(Tercera y última parte)
Víctor Cardona Galindo
Los cronistas
de la orden de San Agustín le atribuyen al padre Juan Bautista Moya muchos
milagros, resaltan su bondad, su compromiso con el trabajo misional y el
sufrimiento que pasó al evangelizar una zona calurosa, llena de mosquitos que
le picaban de continuo y caminar, con sus sandalias de suela cruda, por
peligrosas veredas escarpadas llenas de alimañas y animales ponzoñosos.
Al llegar Moya
y Valenzuela a Pungarabato, en 1552, supo que en esa jurisdicción había indios
metidos en la serranía y viviendo en cuevas, que por su aspereza era difícil
tener comunicación con ellos y que habían vuelto a la adoración de sus antiguos
dioses, los llamó para que salieran de ahí y pudieran asistir a misa, los
nativos dijeron que sólo se bajarían a un lugar que tuviera agua cerca para
construir sus casas. El padre Moya se puso en oración pidiéndole a Dios les
diera agua para que aquellos naturales salieran de la idolatría.
“De la oración
se levantó con tanta confianza, que fue a un lugar con los mismos indios, y
señalando con su bordón, les dijo: que cavasen allí, cavaron y salió toda el
agua necesaria para aquella gente. Viendo el prodigio tan patente salieron de
aquellas hoyancas, y es cierto saldrían de la idolatría, pues el milagro no se
había de hacer sin fin muy grande. Duró la fuente, según dicen los de aquella
tierra, mientras vivieron allí los que habían salido, que después unos
murieron, y otros se acercaron a mayor comunicación”.
Bautista formó
pueblos con sus iglesias como en Pungarabato. Fue prosiguiendo su visita hasta
llegar a Ajuchitlán, el último pueblo de la provincia de Tierra Caliente, donde
también ordenó el pueblo en calles y “con la doctrina que iba asentando. Hizo
muy capaz iglesia: no pudo ser de cal y canto, por el imposible, más hízola de
adobes, muy fuerte, cubierta de madera; la torre hizo de piedra y cal, que hoy
dura. Desde aquí volvió recorriendo las demás doctrinas, hasta la otra punta
del poniente, que es La Aguacana, dejando al P. Villafuerte lo de la costa”. Se
nota que con Villafuerte se habían divido el territorio de esta parte de lo que
hoy es Guerrero.
Cuentan que una
ocasión cuando estaba anocheciendo, llegó a Pungarabato un indio del otro lado
del río Balsas, solicitándole al padre Bautista una confesión para un
moribundo, pero cuando intentó pasar el río estaba crecido, y no había balsas
que lo cruzaran, los vecinos le aconsejaban que fuera hasta otro día. Un nativo
se echó al río donde era el vado y encontró que estaba muy hondo, pero en la
oscuridad fray Juan encontró algo que parecía ser un puente, subieron a él y
pasaron el río, pero al llegar del otro lado se percataron que era un
gigantesco caimán en el que habían cruzado.
Dice fray Diego de Basalenque en la Historia de la provincia de San Nicolás
Tolentino que un día unos caballeros en compañía del capitán Cristóbal
Oñate, encomendero de Tacámbaro, cuando buscaban la bendición del padre Moya
“halláronle en éxtasis, levantado de la tierra, que quedaron admirados, y
confirmados de la opinión que le tenían”.
Un negro, criado del corregidor Diego Hurtado, “le halló
levantado en el aire, y admirado vino a su amo diciendo: señor este fraile es
hechicero, allá está subido en el aire; fue el corregidor y violo, y respetólo
como debía, advirtiéndole al negro (que era algo simple) que aquello era porque
el padre estaba en Dios”.
Una ocasión “llegó a una cuesta muy conocida, que se
llama Acaten, y el fiel ministro no reparando en las dificultades del camino, y
doblado cuidado que era necesario poner para poder andar, llevaba más los ojos
y pensamientos en el cielo, que en la tierra, desvió un poquito el pie de la
angosta senda y cayó de la cuesta abajo; la profundidad era muy grande, porque
a dicho de los que la han visto, tiene muchos estados (medida que equivale a siete
pies) hasta abajo, y era fuerza hacerse añicos cuando y más pedazos. Los indios
pues, llorosos del suceso, buscando por
donde bajar a buscarlo, viéronlo que ya venía subiendo por una media ladera,
sacudiéndose el hábito, y llegando a besarle la mano les dijo: sea Dios
vendido, que me ha librado de este trabajo”. Los indios que le vieron caer
confesaron que les pareció que iba volando.
