sábado, 15 de junio de 2019

Así recordamos a Ignacio Manuel Altamirano I


Víctor Cardona Galindo
Ignacio Manuel Altamirano es omnipresente. Da nombre tanto a un callejón, a una modesta calle o una populosa avenida, igual que a un jardín de niños, a escuelas primarias, secundarias y al primer módulo de un instituto de educación superior que se instaló en Atoyac. En la Unidad Académica “Preparatoria número 22” cada año el 31 de octubre se levanta una ofrenda en su honor y para conmemorar el 120 aniversario de su fallecimiento, recordamos ahora al ilustre tixtleco que nació el 13 de noviembre de 1834 y murió en San Remo Italia el 13 de febrero de 1893, a los 59 años de edad.
Parado, a la izquierda, con una cámara en la mano
el profesor Rómulo Alvarado.
Esta es una foto del álbum de Eloisa Alvarado Pano.

Aquí en Atoyac, el Círculo Cultural “Ignacio Manuel Altamirano” se fundó el 15 mayo de 1957 a propuesta del poeta Manuel S. Leyva Martínez, mismo que presidió el mejor cronista que hemos tenido Wilfrido Fierro Armenta y del cual formó parte el periodista Rosendo Serna Ramírez. Este club hizo época, promovió la lectura y concursos de poesía, sus miembros destacaron los llamados juegos florales de ese tiempo.
Sin duda, leer a Ignacio Manuel Altamirano es apasionante. Corría el año 1987,  cuando este cronista cursaba el primer año de preparatoria, el mejor maestro que he tenido, Fortunato Hernández Carbajal me dio a leer Clemencia, la primera novela de mi vida. Creo que la intención que tenía mi mentor era formarme en los más altos principios liberales y quería arraigar en mí el amor por mi nación, pero sobre todo iniciarme en el placer de la lectura. Resultó, porque desde entonces he leído además: El Zarco, Navidad en las montañas, Julia y Atenea, donde no he dejado de identificarme con sus nobles, valientes y sufridos personajes como Fernando Valle, Nicolás, Pablo y Julián. Pero sobre todo con los ideales que tenía nuestro escritor. La lectura del libro Paisajes y Leyendas. Tradiciones y Costumbres de México de editorial Porrúa 1974, sea quizá el texto que me inspiró a ser cronista de mi pueblo, oficio que ahora ejerzo con mucha entrega.
Regulo Fierro Adame uno de los cronistas de mi municipio dice que Altamirano fue quien bautizó a nuestras comunidades porque estaba obsesionado con el número tres: por eso existen La Gloria,  El Paraíso y El Edén en la parte alta de la sierra, y muchas más que para Regulo Fierro fueron los campamentos donde se encontraban acantonadas las fuerzas del general Juan Álvarez y que fueron visitados por el autor de Clemencia.
Pero no solamente esa hipótesis existe para recordar al ilustre sabio tixtleco. En Atoyac estamos orgullosos porque Ignacio Manuel Altamirano le dedicó dos poemas a nuestro río: “El Atoyac. En una creciente” y  “Al Atoyac”, ambos fechados en 1864. Este último poema lo incluí en el libro Agua Desbocada. Antología de escritos atoyaquenses (2007) y ahora compañeros comunicólogos lo están musicalizando para crear conciencia en contra de la contaminación del río.
Según Wilfrido Fierro el Río Atoyac, que mereciera la composición poética del héroe de la Reforma Ignacio Manuel  Altamirano, nace en su ramal izquierdo más arriba de El Paraíso, corriendo del Noroeste al Sureste hasta medio curso, es formado por los arroyos: Los Piloncillos, Puente del Rey, Las Palmas y Los Valles, que al unirse le dan el nombre de Río Grande, siguiendo con dirección al sur, partiendo por mitad el municipio hasta desembocar en el Océano Pacífico, formando antes de desaguar su cristalino liquido, los esteros conocidos por Maguan y Alfaque.
La primera vez que leí el poema “Al Atoyac” fue en el libro de Francisco Galeana Nogueda Conflicto sentimental, memorias de un bachiller en humanidades que se publicó en 1994 donde dice que este poema se refiere a nuestro río, en otro tiempo, caudaloso.
Ese río de zarcetas, pichiches, patos buzos y de martines pescadores, donde las garzas en las orillas levantan el vuelo y libélulas de varios colores surcan explorando la corriente, y se sientan en el lirio o en las plantas acuáticas que se asoman a respirar. Ese río en que Kopani Rojas vio las garzas camaronear. Al que Agustín Ramírez le dedica una estrofa en su canción “Al pie de una Azul Montaña”. Entre playas y barrancos/cual plateada serpentina/un río de agua cristalina/va acariciando sus flancos.
