Víctor Cardona Galindo
El pasado lunes 11 de febrero, la ciudad de Atoyac recibió
la visita del gobernador Héctor Astudillo Flores, del Comisionado Ejecutivo de
Atención a Víctimas Sergio Jaime Rochín del Rincón y del primer visitador de la
Comisión Nacional de los Derechos Humanos Ismael Eslava Pérez, quienes vinieron
a poner en marcha el Plan de Atención y Reparación a las Víctimas de la
Violencia Política del Pasado, cuyo programa piloto comenzará en El Quemado. El
evento se desarrolló en la cancha de basquetbol de la Unidad Deportiva de la
colonia Silvestre Mariscal.
Hilario
Rojas Gómez, hijo de María Isabel Gómez Romero, era un niño cuando su madre cayó abatida por las balas de la Policía Judicial aquel 18 de Mayo de 1967. Foto: Víctor Cardona Galindo. |
“La armonía de los pueblos de Atoyac se rompió a finales de
la década de los sesenta –dijo en ese acto la alcaldesa Yanelly Hernández
Martínez - cuando llegaron los soldados, buscando a los guerrilleros. Traían
una lista de nombres y preguntaban si conocían a Lucio Cabañas Barrientos, si
conocían a Genaro Vázquez Rojas. Los soldados eran muchos, y estaban por todos
lados, aún en esas poblaciones donde nunca se vio un guerrillero. Mucha gente
nunca supo porque la torturaron y nunca supo porque se la llevaron”.
Debido a ese acto, el tema se vuelve a poner en primer
plano en las Páginas de Atoyac, por eso a partir de hoy en éstas Crónicas del
Palacio hablaremos de la Guerra Sucia.
El maestro Lucio Cabañas Barrientos se fue a la sierra
después de la masacre del 18 de mayo de 1967 para formar su guerrilla del
Partido de los Pobres y su Brigada Campesina de Ajusticiamiento. El también
maestro Genaro Vázquez Rojas se escapó de la cárcel de Iguala el 22 de abril de
1968 y también se refugió en la sierra de Atoyac para formar su Asociación
Cívica Nacional Revolucionaria (ACNR).
La
ocupación militar
A raíz de esos levantamientos armados vino la respuesta del
gobierno, comenzó lo que se llama Guerra Sucia, Terrorismo de Estado o Guerra
de Baja Intensidad, un periodo negro que va de finales de la década de los sesentas,
setentas y principios de los ochenta del siglo pasado. La primera respuesta del
gobierno federal fue la ocupación militar de todas las comunidades de la sierra.
Según un informe del 22 de septiembre de 1974 había 2 mil
291 militares en la Costa Grande, agrupados en el 19, 27, 32 y 38 Batallones de
Infantería de la 27 zona militar, que eran reforzados por mil 799 soldados de
la 35 zona militar de los Batallones de Infantería 40, 49 y 50. Además 178
soldados del Tercer Batallón de Infantería con matriz en el Campo Militar
Número Uno, 212 militares más del 56 Batallón con matriz en el Campo Militar
Número Uno y 281 efectivos de la Tercera Brigada de Fusileros Paracaidistas con
sede en el Campo Militar Número Uno. Si sacamos la cuenta, de los datos
oficiales, eran 4 mil 762 soldados cercando la zona de conflicto. En un
municipio de 33 mil habitantes siete batallones significaron un soldado por
cada seis habitantes. Un pelotón era suficiente para someter y llenar de terror
una pequeña cuadrilla sierreña. Pues 10 mil de esos habitantes estaban en la
cabecera.
En el informe anterior no se menciona a los miembros de la
Policía Judicial Militar, a los integrantes de Dirección Federal de Seguridad
(DFS) ni a los agentes de la Policía Judicial del Estado, tampoco a los
miembros de la Policía del Estado que también se multiplicaron por toda ésta
microrregión. Pero además los militares suplieron todas las funciones del
gobierno, desde los servicios médicos y daban órdenes a las autoridades
municipales. Y cuando el comandante de la policía preventiva José María Patiño
se les enfrentó, entonces los soldados tomaron el Ayuntamiento y se llevaron
todas las armas. También se hablaba de un oficial encubierto que desde un bar
compraba lo robado, había agentes policiacos infiltrados en carpinterías,
incluso uno la hizo de coime durante muchos años en un billar.