Milagros como éste se reproducen durante la estancia de
Fray Juan Bautista Moya en la región de la Tierra Caliente, la Sierra y la
Costa Grande de Guerrero.
Desde
el tiempo de los agustinos, el 15 de agosto, tiene lugar en Atoyac nuestra fiesta
religiosa patronal a Nuestra Señora de la Asunción. Dejó escrito Wilfrido Fierro: “La fiesta no tiene el debido colorido
como suelen hacerlo otros pueblos católicos como Tuxtla, Taxco, San Juan de los
Lagos etc., en donde organizan un suntuoso y atractivo programa de mucha
repercusión. El acto que aquí se desarrolla, consiste solamente en conmemorar
un día antes la muerte de la madre de Jesucristo, velando toda la noche la
santa imagen, pero antes es sacada del templo en solemne procesión por las
principales calles de la ciudad. Haciendo valla un grupo de señoritas vestidas
pulcramente de blanco y portando en la diestra verdes palmillas y en algunas
ocasiones velas de caña. Al día siguiente se celebran cuatro misas; la de 5, 8,
9 y 12 horas después de la Misa de 9, sale nuevamente la sagrada imagen en
procesión de igual forma que el día anterior; por la tarde se cierra el
programa de este grandioso día con el santo rosario, al acto asisten todos los
vecinos de la población y de los lugares circunvecinos”.
Dice
Doña Juventina Galeana viuda de García que la primera iglesia construida en
Mexcaltepec se ubicó dónde está el actual panteón “el grupo Convivencia
Cultural Atoyac, a finales de 1992 encontró los cimientos de dicho templo, la
campanita que usaban en la misa y una medallita con inscripciones en latín”,
dice en sus Datos sobre la Parroquia
Santa María de la Asunción.
El padre Herrera
El
5 de noviembre de 1923, llegó a este lugar el padre Manuel Herrera y Munguía,
quien en el año 1925, inició los trabajos de un nuevo templo parroquial
trazándolo de norte a sur, logrando con el concurso de los vecinos católicos
del lugar excavar las cepas, acarreo de piedra y el relleno de las mismas que
servirán de base, así como la demolición de la mitad del viejo templo, pero
debido a la persecución cristera que emprendió el gobierno de Plutarco Elías
Calles, el párroco tuvo que abandonar la población y concentrarse a Chilapa,
“siendo este motivo para que la obra se suspendiera”, dice Wilfrido Fierro,
quien consigna que en 1926 se vino el cierre de los templos en todo el país.
El
padre Herrera era un hombre que usaba pistola al cinto. Como quien dice era de
armas tomar, dejó varios hijos en Atoyac. Ya cuando estaba en Petatlán protegió
un grupo de cristeros que se refugiaron en la sierra de ese lugar.
Don
Simón Hipólito Castro escribió que su hermana “doña Mariana Herrera, se sabe,
abandonó la venta de telas para levantar, creo yo, la primera casa de huéspedes
Herrera. Todo según se sabe, porque un albañil encontró en las viejas paredes
todo un tesoro, un ‘entierro’ de dinero. Esto cuando todavía no había bancos
para depositarlo. Con este entierro la señora Mariana Herrera se inició en la
hotelería. Fue hermana del cura Herrera, un sacerdote que violó el juramento de
castidad y tuvo tantas amantes –vírgenes- como don Juan Tenorio”.
El
Padre Herrera, quien tenía a su cargo la parroquia de Atoyac y la de San Jerónimo, era parrandero y por las
noches le gustaba salir con la palomilla. Decía: “en la iglesia respétenme pero
por las noches somos iguales”. Siempre traía su pistola calibre .38 en la
cintura.