Y Héctor Cárdenas le da un lugar en su trova “Atoyac”: En Atoyac, hay un río caudaloso/corre hacia el mar, con su canto presuroso/se oyen gritar, los pericos en parvadas/bajo el jazmín, que al crecer formó enramadas.
Nuestro escritor ticuiseño Salvador Téllez Farías en su novela Agustina se refiere al río Atoyac como un padre amoroso que todo lo baña y da vida, “río claro de aguas dulces y coquetas, que llevan los secretos de los enamorados, cuyos cuerpos temblorosos se juntan por primera vez para confundirse en un beso que es promesa, grito de almas apasionadas; río que canta, que da vida, inspiración de noches de plenilunio haciendo eco al trovador José Agustín Ramírez, sus versos líricos de amor, vida y esperanza”.
De ese río caudaloso sólo quedan los recuerdos de los viejos que vivieron su mejor época de oro, cuando las balsas trasportaban a los carros cargados de algodón; al respecto Carlos R. Téllez asentó: “Oíamos como aquél platicaba de los robalos y truchas que sacaban, algunos de tamaños y pesos que asombrarían en estos tiempos, hasta el más incrédulo que se haya puesto a pescar en las márgenes de nuestro río. Uno de ellos le echó la culpa al Tara, ‘él fue el que se llevó todo’; el otro a la construcción de la presa y todos los cohetes que tiraron para su edificación”.
Del poema “Al Atoyac” alguien argumentó que era una composición dedicada al Río Balsas que en sus orígenes se llama Río Atoyac, pero fue el mismo Altamirano quien se encargó de reafirmarnos que el poema sí está dedicado a nuestro río. Todos los elementos que menciona esa pieza literaria ahí están: el río, el mangle, los ilamos y el ahuejote, el paisaje natural que sigue presente en nuestra tierra. Al principio en la versión que yo tenía del poema se hablaba de ahuehuete, chequé otras versiones y dicen ahuejote. Hoy corrijo eso.
¿Pero que hacía Ignacio Manuel Altamirano en la Costa Grande? Nicole Girón en su texto “El estado de Guerrero en la obra de Altamirano” dice que “Durante algunos meses de 1864, Altamirano parece haber morado en Galeana, donde ejercía la abogacía”. Por eso hay muchas posibilidades de que Ignacio Manuel Altamirano haya frecuentado en ese lapso los pueblos de Barrio Nuevo y San José, lo que ahora es San Jerónimo de Juárez.
En la carta enviada a su paisano el doctor Parra el 7 de junio de 1864, después de narrar como don Diego Álvarez, durante la intervención francesa, quería sacar a don Juan y a toda su familia en una goleta atracada en el puerto de Papanoa hacía Nueva Granada, dice: “Aborrecido, pues, del señor Álvarez y sin empleo de ninguna clase, me decidí ir a la Costa Grande, donde permanecí tres meses sin hacer nada”.
También está la carta fechada en Galeana el 18 de octubre de 1864 que nos comprueba su paso por Tecpan de Galeana. Además, de que en sus cartas de 1864 a 1866 menciona muchos apellidos de la Costa: Ramos, Torreblanca y Pinzón. Hay testimonio de su amistad con el señor Rafael Bello dueño, en ese tiempo, de la fábrica de Hilados y Tejidos “El Rondonal” y con el general Eutimio Pinzón, quien “seguramente es nuestro primer soldado del Sur” dice en una epístola a Benito Juárez datada en Acapulco el 31 de mayo de 1865.
En la carta inscrita en La Providencia el 12 de marzo de 1866 manifiesta su sentimiento de no concurrir a la única acción de armas que se da en esa época en la región, que fue en la ciudad de Chilapa “por haber estado a la sazón en la Costa Grande e imposibilitado de salvar la larga distancia que me separaba del lugar de la guerra rápidamente como hubiera sido necesario”.
En sus diarios se puede encontrar como se movía de Tecpan a Atoyac, de Atoyac a Zacatula, de Tixtlancingo a Coyuca, Ejido, Acapulco, Texca y Pueblo Viejo “tristísimo paraje con unas cuantas casuchas. Es una hacienda de algodones y maíces. Allí hay un campamento con generales Solís, Angón y Besugo”.  En su carnet de mediados de 1864 queda consignado como recorría sin cesar leguas de caminos y veredas de la Costa Grande, menciona Atoyac, Barrio Nuevo y El Humo. Deja claro que estuvo en Atoyac el 8 de julio de 1864. “Por fin me arranque de Tecpan a Atoyac”
Fue en esta estancia en la Costa Grande cuando escribió los poemas “Flor del Alba”, “La caída de la  tarde” (a orillas del Tecpan), “Al Atoyac”, fechado el 2 de julio de 1864 y “A orillas del mar”, en Tecpan de Galeana.
La visita de Ignacio Manuel Altamirano a nuestra tierra coincidió con el año de la fundación del municipio de Atoyac. Al año siguiente que Altamirano estuvo en estas tierras el 26 de septiembre de 1865 se dio la mayor avenida que se tenga memoria de El Río Atoyac, se le llamo “La creciente de San Miguel”. El río cortó de cuajo la factoría que don Rafael Bello tenía en “El Rondonal” en las inmediaciones de la colonia Mariscal.
El tomo VI de las Obras Completas de Ignacio Manuel Altamirano editado por la SEP en 1987, está dedicado a su poesía. De la página 31 a la 33 se reproduce un texto suyo donde habla de los barrios “que son pequeñas aldeas hundidas verdaderamente en un océano de vegetación, se levantan  al despertar la aurora, salen de sus cabañas y se dirigen al río, a traer el agua que necesitan para el uso de la familia”.
Dice que: “Es en extremo pintoresco el aspecto de los barrios con sus cabañas de hojas de palmeras, escondidas en un bosque de parotas, de mangles, de caobas y de cocoteros, y rodeadas por todas partes de altísimas y espesas yerbas. En los techos cónicos de estas cabañas se enredan millares de trepadoras, ostentando allí sus gigantescas flores azules, rojas y blancas”.
“Apenas hay un barrio de estos que no tenga cerca un río, y precisamente para aprovechar sus aguas se han situado casi todos en las márgenes de los que descendiendo de la sierra, corren por el planío de la costa a desembocar al mar. El Atoyac sólo, tiene en sus orillas cerca de veinte”.
En el prólogo de ese libro al hablar de los poemas descriptivos Salvador Reyes Nevares se refiere a cuatro poemas “Flor del alba”, “La salida del sol”, “Los naranjos” y “Las amapolas, “en los que el poeta pinta cuadro de paisaje y las costumbres de la costa guerrerense, y lo hace con notorio cariño”.
“Descuella el conocimiento que tenía el maestro de la flora y la fauna de su tierra, del cual da pruebas al hacer enumeraciones, largas y detalladas, de plantas y de animales, sobre todo de aves, con pinceladas breves y eficaces que las pintan y no sólo las nombran”.
En este grupo de poemas están presentes elementos que identifican a nuestra región, su flora y fauna. En “La salida del sol” se lee “Las amarillas retamas/ visten las colinas, donde/ se ocultan pardas y alegres/ las chozas de los pastores”.
Y en los versos de “Flor del alba” escrito en 1864 dicen: “Los alciones en bandadas/ rasgando los aires van, / y el madrugador comienza/ las aves a despertar: / aquí salta en las caobas/ el pomposo cardenal, / y alegres los guacamayos/ aparecen más allá”.
“El aní canta en los mangles, / en el ébano el turpial, / El centzontli entre las ceibas, / la alondra en el arrayán, / en los maizales el tordo/ y el mirlo en el arrozal”.
En “Los naranjos”: “Del mamey el duro tronco/picotea el carpintero, / y en el frondoso manguero/canta su amor el turpial; /y buscan miel las abejas/en las piñas olorosas, /y pueblas mariposas/el florido cafetal”.
Un verso de Las amapolas: “Los arrayanes se inclinan, /y en el sombrío manglar/las tórtolas fatigadas/han enmudecido ya; /ni la más ligera brisa/vienen en el bosque a jugar”.
A ese grupo de poemas que llaman descriptivos pertenece “Al Atoyac”  escrito el 2 de julio de 1864, un poema de 24 versos en el que describe las diferentes estampas que vive el río a lo largo del día: la mañana, al medio día, la tarde y la noche. Después de leerlo queda en la mente esa imagen del sol de julio en las playas arenosas azotadas por los tumbos del mar embravecido. El río escurriendo por las grutas de ceibas y parotas, donde no penetra el sol abrazador. Por las enredaderas con flores de mil colores, la luz cae tibia en los remansos y los murmullos de las corrientes alternan con el canto de las aves.





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