viernes, 1 de abril de 2016

Fray Juan Bautista Moya y Valenzuela


(Tercera y última parte)
Víctor Cardona Galindo
Los cronistas de la orden de San Agustín le atribuyen al padre Juan Bautista Moya muchos milagros, resaltan su bondad, su compromiso con el trabajo misional y el sufrimiento que pasó al evangelizar una zona calurosa, llena de mosquitos que le picaban de continuo y caminar, con sus sandalias de suela cruda, por peligrosas veredas escarpadas llenas de alimañas y animales ponzoñosos.
Al llegar Moya y Valenzuela a Pungarabato, en 1552, supo que en esa jurisdicción había indios metidos en la serranía y viviendo en cuevas, que por su aspereza era difícil tener comunicación con ellos y que habían vuelto a la adoración de sus antiguos dioses, los llamó para que salieran de ahí y pudieran asistir a misa, los nativos dijeron que sólo se bajarían a un lugar que tuviera agua cerca para construir sus casas. El padre Moya se puso en oración pidiéndole a Dios les diera agua para que aquellos naturales salieran de la idolatría.
La parroquia Santa María de la Asunción de Atoyac 
luciendo su reloj que fue comprado en la Ciudad 
de México en la joyería y relojería “La Princesa” 
mismo que fue inaugurado el 20 de julio de 1947. 
Foto tomada de la Monografía de Atoyac de Wilfrido 
Fierro.

“De la oración se levantó con tanta confianza, que fue a un lugar con los mismos indios, y señalando con su bordón, les dijo: que cavasen allí, cavaron y salió toda el agua necesaria para aquella gente. Viendo el prodigio tan patente salieron de aquellas hoyancas, y es cierto saldrían de la idolatría, pues el milagro no se había de hacer sin fin muy grande. Duró la fuente, según dicen los de aquella tierra, mientras vivieron allí los que habían salido, que después unos murieron, y otros se acercaron a mayor comunicación”.
Bautista formó pueblos con sus iglesias como en Pungarabato. Fue prosiguiendo su visita hasta llegar a Ajuchitlán, el último pueblo de la provincia de Tierra Caliente, donde también ordenó el pueblo en calles y “con la doctrina que iba asentando. Hizo muy capaz iglesia: no pudo ser de cal y canto, por el imposible, más hízola de adobes, muy fuerte, cubierta de madera; la torre hizo de piedra y cal, que hoy dura. Desde aquí volvió recorriendo las demás doctrinas, hasta la otra punta del poniente, que es La Aguacana, dejando al P. Villafuerte lo de la costa”. Se nota que con Villafuerte se habían divido el territorio de esta parte de lo que hoy es Guerrero.
Cuentan que una ocasión cuando estaba anocheciendo, llegó a Pungarabato un indio del otro lado del río Balsas, solicitándole al padre Bautista una confesión para un moribundo, pero cuando intentó pasar el río estaba crecido, y no había balsas que lo cruzaran, los vecinos le aconsejaban que fuera hasta otro día. Un nativo se echó al río donde era el vado y encontró que estaba muy hondo, pero en la oscuridad fray Juan encontró algo que parecía ser un puente, subieron a él y pasaron el río, pero al llegar del otro lado se percataron que era un gigantesco caimán en el que habían cruzado.
