lunes, 18 de febrero de 2019

Crónicas del Palacio XVIII


Víctor Cardona Galindo
El pasado lunes 11 de febrero, la ciudad de Atoyac recibió la visita del gobernador Héctor Astudillo Flores, del Comisionado Ejecutivo de Atención a Víctimas Sergio Jaime Rochín del Rincón y del primer visitador de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos Ismael Eslava Pérez, quienes vinieron a poner en marcha el Plan de Atención y Reparación a las Víctimas de la Violencia Política del Pasado, cuyo programa piloto comenzará en El Quemado. El evento se desarrolló en la cancha de basquetbol de la Unidad Deportiva de la colonia Silvestre Mariscal.
Hilario Rojas Gómez, hijo de María Isabel Gómez Romero, era un niño
 cuando su madre cayó abatida por las balas de la Policía Judicial aquel
 18 de Mayo de 1967. Foto: Víctor Cardona Galindo.     

“La armonía de los pueblos de Atoyac se rompió a finales de la década de los sesenta –dijo en ese acto la alcaldesa Yanelly Hernández Martínez - cuando llegaron los soldados, buscando a los guerrilleros. Traían una lista de nombres y preguntaban si conocían a Lucio Cabañas Barrientos, si conocían a Genaro Vázquez Rojas. Los soldados eran muchos, y estaban por todos lados, aún en esas poblaciones donde nunca se vio un guerrillero. Mucha gente nunca supo porque la torturaron y nunca supo porque se la llevaron”.
Debido a ese acto, el tema se vuelve a poner en primer plano en las Páginas de Atoyac, por eso a partir de hoy en éstas Crónicas del Palacio hablaremos de la Guerra Sucia.
El maestro Lucio Cabañas Barrientos se fue a la sierra después de la masacre del 18 de mayo de 1967 para formar su guerrilla del Partido de los Pobres y su Brigada Campesina de Ajusticiamiento. El también maestro Genaro Vázquez Rojas se escapó de la cárcel de Iguala el 22 de abril de 1968 y también se refugió en la sierra de Atoyac para formar su Asociación Cívica Nacional Revolucionaria (ACNR).
La ocupación militar
A raíz de esos levantamientos armados vino la respuesta del gobierno, comenzó lo que se llama Guerra Sucia, Terrorismo de Estado o Guerra de Baja Intensidad, un periodo negro que va de finales de la década de los sesentas, setentas y principios de los ochenta del siglo pasado. La primera respuesta del gobierno federal fue la ocupación militar de todas las comunidades de la sierra.
Según un informe del 22 de septiembre de 1974 había 2 mil 291 militares en la Costa Grande, agrupados en el 19, 27, 32 y 38 Batallones de Infantería de la 27 zona militar, que eran reforzados por mil 799 soldados de la 35 zona militar de los Batallones de Infantería 40, 49 y 50. Además 178 soldados del Tercer Batallón de Infantería con matriz en el Campo Militar Número Uno, 212 militares más del 56 Batallón con matriz en el Campo Militar Número Uno y 281 efectivos de la Tercera Brigada de Fusileros Paracaidistas con sede en el Campo Militar Número Uno. Si sacamos la cuenta, de los datos oficiales, eran 4 mil 762 soldados cercando la zona de conflicto. En un municipio de 33 mil habitantes siete batallones significaron un soldado por cada seis habitantes. Un pelotón era suficiente para someter y llenar de terror una pequeña cuadrilla sierreña. Pues 10 mil de esos habitantes estaban en la cabecera.
En el informe anterior no se menciona a los miembros de la Policía Judicial Militar, a los integrantes de Dirección Federal de Seguridad (DFS) ni a los agentes de la Policía Judicial del Estado, tampoco a los miembros de la Policía del Estado que también se multiplicaron por toda ésta microrregión. Pero además los militares suplieron todas las funciones del gobierno, desde los servicios médicos y daban órdenes a las autoridades municipales. Y cuando el comandante de la policía preventiva José María Patiño se les enfrentó, entonces los soldados tomaron el Ayuntamiento y se llevaron todas las armas. También se hablaba de un oficial encubierto que desde un bar compraba lo robado, había agentes policiacos infiltrados en carpinterías, incluso uno la hizo de coime durante muchos años en un billar.