Esa ocupación militar significó detenciones ilegales, tortura,
desaparición forzada de personas, ejecuciones extrajudiciales, desplazamiento
forzoso de la población. En ciertas zonas concentraron las pequeñas poblaciones
en una más grande. Incluso algunas comunidades como Las Cuevas desaparecieron
para siempre. Los campesinos dejaron abandonados sus amínales domésticos, y sus
cosechas, que ya nunca pudieron recuperar. El cerco a la guerrilla significó hambrear
a la población civil de la sierra.
La ocupación militar trastocó las costumbres y afectó
moralmente a las comunidades. Los pueblos estaban acostumbrados a realizar sus
necesidades fisiológicas al aire libre. Cuando llegaron los soldados, estaban
por todos lados, y la gente no podía salir al escusado ni por las noches. En
los pueblos de la sierra los hombres y mujeres se bañaban en los arroyos
arropados por la intimidad de la naturaleza, ya no se pudo hacer. Los soldados enamoraban a las doncellas cuando
iban por agua al manantial y algunas quedaron embarazadas por cabrones de los
que nunca se supo sus verdaderos nombres.
En nuestros pueblos sumidos en la ignorancia, algunos
campesinos creían que por tener amistad con un soldado ya se llevaban con el
gobierno. Algunos humildes labriegos por solamente una palmadita en el hombro,
de los uniformados, les dieron santo y seña de lo que sabían sobre la guerrilla.
Otros cobijaron a los soldados en sus casas como si fueran reyes dándoles todo
lo que tenían.
Las canchas de basquetbol que construyó el gobierno
sirvieron para que aterrizaran los helicópteros para llevarse a la gente
denunciada. Muchos hombres encontraron trabajo en las carreteras que se
abrieron a pico y pala, pero de ahí, donde estaban trabajando se los llevaron
los cuerpos policiacos sin mediar orden de aprehensión.
Los
cateos
De pronto una mañana amanecían sitiados todos los caminos y
los soldados regresaban a todos los hombres que iban a sus milpas a trabajar y
juntaban, a toda la población, en las canchas. Como ocurrió en El Ticuí el 20
de septiembre de 1974 y en Los Valles la mañana del 27 de enero de 1975, cuando toda la comunidad
fue revisada por personal del 27 Batallón de Infantería.
“Ahí tenían a todos, todo el día, bajo el rayo del sol, a
pesar de que los niños lloraban porque tenían hambre y sed, a los soldados, que
solamente recibían órdenes, poco les importaba. Llamaban de uno, a los jefes de
familia y lo llevaban a su casa para buscar armas. No dejaban ir a nadie de las
chanchas hasta que terminaban de juntar las armas, que recogían en costales
desarmando a todos los pueblos. No dejaban ni siquiera un rifle para la
cacería. Eso era muy trágico porque los campesinos de la sierra, y del bajo,
complementaban su dieta alimenticia con la cacería de animales silvestres como:
el venado, el jabalí, la iguana o la chachalaca”, dijo la presidenta municipal
de Atoyac, el pasado 11 de febrero, ante un auditorio lleno de familiares y
víctimas de la Guerra Sucia.
“Todavía a muchos campesinos se les nubla la mirada al
recodar como, por la tarde llegaban los helicópteros para llevarse sus armas de
cacería. Así también se llevaban a los prisioneros que en esos cateos eran
identificados como simpatizante o miembros de la guerrilla. Algunos de los capturados fueron
obligaron a guiar a las fuerzas militares por la sierra, descalzos y sin
alimentación, a pura agua”, agregó Yanelly quien dijo que por su juventud no le
tocó vivir éstos hechos pero los conoce por boca de sus padres y de sus abuelos.
Los
retenes
En el caso del Rincón de la Parotas, los helicópteros
aterrizaron en la entrada de la comunidad que durante casi una década vivió sitiada
por un destacamento militar que no se movía del panteón. Desde ahí tenían a la
vista ese pequeño caserío y delatores como Juan Benítez se dieron el lujo de
denunciar a mucha gente.
Muchos detenidos fueron trasladados a
las comunidades en helicópteros durante los cateos para que delataran gente
como sucedió con Zacarías Barrientos. A otros como el caso de Victorino Iturio
Jacinto y Santiago Hernández Ríos, El
Pingüino, los llevaron a los retenes militares donde, vestidos de verde,
subían a los autobuses a identificar a los jóvenes guerrilleros que trataban de
escapar; muchos de estos así fueron detenidos. Algunos volvían ingenuamente a
sus comunidades de origen, donde fueron delatados y aprehendidos.