Dice fray Diego de Basalenque en la Historia de la provincia de San Nicolás Tolentino que un día unos caballeros en compañía del capitán Cristóbal Oñate, encomendero de Tacámbaro, cuando buscaban la bendición del padre Moya “halláronle en éxtasis, levantado de la tierra, que quedaron admirados, y confirmados de la opinión que le tenían”.
Un negro, criado del corregidor Diego Hurtado, “le halló levantado en el aire, y admirado vino a su amo diciendo: señor este fraile es hechicero, allá está subido en el aire; fue el corregidor y violo, y respetólo como debía, advirtiéndole al negro (que era algo simple) que aquello era porque el padre estaba en Dios”.
Una ocasión “llegó a una cuesta muy conocida, que se llama Acaten, y el fiel ministro no reparando en las dificultades del camino, y doblado cuidado que era necesario poner para poder andar, llevaba más los ojos y pensamientos en el cielo, que en la tierra, desvió un poquito el pie de la angosta senda y cayó de la cuesta abajo; la profundidad era muy grande, porque a dicho de los que la han visto, tiene muchos estados (medida que equivale a siete pies) hasta abajo, y era fuerza hacerse añicos cuando y más pedazos. Los indios pues,  llorosos del suceso, buscando por donde bajar a buscarlo, viéronlo que ya venía subiendo por una media ladera, sacudiéndose el hábito, y llegando a besarle la mano les dijo: sea Dios vendido, que me ha librado de este trabajo”. Los indios que le vieron caer confesaron que les pareció que iba volando.
Milagros como éste se reproducen durante la estancia de Fray Juan Bautista Moya en la región de la Tierra Caliente, la Sierra y la Costa Grande de Guerrero.
Desde el tiempo de los agustinos, el 15 de agosto, tiene lugar en Atoyac nuestra fiesta religiosa patronal a Nuestra Señora de la Asunción. Dejó escrito Wilfrido  Fierro: “La fiesta no tiene el debido colorido como suelen hacerlo otros pueblos católicos como Tuxtla, Taxco, San Juan de los Lagos etc., en donde organizan un suntuoso y atractivo programa de mucha repercusión. El acto que aquí se desarrolla, consiste solamente en conmemorar un día antes la muerte de la madre de Jesucristo, velando toda la noche la santa imagen, pero antes es sacada del templo en solemne procesión por las principales calles de la ciudad. Haciendo valla un grupo de señoritas vestidas pulcramente de blanco y portando en la diestra verdes palmillas y en algunas ocasiones velas de caña. Al día siguiente se celebran cuatro misas; la de 5, 8, 9 y 12 horas después de la Misa de 9, sale nuevamente la sagrada imagen en procesión de igual forma que el día anterior; por la tarde se cierra el programa de este grandioso día con el santo rosario, al acto asisten todos los vecinos de la población y de los lugares circunvecinos”.
Dice Doña Juventina Galeana viuda de García que la primera iglesia construida en Mexcaltepec se ubicó dónde está el actual panteón “el grupo Convivencia Cultural Atoyac, a finales de 1992 encontró los cimientos de dicho templo, la campanita que usaban en la misa y una medallita con inscripciones en latín”, dice en sus Datos sobre la Parroquia Santa María de la Asunción.

