Víctor Cardona Galindo
En
1991 me dio por vender libros. Gil Mendoza me pasó libros para vender en
abonos, yo cobraba el enganche y le pasaba las letras firmadas para que él cobrara
los abonos. Siempre cuando inicio una empresa, soy tenaz, dice mi madre que
tengo “entrada de caballo bueno y salida de burro flojo”. Comencé a vender
libros, iba a los pueblos y en todas las casas bonitas entraba a ofrecer los
volúmenes y mostraba los catálogos. La gente escogía, y a veces, llevaba las
pesadas obras conmigo.
Una vez cargando una Enciclopedia
Universal me aventuré a El Paraíso. En una de las calles secundarias del
pueblo encontré una casa color rosa muy bonita, y afuera conversaban dos
hombres bien vestidos. La vivienda tenía, en su librero, libros que parecían de
yeso o de unicel. El dueño me dijo que esos libros eran solamente para adornar
la casa. Entonces el otro amigo que escuchaba la conversación tomó los
volúmenes que les mostraba de La
Enciclopedia Universal y los empotró en el espacio vacío del librero
diciendo —Mira vale se ven bien, yo reforcé el
comentario, sí se veían bien y la enciclopedia era muy completa para que los
niños la utilizaran en la escuela.
El
dueño de la casa respondió —pues si se ven
bien, hay déjalos vale— y sacó de la cartera
los mil setecientos pesos que costaba la obra y me la pagó. Me vine muy
contento y emocionado con esa venta me pareció fantástico vender una
enciclopedia tan cara de un solo golpe.
Seguí yendo
a vender libros a El Paraíso, vendí algunas obras. Un día estaba esperando el
camión en la salida de la comunidad, pasó en su camioneta un Técnico que venía
de arreglar un refrigerador. Me dijo —súbete vámonos— y nos venimos platicando. Después de pasar San
Vicente Benítez comenzó a pelear con los baches. Veníamos casi a vuelta de
rueda. De pronto, sin saber de dónde, salieron dos hombres encapuchados que nos
encañonaron con fusiles R-15, obligaron al Técnico a desviar la camioneta por
una brecha que nos condujo a un asoleadero. En el camino había más hombres con
armas largas. Nos obligaron a bajar de la camioneta. Ya tenían alrededor del
asoleadero varios vehículos entre ellos un camión de pasaje. Al bajarme me
jalaron la camisa para atrás y con ella me amarraron las manos. Igual que a los
demás me tiraron en la tierra boca abajo. “El primero que se levante se muere”,
dijeron. Mientras estábamos tirados siguieron metiendo carros. Antes de cerrar
los ojos vi que los individuos se movían de manera coordinada y todos traían
botas nuevas. Los R-15 me llamaron mucho la atención. Luego el silencio, nadie
decía nada ni se atrevía a dar el primer paso. Yo no me movía por temor a que
me dispararan y mantenía los ojos cerrados. Hasta que una joven me fue a
desatar, “Ya se fueron”, comentó al momento que deshacía en nudo de mi camisa.
Después que habló la mujer nos levantamos todos. Abordamos los vehículos y seguimos
nuestro camino a la cabecera municipal, sin ningún peso en la bolsa. Nos
quitaron todo. Me dejaron todos empolvados y revueltos los catálogos de los
libros dentro de la cabina de la camioneta del Técnico. En esos días los
asaltantes actuaban impunemente, incluso en el Arroyo Oscuro colocaron un
letrero: “Asaltos de 8 a 5 de la tarde, descansamos los domingos”. La gente
atribuía loa asaltos a la policía Motorizada que en tiempo de José Francisco
Ruiz Massieu estaba hasta el la sopa.
***
El
camión salió de Lázaro Cárdenas como a las diez de la noche. Yo tenía la
costumbre se salir a esa hora y bajarme en Coyuca de Benítez para esperar el
camión que venía de Acapulco a las cuatro de la mañana para llegar a la seis a
la ciudad de Atoyac. Esa vez me dormí
casi todo el camino, abrí los ojos cuando pasábamos por Zacualpan, y cuando los
volví abrir fue porque el camión daba tumbos al querer esquivar un tronco de
palma que estaba atravesado en la carretera, pero el camión no fue muy lejos,
adelante estaba parado un hombre a media carretera que disparó contra el
chofer. El disparo le rozó el hombro y la bala se fue a incrustar en la frente
de una pasajera que cayó boca abajo en el asiento sobre su hijo que quedó
bañado en sangre. Un hermanito mayor decía —con
que se golpeó Manuel— y lloraba. El niño más
pequeño no sabía que decir, mientras el camión se balanceaba por una carretera
de terracería hacia donde fue desviado por los asaltantes. Luego se escuchó una
voz que ordenaba que saliéramos de uno por uno.