En la entrada de la ciudad, en el
lugar que le llamábamos el Tejaván, la Policía Judicial tenía un retén;
el Ejército en San Andrés y en La Y Griega, más
los retenes volantes que se instalaban sin previo aviso en diversas partes de
la carretera. En esos
retenes operaban las famosas madrinas, que en la mayoría de los casos
eran guerrilleros detenidos y torturados por el Ejército hasta obligarlos a
delatar a sus compañeros. Victorino Iturio Jacinto estuvo mucho tiempo en el
retén de La Y Griega y El Pingüino en
el retén de Xaltianguis. Dichas “madrinas” subían a los camiones de
pasajeros y si reconocían a alguien, esa persona era bajada con lujo de
violencia. La mayoría de los que fueron detenidos de tal manera nunca más regresaron
a sus hogares. Otros regresaban muy golpeados orinando sangre.
Para el pueblo de Atoyac el periodo de la Guerra
Sucia o de Terrorismo de Estado significó mucho sufrimiento, muchos niños se
quedaron sin sus hogares, sin sus padres que le garantizaran una educación y
así vieron truncados sus sueños y su futuro. Muchos dejaron sus pueblos y se
fueron a vivir a ciudades desconocidas en ese desplazamiento forzoso que afectó
a muchas familias y aquellos que se quedaron en sus comunidades al resistir el
asedio militar, sufrieron hambre, porque cuando el Ejército Mexicano cerró el
cerco la guerrilla del profesor Lucio Cabañas Barrientos racionaron los
alimentos.
Fue en 1974 cuando el Ejército
obligó a la gente de las pequeñas cuadrillas de la sierra a concentrarse en las
comunidades más grandes y más pobladas. Levantó un censo casa por casa en cada
poblado, para saber cuántos vivían en cada habitación y racionarles los
alimentos. Familias compuestas por seis miembros, 10 kilos de maíz por semana,
dos kilos de azúcar, dos de frijol y dos de arroz. El hambre cundió la sierra, en los pueblos no había más para comer que lo poco
que les daba el entorno, plantas silvestres y plátanos hervidos. Las familias para equilibrar la
ración, revolvían la masa con plátanos verdes y camote de platanillo. Otros
recurrieron a comerse los cangrejos que habitaban los arroyos que en otro
momento jamás hubieran comido.
Muchas cosechas se perdieron. Los campesinos no
querían salir a sus milpas por el temor a ser detenidos, torturados y
desaparecidos.
“Ningún campesino podía llevar bastimento o agua al campo; antes de salir a
trabajar eran minuciosamente revisados, les señalaban horas para regresar a
comer y horas para llegar por las tardes, tenían que reportarse diariamente… se
le prohibió al comercio vender, más de diez kilos de maíz semanales por cada
familia serrana, también se les prohibió vender más de un kilo de azúcar, de
frijol, arroz y otra cosas… A los campesinos se les registraba antes de salir a
trabajar y de regreso tenían que reportarse a la hora que les indicaban. “Cada
barrio estaba sitiado; hasta para ir a lavar la ropa al río o al arroyo
teníamos vigilancia”, registró don Simón Hipólito Castro escritor nacido en Los
Tres Pasos.
De ese periodo cruento hay casos emblemáticos como
El Quemado donde los campesinos reunidos en la cancha del lugar, el 5 de
septiembre de 1972, fueron detenidos y llevados en helicóptero al puerto de
Acapulco, en el pueblo únicamente quedaron las mujeres. En el mismo caso está
El Rincón de las Parotas, donde la lista de desaparecidos es grande. Pero
ninguna comunidad del municipio de Atoyac se salvó de esa represión, todas
tienen en su haber una numerosa lista de desaparecidos.
El 5 de septiembre llegó el Ejército al pueblo El Quemado como a
las 8 de la mañana y poco después,
como a las 10, arribó el general Joaquín Solano Chagoya con dos helicópteros y ordenó a un capitán: “Le haces así
como te dije” y se fue con los helicópteros.
Y después, “el capitán nos dijo que nos fuéramos todos a la cancha de
básquetbol. Los militares traían una lista con los nombres de los que vivíamos
en la comunidad y nombrando a cada uno los formaban, los metían a una casa
cerca de la cancha y adentro los amarraban de pies y manos y luego los llevaban
en helicóptero al cuartel de Atoyac que todavía estaba en construcción”.
“Nos tuvieron igual amarrados, sentados en el piso y sin comer
como veinte días. Nos golpeaban mucho. Ahí murió un señor que se llamaba Goyo
Flores, ellos los mataron a patadas”, dijo Nicolás Valdés a Laura Castellanos.
Del cuartel de Atoyac se los llevaron al puerto de Acapulco donde estuvieron
prisioneros cuatro años, salieron de la cárcel en 1976, sin tener ningún
delito.
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