El padre Herrera

El 5 de noviembre de 1923, llegó a este lugar el padre Manuel Herrera y Munguía, quien en el año 1925, inició los trabajos de un nuevo templo parroquial trazándolo de norte a sur, logrando con el concurso de los vecinos católicos del lugar excavar las cepas, acarreo de piedra y el relleno de las mismas que servirán de base, así como la demolición de la mitad del viejo templo, pero debido a la persecución cristera que emprendió el gobierno de Plutarco Elías Calles, el párroco tuvo que abandonar la población y concentrarse a Chilapa, “siendo este motivo para que la obra se suspendiera”, dice Wilfrido Fierro, quien consigna que en 1926 se vino el cierre de los templos en todo el país.
El padre Herrera era un hombre que usaba pistola al cinto. Como quien dice era de armas tomar, dejó varios hijos en Atoyac. Ya cuando estaba en Petatlán protegió un grupo de cristeros que se refugiaron en la sierra de ese lugar.
Don Simón Hipólito Castro escribió que su hermana “doña Mariana Herrera, se sabe, abandonó la venta de telas para levantar, creo yo, la primera casa de huéspedes Herrera. Todo según se sabe, porque un albañil encontró en las viejas paredes todo un tesoro, un ‘entierro’ de dinero. Esto cuando todavía no había bancos para depositarlo. Con este entierro la señora Mariana Herrera se inició en la hotelería. Fue hermana del cura Herrera, un sacerdote que violó el juramento de castidad y tuvo tantas amantes –vírgenes- como don Juan Tenorio”.
El Padre Herrera, quien tenía a su cargo la parroquia de Atoyac y  la de San Jerónimo, era parrandero y por las noches le gustaba salir con la palomilla. Decía: “en la iglesia respétenme pero por las noches somos iguales”. Siempre traía su pistola calibre .38 en la cintura.
El 11 de agosto de 1929, el padre Herrera anotó en el libro de bautizos: “Con esta fecha quedo nuevamente en posesión de mi parroquia abandonada durante dos años, tres meses y veintidós días” y el 14 de agosto se celebra la primera misa en la Parroquia, después de más de dos años que estuvieron cerrados los templos católicos en el país, por dificultades que surgieron entre el clero y el presidente de la república Plutarco Elías Calles.
Entre otros registros que existen sobre la época del padre Herrera. Están que la noche del 19 de marzo de 1930 fueron robados varios objetos de plata de interior del templo. El 10 de mayo de 1930 pusieron la denuncia ante el Ministerio Público. Los objetos robados eran: dos coronas de plata, una media luna de plata, una palma de plata, un cetro de plata y un cristo de plata, un candelero de plata, una jarra de plata y una alfombra ya usada.
Se supo después que el padre Herrera ofreció a José Cabañas 50 pesos y una pistola calibre .32 para que sirviera de instrumento para recuperar los artículos de plata del supuesto robo. Pues Herrera los ocultó en el campanario para inculpar al señor Enrique Castro.
El Ayuntamiento, por conducto del presidente municipal José Radilla Ruíz, intervino ante el secretario de gobernación pidiendo la salida del párroco por mala conducta y por ser autor intelectual del robo. La clase política del momento estaba enfrentada a muerte con el cura como se nota en la correspondencia de época y porque el sacerdote se negaba a izar bandera en la torre del templo.
“Desde hace dos noches se vienen celebrando en ésta ciudad actos religiosos de culto público, por un considerable número de personas de ambos sexos, consistentes esos actos en cruzar las principales calles de esta ciudad en abierta procesión con una imagen denominada ‘Santo Entierro’, llevando velas encendidas y otros objetos propios de culto católico”. La autoridad municipal protesta por eso y le envía un documento al jefe del sector militar coronel Alberto G. González y le pide aplique el artículo 17 del Código Penal para el Distrito y Territorios Federales. “Porque los cultos deben ser dentro de los templos”. Esto en un oficio fechado el 4 de abril de 1930 firmado por alcalde de ese año José Radilla Ruíz agrarista oriundo de Boca de Arroyo.
El 2 de noviembre de 1930, la secretaría de gobernación le impuso una multa de 50 pesos al padre Herrera por no izar la enseña nacional en el templo los días de fiesta y luto nacional. La dependencia federal ordenó a la autoridad municipal la hiciera efectiva, escribió doña Juventina Galeana, pero al año siguiente dicha multa fue condonada. En esas fechas también se buscó despojar a la parroquia de una parte del terreno poseía.
El primero de enero de 1931, tomó posesión de la presidencia municipal el revolucionario agrarista Marcos Martínez. En ese tiempo los ricos nativos organizaban paseos, en las que participaban las mujeres más bellas de Atoyac. Las Pino eran muy mentadas. En el paso del arroyo Cohetero, a la altura del puente del puente de la calle Juan Álvarez, se hacía una poza. Al pasar por ahí Marcos Martínez espoleó su caballo y se le cayó el sombrero. Entonces el padre Herrera, con su sotana impecablemente blanca, también espoleó su caballo y le pasó por encima al sombrero. Todos los miembros de la sociedad, que participaban en paseo, festejaron la actitud del cura y se rieron.
Marcos Martínez se regresó, se agachó con agilidad y recogió el sombrero, luego emparejó su caballo al del cura y limpió su sombrero con la sotana. El sacerdote nada dijo porque los dos traían sendas pistolas fajadas. Herrera tenía la costumbre que cuando daba las misas, miraba hacia arriba o hacia abajo. Nunca miraba al frente.

En 1945 al padre Manuel Herrera Munguía se le encuentra en Petatlán, dice Francisco Gomezjara en Bonapartismo y lucha campesina en la Costa Grande de Guerrero, “Dispone de un pequeño ejército formado por ex cristeros que viniendo huyendo de Los Altos de Jalisco, en 1929, se internaron con sus armas en la sierra de Petatlán, donde se hallan establecidos desde entonces (…) El cura Manuel Herrera, por su parte, está en contacto con los insurrectos enviándoles información y pertrechos”, dicen los datos de la revista Tiempo citados por Gomezjara.

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