Víctor Cardona Galindo
Escribir
sobre la violencia política, que se dio en mi pueblo en la década de los
noventa, siempre me causa cierto dolor. Sufro al recordar a los amigos caídos y
a los que tuvieron que abandonar su tierra natal. En el 2012, gracias al apoyo
de la doctora Judith Solís Téllez y de Carlos Armando Bello Gómez pude viajar
tres meses a Europa. Tumbado en una cama del hotel Praga en Madrid me vino una
idea: “¿Y si todo lo vivido desde de 1989 a la fecha fuera irreal?”. ¿Si todo
fuera fruto de mi imaginación? Sentía todo tan lejano, como si Atoyac no
hubiera existido nunca y que todos los personajes, que conviven en estas
crónicas, eran inventados. Pero la realidad es muy cruda. Vivo en una zona
violenta y de miedo.
En
1991 llegó a mis manos, por primera vez, un ejemplar de la novela Guerra en el Paraíso de Carlos
Montemayor. Nunca la pude leer. Cada vez que la empezaba terminaba teniendo
terribles pesadillas por las noches. Venían a mi mente recuerdos de la infancia,
cuando mi familia hablaba en secreto por las noches, cuando aquellas sombras
armadas emergían de la oscuridad exigiendo comida. Cuando no comíamos porque
faltaba maíz y porque no había leche. En algunos pasajes de la novela terminaba
llorando o con mucha rabia, con mucho coraje contenido.
Pero
acá en el 2012 ¿Quién podría saber en el extranjero que los personajes y hechos
que narra la novela Guerra en el Paraíso
fueron reales? y que sucedieron en una zona tan hermosa como es la sierra de
Atoyac. Está claro, leer Guerra en el
Paraíso me causaba pesadillas porque esos hechos me afectaron directamente.
Viví la ocupación militar. Así que solamente la pude terminar de leer en
Berlín, muy lejos de mi pueblo, muy lejos de la geografía, los vientos y el
ambiente donde ocurrió la historia. Al terminar de leer regalé el libro a un
amigo peruano que conocimos allá y que nos facilitó la vida, en nuestra
estancia en Berlín.
Aun
después de los acontecimientos de Guerra
en el Paraíso, ésta, la llamada Tierra del Café produce muchos
acontecimientos dignos de novela. Esta orografía que fue la fortaleza natural
para el ejército insurgente de Morelos y que cubrió con su verde manto a los
agraristas de Feliciano Radilla, Silvestre Castro, Amadeo Vidales, a los
guerrilleros de Lucio Cabañas Barrientos y últimamente al Ejército Popular
Revolucionario (EPR).
Por
eso temas como lo que publico ahora también me lastimaban. Por eso escribí el
borrador de éstas Crónicas del Palacio en los días que estuve en Europa. En la
lejanía el recuerdo se vuelve más nítido y las palabras fluyen con más
facilidad. Pero además me percaté que a la distancia los acontecimientos duelen
menos. Estando en Berlín también leí todas las fichas de las versiones públicas
de Lucio Cabañas Barrientos y Genaro Vázquez Rojas, que el Archivo General de
la Nación (AGN) puso a disposición de los investigadores, y que mi amigo
Francisco Ávila Coronel me facilitó en un archivo PDF.
***
El 27
de mayo de 1997 comenzaron los chingadazos. Los helicópteros volaban tronando
las hélices y las avionetas pasaban rosando los cerros. En las inmediaciones de
El Guanábano estaba el enfrentamiento. Se escuchaba el tableteo de los fusiles,
las bombas caían desde las avionetas y los helicópteros cobra, probados en
Vietnam, ametrallaban los cerros. Cuando el primer helicóptero oscuro surcó el
cielo, yo caminaba por la calle Juan Álvarez. Un campesino me dijo —ya se están chingando, por el camino a la sierra
pasan muchos guachos, parece que le dieron a varios hay muchas avionetas—. Él venía de Cacalutla en el camino se encontró
muchos camiones repletos de soldados que iban a toda velocidad. También subían
por la carretera de Las Trincheras y por el rumbo de San Martín de las Flores.
No
tenía mucho tiempo que había llegado a mi casa cuando sonó el teléfono, era una
reportera que preguntaba que había, —creo que
hay chingadazos —contesté, —por el camino al Quemado hay muchos militares—. Todo era confusión, yo no se sabía qué hacer.