El 11 de agosto de
1929, el padre Herrera anotó en el libro de bautizos: “Con esta fecha quedo
nuevamente en posesión de mi parroquia abandonada durante dos años, tres meses
y veintidós días” y el 14 de agosto se celebra la primera misa en la
Parroquia, después de más de dos años que estuvieron cerrados los templos
católicos en el país, por dificultades que surgieron entre el clero y el presidente
de la república Plutarco Elías Calles.
Entre
otros registros que existen sobre la época del padre Herrera. Están que la
noche del 19 de marzo de 1930 fueron robados varios objetos de plata de
interior del templo. El 10 de mayo de 1930 pusieron la denuncia ante el
Ministerio Público. Los objetos robados eran: dos coronas de plata, una media
luna de plata, una palma de plata, un cetro de plata y un cristo de plata, un
candelero de plata, una jarra de plata y una alfombra ya usada.
Se
supo después que el padre Herrera ofreció a José Cabañas 50 pesos y una pistola
calibre .32 para que sirviera de instrumento para recuperar los artículos de
plata del supuesto robo. Pues Herrera los ocultó en el campanario para inculpar
al señor Enrique Castro.
El
Ayuntamiento, por conducto del presidente municipal José Radilla Ruíz,
intervino ante el secretario de gobernación pidiendo la salida del párroco por
mala conducta y por ser autor intelectual del robo. La clase política del
momento estaba enfrentada a muerte con el cura como se nota en la
correspondencia de época y porque el sacerdote se negaba a izar bandera en la
torre del templo.
“Desde
hace dos noches se vienen celebrando en ésta ciudad actos religiosos de culto
público, por un considerable número de personas de ambos sexos, consistentes
esos actos en cruzar las principales calles de esta ciudad en abierta procesión
con una imagen denominada ‘Santo Entierro’, llevando velas encendidas y otros objetos
propios de culto católico”. La autoridad municipal protesta por eso y le envía
un documento al jefe del sector militar coronel Alberto G. González y le pide
aplique el artículo 17 del Código Penal para el Distrito y Territorios
Federales. “Porque los cultos deben ser dentro de los templos”. Esto en un
oficio fechado el 4 de abril de 1930 firmado por alcalde de ese año José
Radilla Ruíz agrarista oriundo de Boca de Arroyo.
El
2 de noviembre de 1930, la secretaría de gobernación le impuso una multa de 50
pesos al padre Herrera por no izar la enseña nacional en el templo los días de
fiesta y luto nacional. La dependencia federal ordenó a la autoridad municipal
la hiciera efectiva, escribió doña Juventina Galeana, pero al año siguiente
dicha multa fue condonada. En esas fechas también se buscó despojar a la
parroquia de una parte del terreno poseía.
El
primero de enero de 1931, tomó posesión de la presidencia municipal el
revolucionario agrarista Marcos Martínez. En ese tiempo los ricos nativos
organizaban paseos, en las que participaban las mujeres más bellas de Atoyac.
Las Pino eran muy mentadas. En el paso del arroyo Cohetero, a la altura del
puente del puente de la calle Juan Álvarez, se hacía una poza. Al pasar por ahí
Marcos Martínez espoleó su caballo y se le cayó el sombrero. Entonces el padre
Herrera, con su sotana impecablemente blanca, también espoleó su caballo y le
pasó por encima al sombrero. Todos los miembros de la sociedad, que
participaban en paseo, festejaron la actitud del cura y se rieron.
Marcos
Martínez se regresó, se agachó con agilidad y recogió el sombrero, luego
emparejó su caballo al del cura y limpió su sombrero con la sotana. El
sacerdote nada dijo porque los dos traían sendas pistolas fajadas. Herrera
tenía la costumbre que cuando daba las misas, miraba hacia arriba o hacia
abajo. Nunca miraba al frente.
En
1945 al padre Manuel Herrera Munguía se le encuentra en Petatlán, dice
Francisco Gomezjara en Bonapartismo y
lucha campesina en la Costa Grande de Guerrero, “Dispone de un pequeño
ejército formado por ex cristeros que viniendo huyendo de Los Altos de Jalisco,
en 1929, se internaron con sus armas en la sierra de Petatlán, donde se hallan
establecidos desde entonces (…) El cura Manuel Herrera, por su parte, está en
contacto con los insurrectos enviándoles información y pertrechos”, dicen los
datos de la revista Tiempo citados
por Gomezjara.
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