Cuando
fuimos saliendo, unos hombres encapuchados nos apuntaban con armas largas. Nos
obligaron a que pusiéramos nuestras pertenencias en unas bolsas, yo eché todo
el dinero que traía. Luego nos fueron colocando, a los hombres atrás del camión
y apartaron a las mujeres. Éramos seis hombres entre ellos dos militares. En voz
baja me comentaron que días atrás asaltaron un camión y violaron a las mujeres.
Uno de ellos dijo: “yo no voy a dejar que violen a nadie” y el otro contestó
“yo tampoco”. Un hombre armado nos vigilaba de frente apuntándonos. Ese día
tuve la certeza de que moriría ahí. Cuando todos terminaron de bajar, un hombre
alto subió al camión. Quiso bajar a los niños que lloraban pero no pudo, salió
del camión y algo les dijo a los dos que cuidaban la entrada. Todos se fueron
para atrás del camión, al momento que gritaban: “el que se mueva se muere”. Ahí
estuvimos un rato. Luego entre todos comenzamos a ayudar al chofer para salir
de ahí. Pero ya que vimos a la herida llegamos a la conclusión de que había
muerto. Amanecía cuando estábamos en la carretera. Luego llegó un policía
Federal de Caminos al que le dimos el reporte.
La
mujer quedó boca abajo, con una caja de cigarros Salem agrazada, se alcanzaba a
ver la cajita verde. Como a las ocho de la mañana llegó la Policía Judicial con
el agente del Ministerio Público, comenzaron las diligencias y todos nos quedamos
para declarar. Levantaron el cadáver, estaba tieso y los niños que lloraban
fueron llevados en una patrulla de la Policía Federal de Caminos para buscar a
su familia. Mientras todos los pasajeros fuimos trasladados en patrullas de la
Policía Judicial a la ciudad de Atoyac para que declaráramos ante el agente del
Ministerio Público. Era un domingo y todo el día nos lo pasamos declarando.
Nadie se pudo ir hasta el último dio su versión.
El doctor Romero
Llegué
temprano a la comandancia y pregunté por las novedades. Un jefe de grupo de la
Policía Preventiva me dio un gajo de hojas donde estaban las tarjetas
informativas. Leí en el reporte: “Una unidad de esta corporación, sostuvo
durante la madrugada un enfrentamiento con asaltantes de camiones en la comunidad
de Zacualpan”. No había mayor información, únicamente se decía en el cuerpo de
la nota que se habían disparado 20 cartuchos de escopeta calibre 12 y “al
parecer algún delincuente salió herido en la refriega” y ya se le seguía el
rastro.
Como
me gusta corroborar la noticia, me dirigí a Zacualpan para investigar que se
sabía del enfrentamiento entre policías y asaltantes. Chequé mis fuentes.
Algunos sólo habían oído los disparos y otro me dijo —Anoche
intentaron matar al doctor Miguel Romero. Entonces corrí a ver al doctor,
porque es mi amigo desde hace muchos años.
Miguel
Romero estaba encerrado dentro de su clínica. Sus familiares me reconocieron y
abrieron la puerta, me hicieron pasar. El doctor de inmediato me dijo —oyes cabrón que bueno que vienes quiero denunciar
que anoche me quisieron matar—.
Me
explicó —Anoche me llamó doña María diciéndome
que en una esquina de su corral andaba una venadita que tengo encerrada acá en
el patio. Salí a ver y sí efectivamente la venadita se había salido, me fije
que alguien le habían abierto la tranca. Entonces me metí y me ganché la 45 y me fui a buscarla. Apenas
iba atravesando la calle, cuando me gritaron “párate hijuelachingada o te
mueres”, al momento brinqué a donde estaba más oscuro y entonces oí un disparo,
pomm, cuando sentí el fogonazo ya estaba atrás de un cuyotomate, el tronco de
ese palo es grueso, entonces les contesté con la 45, pomm,
en eso vi que un bulto negro se dejó caer del otro lado de la carretera y que
contestan, pomm. Así estuvimos un rato, tirándolos nada más al tanteo, hasta
que se me acabó la carga corrí y me metí a la casa. Ya cuando estaba en la casa
oí que un carro entraba al barrio y recorría las calles. No sé quién me quiso
matar—. Le dije —creo
que fue la policía, porque hay reporte de tiroteo anoche. No te preocupes—.
Me
regresé a la jefatura de policía y me informó el comandante que ellos acudieron
a Zacualpan porque el chofer de un camión de pasajeros había pasado a módulo de
la Y Griega para reportar un asalto. Pero ya cuando la ronda iba en camino, se
recibió una llamada telefónica donde denunciaban que habían visto pasar a un
hombre armado por la calle y esto se les comunicó por radio a la patrulla que
se dirigió al lugar. De ahí el tiroteo.
El
doctor estuvo escondido y asustado por unos días. A mí me quedó la duda ¿Quién
fue el que llamó a la policía, para denunciar el hombre armado? y ¿Quién le
abrió la cerca de la venadita? ¿No sería que de verdad se querían “escabechar”
al doctor?
***
Los
trajeron en la ronda, Él era un jovencito, y como Ella no rebasaba los 18 años.
Él traía puesta una camisa a rayas y pantalón de mezclilla, era de otra ciudad
tal vez, porque no lo conocí. Ella si era paisana traía una blusa blanca y
falda a cuadros, lloraba al momento que los bajaron de la patrulla. Atrás venía
un preventivo manejando un Volkswagen blanco y lo estacionó frente a la
comandancia.
Eran
las ocho de la noche, la alcaldesa aún estaba ahí. Cuando vio bajarlos,
preguntó al comandante ¿Capitán? ¿Capitán? ¿Capitán? —Diga
señora —respondió el capitán. ¿A estos
muchachitos porque los traen detenidos? —Preguntó
—Por faltas a la moral —contestó el capitán—. — ¿Cómo es eso? —inquirió
la alcaldesa. El capitán agregó —Los
encontramos haciendo el amor atrás de un muro en la cancha Olea.
La alcaldesa
se sorprendió — ¿Cómo en mi gobierno se
detiene a la gente por hacer el amor? —Así lo
dice el Bando de Policía y Buen Gobierno, señora, —señaló
el capitán.
Sonriendo
la alcaldesa ordenó —Mire capitán olvídese del
Bando y ponga inmediatamente en libertad a estos muchachitos, déjelos que hagan
el amor, si no estaban delante de la gente y estaban escondidos en lo oscuro,
déjelos hacer el amor. Eso es muy romántico—.
Durante mi gobierno a nadie se le va a detener por hacer el amor. Póngase a
hacer el amor capitán, —y dirigiéndose a los
policías dijo —Pónganse a hacer el amor
muchachos, ustedes también. Ojala todos hicieran el amor el mundo sería más
feliz—. Los jóvenes corrieron donde estaba la
alcaldesa, le besaron la mano, luego abordaron el cochecito blanco y se fueron.
Pablo Alonso
A
principios de mayo de 2015, el fenómeno Mar de Fondo atacó las costas de
Guerrero, habitantes de las comunidades
de Cayaquitos, Ojo de Agua, Michigan y Boca Chica, fueron afectados por el alto
oleaje.
Ese
día la marea alta devastó más de 50 viviendas en las comunidades de Boca Chica,
Michigan, Puerto Escondido y El 20, en algunos casos la gente se quedó con lo
que llevaban puesto encima. Olas de hasta cinco metros se produjeron en las
playas de Boca Chica y Michigan en este municipio; en la primera, el mar
atravesó la franja de arena y llegó al estero, lo que ocasionó pérdidas
económicas a los prestadores de servicios que se encuentran en la zona.
Al día
siguiente la noticia se supo en Atoyac, una veintena de reporteros de la Costa
Grande caminaron por la mañana rumbo a la playa de Boca Chica para conocer los
daños del siniestro. En lancha llegaron hasta el islote que separa el mar con
la laguna, caminaron por esa franja de tierra buscando las afectaciones. Allá a
lo lejos perdido entre mangles y sauces encontraron un almendro. El sol ya
había subido y estaba en su punto. Los demás reporteros caminaron, Pablo Alonso
se quedó atrás, entonces asomándose debajo de una hoja encontró una solitaria
almendra. No era un almendra cualquiera, era casi roja, perfecta sin ningún
golpe de la caída, pero sobre todo sorprendía que no tuviera ni siquiera un
rasguño de los quirópteros que acostumbran estas frutas por alimento. Pablo
sintió miedo que alguno de sus compañeros la hubiera visto, porque además tenía
un tamaño superior de las almendras comunes. Se sintió afortunado que fuera él
quien la haya encontrado, por eso la envolvió en una servilleta y la metió
discretamente en la bolsa de su camisa. Durante el recorrido la cuidó como un
tesoro, a cada rato la tocaba y la sentía cerca de su corazón para cerciorarse
que no se hubiera caído. Sintió un singular placer no decirle a nadie de su
hallazgo, no quiso comerla, porque le parecía demasiado bonita para tener ese
destino y la cuidó celosamente durante el día. Llegando a su casa, por la tarde,
se la dio a su cotorra.
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