A
media noche me contaron que los de la agencia del Ministerio Público, después
de pasar varios retenes militares, llegaron al lugar de los hechos, vieron los
cuerpos tirados, dos militares y un guerrillero. Se decía que había más hombres
muertos dentro de la maleza, pero al entrar al bosque fueron recibidos por una
ráfaga de ametralladora. Iban dos mujeres junto con el perito forense que se
replegaron porque los disparos les pasaron silbando por sus cabezas. Los
militares respondieron la agresión y se volvió a entablar otra balacera, después
se hizo un silencio porque los guerrilleros aprovecharon la noche para escapar
por las laderas. Hasta el día siguiente pudieron recoger los cuatro cuerpos.
Al
otro día ya enterado de la que ocurría, por la mañana, busqué la manera de
llegar al lugar del enfrentamiento, pero junto a los compañeros Rafael Arzeta y
Francisco Magaña nos retuvieron en un retén militar saliendo de Cacalutla. Pero
luego de un rato me dejaron pasar, junto a Heriberto Ochoa Tirado, por debajo
de las trincheras que los soldados habían acondicionado. Pasamos agachados por
una zanja. Cuando iba agachado vi que un joven moreno se acercó a un oficial
para decirle algo al oído. Conocía a ese joven moreno, tenía ya varios días
siguiéndome desde que salía de El Ticuí hasta la plaza Atoyac. Cuando los
periodistas estábamos tomando café en la plaza de Atoyac, él siempre estaba
escuchando la conversación. También antes de entrar vi a una agente del Centro
de Inteligencia y Seguridad Nacional, con anteojos negros, platicando con los
militares. Éste último, llegó a tener una gran amistad con los corresponsales
locales hasta que el gobierno de Vicente Fox lo jubiló.
Después
supe que el soldado vestido de civil le dijo a su superior que el reportero
Víctor Cardona Galindo estaba siendo investigado porque tenía nexos con la
guerrilla. Eso me dijo un agente de Inteligencia Militar que fue mi amigo en la
infancia. “No quiero saber que estés involucrado con esos cabrones, porque yo
mismo voy a venir por ti y me a doler mucho”. Ese mismo agente le pidió a Rafael
Arzeta que nos tomara fotos, de medio cuerpo, a todos los corresponsales de
medios estatales. Nuestro amigo Rafa lo hizo como si fuera cualquier trabajo
fotográfico. Luego Francisco Magaña sería objeto de una sesión de fotos, por
jóvenes de Inteligencia Militar, cuando cubría un evento en la agencia del
Ministerio Público. Cuando bromeábamos con nuestro amigo de la infancia, le
decíamos que ellos no eran Inteligencia Militar sino Negligencia Militar. De
ahí que Francisco Magaña los bautizara como los chicos de negligé. Y esa fue la
clave para avisarnos entre nosotros que había un militar de incognito, “es un
chico de negligé”, decíamos.
Ese 28
de mayo de 1997, con Heriberto Ochoa, camínanos primero hasta Poza Honda, ahí
alcanzamos a Maribel Gutiérrez, a quien se le había pegado Juan Francisco
Rodríguez, que nunca explicó que hacía ahí. En el camino encontramos la
camioneta que traía los muertos, se alcanzaban a ver las botas. De todos modos caminamos
hasta El Guanábano. Como caminé más rápido llegué sólo al lugar conocido como
Los Mangos, ahí tenían ya un campamento Fuerzas Especiales del Ejército. Como
no vieron de donde salí por poco me desnudan. Pero por suerte arriba de una
piedra estaba un soldado del 49 Batallón de Infantería que estudió conmigo la
preparatoria y les dijo: “Es Víctor Cardona, es periodista”, los oficiales de
élite ya mero se lo comían, lo bañaron de preguntas. Yo aproveché que discutían
con él para irme de ahí lleno de miedo. Juré que nunca me metería en esos pedos
“me hubiera quedado con Rafa y Paco allá abajo”, decía para mis adentros
mientras le rezaba a la Sombra del señor San Pedro. Llegué al lugar de la
balacera, había sangre humana, huevos de gallina y carne seca regada por todos
lados. En lugar no cantaba ni un solo pájaro, estaba todo en silencio y al tratar
de mirar a la profundidad del bosque me percaté que había soldados tirados
pecho tierra. Por eso me fui de ahí como llegué. En el poblado alcancé a Misael
Habana de los Santos con quien nos regresamos, para encontrar a Maribel
Gutiérrez en el ranchito de Eduardo Pino. Jorge Arriaga ya transmitía desde el
lugar de los hechos para TV Azteca.
