los niños se enfermen de coraje.
El cortejo iba por toda la calle y pasaban a la cruz de la iglesia a despedir al difunto y de ahí al Camposanto. Ahora hacen misa de cuerpo presente para despedirse de la iglesia y la gente ya no lleva velas. En aquel pasado que recuerda la tía Rosita, si el difunto era soltero, repicaban y doblaban las campanas. El doble es para los adultos y el repique para los angelitos. Pero al soltero mayor se tocaban de las dos formas. 

Algunos difuntos mayores eran llevados al panteón con música, generalmente era la orquesta la que tocaba en los entierros; también a los angelitos los llevaban al panteón con música, pero para estos el acompañamiento era con una guitarra, violín y un triángulo. Para el novenario repartían pan e invitaban a rezar, diciendo la frase “si el gustoso de acompañar a rezar”. Las mujeres acompañaban al rosario y ahora ya no quieren rezar.

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