Esa ocupación militar significó detenciones ilegales, tortura, desaparición forzada de personas, ejecuciones extrajudiciales, desplazamiento forzoso de la población. En ciertas zonas concentraron las pequeñas poblaciones en una más grande. Incluso algunas comunidades como Las Cuevas desaparecieron para siempre. Los campesinos dejaron abandonados sus amínales domésticos, y sus cosechas, que ya nunca pudieron recuperar. El cerco a la guerrilla significó hambrear a la población civil de la sierra.
La ocupación militar trastocó las costumbres y afectó moralmente a las comunidades. Los pueblos estaban acostumbrados a realizar sus necesidades fisiológicas al aire libre. Cuando llegaron los soldados, estaban por todos lados, y la gente no podía salir al escusado ni por las noches. En los pueblos de la sierra los hombres y mujeres se bañaban en los arroyos arropados por la intimidad de la naturaleza, ya no se pudo hacer.  Los soldados enamoraban a las doncellas cuando iban por agua al manantial y algunas quedaron embarazadas por cabrones de los que nunca se supo sus verdaderos nombres.
En nuestros pueblos sumidos en la ignorancia, algunos campesinos creían que por tener amistad con un soldado ya se llevaban con el gobierno. Algunos humildes labriegos por solamente una palmadita en el hombro, de los uniformados, les dieron santo y seña de lo que sabían sobre la guerrilla. Otros cobijaron a los soldados en sus casas como si fueran reyes dándoles todo lo que tenían.
Las canchas de basquetbol que construyó el gobierno sirvieron para que aterrizaran los helicópteros para llevarse a la gente denunciada. Muchos hombres encontraron trabajo en las carreteras que se abrieron a pico y pala, pero de ahí, donde estaban trabajando se los llevaron los cuerpos policiacos sin mediar orden de aprehensión.
Los cateos
De pronto una mañana amanecían sitiados todos los caminos y los soldados regresaban a todos los hombres que iban a sus milpas a trabajar y juntaban, a toda la población, en las canchas. Como ocurrió en El Ticuí el 20 de septiembre de 1974 y en Los Valles la mañana del 27 de enero de 1975, cuando toda la comunidad fue revisada por personal del 27 Batallón de Infantería.
“Ahí tenían a todos, todo el día, bajo el rayo del sol, a pesar de que los niños lloraban porque tenían hambre y sed, a los soldados, que solamente recibían órdenes, poco les importaba. Llamaban de uno, a los jefes de familia y lo llevaban a su casa para buscar armas. No dejaban ir a nadie de las chanchas hasta que terminaban de juntar las armas, que recogían en costales desarmando a todos los pueblos. No dejaban ni siquiera un rifle para la cacería. Eso era muy trágico porque los campesinos de la sierra, y del bajo, complementaban su dieta alimenticia con la cacería de animales silvestres como: el venado, el jabalí, la iguana o la chachalaca”, dijo la presidenta municipal de Atoyac, el pasado 11 de febrero, ante un auditorio lleno de familiares y víctimas de la Guerra Sucia.
“Todavía a muchos campesinos se les nubla la mirada al recodar como, por la tarde llegaban los helicópteros para llevarse sus armas de cacería. Así también se llevaban a los prisioneros que en esos cateos eran identificados como simpatizante o miembros de la guerrilla. Algunos de los capturados fueron obligaron a guiar a las fuerzas militares por la sierra, descalzos y sin alimentación, a pura agua”, agregó Yanelly quien dijo que por su juventud no le tocó vivir éstos hechos pero los conoce por boca de sus padres y de sus abuelos.
Los retenes
En el caso del Rincón de la Parotas, los helicópteros aterrizaron en la entrada de la comunidad que durante casi una década vivió sitiada por un destacamento militar que no se movía del panteón. Desde ahí tenían a la vista ese pequeño caserío y delatores como Juan Benítez se dieron el lujo de denunciar a mucha gente.
Muchos detenidos fueron trasladados a las comunidades en helicópteros durante los cateos para que delataran gente como sucedió con Zacarías Barrientos. A otros como el caso de Victorino Iturio Jacinto y Santiago Hernández Ríos, El Pingüino, los llevaron a los retenes militares donde, vestidos de verde, subían a los autobuses a identificar a los jóvenes guerrilleros que trataban de escapar; muchos de estos así fueron detenidos. Algunos volvían ingenuamente a sus comunidades de origen, donde fueron delatados y aprehendidos. 
En la entrada de la ciudad, en el lugar que le llamábamos el Tejaván, la Policía Judicial tenía un retén; el Ejército en San Andrés y en La Y Griega, más los retenes volantes que se instalaban sin previo aviso en diversas partes de la carretera. En esos retenes operaban las famosas madrinas, que en la mayoría de los casos eran guerrilleros detenidos y torturados por el Ejército hasta obligarlos a delatar a sus compañeros. Victorino Iturio Jacinto estuvo mucho tiempo en el retén de La Y Griega y El Pingüino en el retén de Xaltianguis. Dichas “madrinas” subían a los camiones de pasajeros y si reconocían a alguien, esa persona era bajada con lujo de violencia. La mayoría de los que fueron detenidos de tal manera nunca más regresaron a sus hogares. Otros regresaban muy golpeados orinando sangre.
Para el pueblo de Atoyac el periodo de la Guerra Sucia o de Terrorismo de Estado significó mucho sufrimiento, muchos niños se quedaron sin sus hogares, sin sus padres que le garantizaran una educación y así vieron truncados sus sueños y su futuro. Muchos dejaron sus pueblos y se fueron a vivir a ciudades desconocidas en ese desplazamiento forzoso que afectó a muchas familias y aquellos que se quedaron en sus comunidades al resistir el asedio militar, sufrieron hambre, porque cuando el Ejército Mexicano cerró el cerco la guerrilla del profesor Lucio Cabañas Barrientos racionaron los alimentos.
Fue en 1974 cuando el Ejército obligó a la gente de las pequeñas cuadrillas de la sierra a concentrarse en las comunidades más grandes y más pobladas. Levantó un censo casa por casa en cada poblado, para saber cuántos vivían en cada habitación y racionarles los alimentos. Familias compuestas por seis miembros, 10 kilos de maíz por semana, dos kilos de azúcar, dos de frijol y dos de arroz. El hambre cundió la sierra, en los pueblos no había más para comer que lo poco que les daba el entorno, plantas silvestres y plátanos hervidos. Las familias para equilibrar la ración, revolvían la masa con plátanos verdes y camote de platanillo. Otros recurrieron a comerse los cangrejos que habitaban los arroyos que en otro momento jamás hubieran comido.
Muchas cosechas se perdieron. Los campesinos no querían salir a sus milpas por el temor a ser detenidos, torturados y desaparecidos. “Ningún campesino podía llevar bastimento o agua al campo; antes de salir a trabajar eran minuciosamente revisados, les señalaban horas para regresar a comer y horas para llegar por las tardes, tenían que reportarse diariamente… se le prohibió al comercio vender, más de diez kilos de maíz semanales por cada familia serrana, también se les prohibió vender más de un kilo de azúcar, de frijol, arroz y otra cosas… A los campesinos se les registraba antes de salir a trabajar y de regreso tenían que reportarse a la hora que les indicaban. “Cada barrio estaba sitiado; hasta para ir a lavar la ropa al río o al arroyo teníamos vigilancia”, registró don Simón Hipólito Castro escritor nacido en Los Tres Pasos.
De ese periodo cruento hay casos emblemáticos como El Quemado donde los campesinos reunidos en la cancha del lugar, el 5 de septiembre de 1972, fueron detenidos y llevados en helicóptero al puerto de Acapulco, en el pueblo únicamente quedaron las mujeres. En el mismo caso está El Rincón de las Parotas, donde la lista de desaparecidos es grande. Pero ninguna comunidad del municipio de Atoyac se salvó de esa represión, todas tienen en su haber una numerosa lista de desaparecidos.
El 5 de septiembre llegó el Ejército al pueblo El Quemado como a las 8 de la mañana y poco después, como a las 10, arribó el general Joaquín Solano Chagoya con dos helicópteros y ordenó a un capitán: “Le haces así como te dije” y se fue con los helicópteros.  Y después, “el capitán nos dijo que nos fuéramos todos a la cancha de básquetbol. Los militares traían una lista con los nombres de los que vivíamos en la comunidad y nombrando a cada uno los formaban, los metían a una casa cerca de la cancha y adentro los amarraban de pies y manos y luego los llevaban en helicóptero al cuartel de Atoyac que todavía estaba en construcción”.
“Nos tuvieron igual amarrados, sentados en el piso y sin comer como veinte días. Nos golpeaban mucho. Ahí murió un señor que se llamaba Goyo Flores, ellos los mataron a patadas”, dijo Nicolás Valdés a Laura Castellanos. Del cuartel de Atoyac se los llevaron al puerto de Acapulco donde estuvieron prisioneros cuatro años, salieron de la cárcel en 1976, sin tener ningún delito.




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