Mero
donde fue la balacera tenía su ranchito Eduardo Pino, quien al escuchar la
balacera huyó para refugiarse en las casas de El Guanábano y dejó las gallinas
amarradas, al otro día, cuando llegamos ahí con Maribel Gutiérrez, Heriberto
Ochoa, Misael Habana, Jorge Arriaga y ex secretario del Ayuntamiento de Coyuca
de Benítez Juan Francisco Rodríguez desatamos las gallinas, porque se estaban
muriendo de hambre y sed. Con el tiempo Juanito Rodríguez se convertiría en
periodista y sería asesinado junto a su esposa en su negocio de Coyuca de
Benítez. Después supimos que en el enfrentamiento de El Guanábano salió herido
el general Juan Alfredo Oropeza Garnica el mero jefe de la 27 Zona Militar con
sede en El Ticuí. Que los soldados tomaron prisionero a Paulino Padilla y que a
manera de tortura le echaron hormigas negras de carnizuelo en la espalda. Le
exigían que les dijera donde estaban las cuevas donde se ocultaba el EPR.
Paulino no sabía nada y los llevó a la primera cueva que le ocurrió. Ignacio
Martínez estaba trabajando en su milpa con su pequeño hijo. Al escuchar los
primeros balazos salieron corriendo de su parcela, al pasar el corral niño
quedó atrapado por una púa del alambre y pegó el grito al sentir que su padre
lo dejaba. Nacho pensó que le habían pegado un balazo y por el susto le cayó la
azúcar. Esa enfermedad lo minó Nacho perdería con el tiempo sus piernas y le
vendría ceguera.
Cuando
salieron francos los soldados del 49 Batallón de Infantería se conocerían, en
el pueblo, más detalles del enfrentamiento. Los soldados les platicarían a sus
familias “que fulano le volaron la hombrera de un balazo, que zutano es
valiente y merengano temblaba de miedo”. Por esa indiscreción el 49 Batallón de
Infantería, que tenía en ese momento su sede en Petatlán, fue cambiado a La Paz
Baja California, lejos de la tierra que los formó.
***
Un día
llegando a la calle principal, el agente de inteligencia militar que fue mi amigo
en la infancia, me preguntó —¿No has visto a
El Globero? —Le dije que no. Ya más tarde en
la plaza me encontré a unos campesinos de la sierra que me platicaron que una
columna del EPR visitó su comunidad y que El Globero anduvo saludando a la
gente con el cuerno de chivo colgado
y sin capucha.
Por la
noche llegue a la casa y al fondo vi a una familia que dormía en el suelo, le
pregunté a mi mujer quienes eran me dijo —es
Virginia la esposa de El Globero, se vino a dormir aquí porque dice que anoche
unos hombres armados le rodearon la casa—. En
ese momento me llené de miedo y le dije a mi compañera, —nada más hoy que mañana busquen otro lugar donde dormir.
***
Con
mi hijo Víctor Jesús fuimos a la cancha a jugar futbol como a las ocho de la
noche, estuvimos tirando penaltis, cuando debajo de un tamarindo que estaba en
el zócalo de El Ticuí descargaron una pistola calibre 9 milímetros en los
primeros días de 1998. En ese rato Víctor Jesús tomó la pelota y nos fuimos a
la casa. Las cosas se pusieron muy raras y se veía mucha gente extraña en
Atoyac, otra ocasión estando en la cancha dentro de la fábrica “chaquetearon”
una escopeta.
***
Otro
día iba caminando por la calle Independencia cuando se me aparejó un Neón azul
con rallas guindas. Dentro del auto un hombre comenzó a limpiar con una franela
roja un revólver al parecer era una pistola 38 especial. El tipo era moreno y
desconocido. Apuntando hacía mi limpiaba el arma tranquilamente, mientras el
coche transitaba despacio a mi par. Iba viendo de reojo como limpiaban la
pistola, hasta que las combis, que iban atrás, comenzaron a tocar sus claxon
protestando por la lentitud del Neón y fue que el conductor aceleró la marcha y
se perdió pasando el puente de la colonia Sonora.
***
Donde vivía mi mamá entraban, todas las noches, un grupo de hombres armados que vestían ropas oscuras y portaban armas largas. Mi madre los desterró echando agua bendita de San Judas Tadeo en las huellas que dejaban las botas. Un día mi hermano encontró a un miembro de las fuerzas especiales del Ejército asomado por una rendija de la puerta de la casa. El militar vivía relativamente cerca y argumentó que por su borrachera se había perdido.
Donde vivía mi mamá entraban, todas las noches, un grupo de hombres armados que vestían ropas oscuras y portaban armas largas. Mi madre los desterró echando agua bendita de San Judas Tadeo en las huellas que dejaban las botas. Un día mi hermano encontró a un miembro de las fuerzas especiales del Ejército asomado por una rendija de la puerta de la casa. El militar vivía relativamente cerca y argumentó que por su borrachera se había perdido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario