martes, 4 de octubre de 2016

Ciudad con aroma de café I


Para Adela Rivas Obé
Víctor Cardona Galindo
Amo esta ciudad, aunque en los primeros días que llegamos a ella un chamaco travieso y peleonero descalabró a mi hermana. Juré que mataría al descalabrador, pero hasta la fecha lo único que he matado son las ilusiones de mi madre, ella quería que fuera abogado y que tuviera un trabajo en la sombra, pero hasta ahora lo único que le doy son mortificaciones, ando puro de pateperro.
Ambrosio Castillo Muñoz, El Tenor de Guerrero
murió cantando el Ave María en la Iglesia 
Santa María de la Asunción. 
Foto: Archivo Histórico Municipal de Atoyac.

Amo esta ciudad, a pesar de que cuando llegamos nos rentaron un cuartucho, lleno de alimañas, que por las noches teníamos que pelearles a los marranos. Amo esta ciudad, a pesar de que los vecinos nos vendían la cubeta de agua a 20 centavos. Nosotros veníamos de una comunidad donde toda el agua era gratis, nadie le pagaba a los dos arroyos, que circulaban Los Valles, por su fresca y limpia bendición. Sin embargo amo está ciudad y no le veo ningún defecto, a pesar que digan que tenemos la costumbre de caminar a media calle y de invadir la banqueta con mercancías y puestos en los que venden cualquier cosa. Yo la disfruto y la vivo. Veo con gusto, al vendedor de elotes, al vendedor de cocos y a la señora de los aguacates. Todos le agregan algo a esta ciudad que la hace especial. Los vendedores de pipisa, de hierba santa y los plátanos de la sierra. Díganme que otra ciudad tiene los tacos de Lute o las enchiladas de pollo ausente.
Es difícil describir la tristeza que sentí cuando llegué a la ciudad de Atoyac. Aquella sensación de dolor que sentía en la medida que la camioneta de pasaje avanzaba por carretera, era como si en cada vuelta que daban las llantas se fuera quedando el alma. Llegamos a la ciudad y no bajamos en la primera parada, la del Tejabán.
Mi mamá fue a buscar alojamiento, y nos dejó, en la calle Florida, debajo de un cacahuananche cuyas hojas filtraban los rayos del sol, un sol que no quemaba, que parecía nuevo o triste, en esa hora indefinida en que el día comienza a envejecer. Los cuatro hermanitos, nos quedamos con el miedo en la garganta, temiendo que la autora de nuestros días nos abandonara en ese lugar desconocido.
Después de mucho tiempo mi madre volvió, ya llorábamos, los mocos nos escurrían confundiéndole con las lágrimas, ya había almas caritativas buscándola. Nosotros con la voz entrecortada por el llanto y por el miedo no alcanzábamos articular palabra. Los curiosos se fueron cuando ella llegó y nos llevó donde sería nuestra nueva morada.
Mamá encontró en la calle Corregidora ese cuarto rustico, sin piso, que por las noches servía de guarida a los marranos del dueño de la casa. El suelo era de tierra suelta, no tenía puertas y el adobe bruto sin revocar. En el rincón estaba un nido donde dormía la manada de puercos, era oscuro y polvoso aquel primer cuarto que rentamos, el techo de tejas estaba lleno de telarañas. La primera noche llegaron los marranos gritando cuii, cuii, cuii, reclamaban su espacio, pero mi madre los ahuyentó con un garrote. Esa noche no durmió peleando con esa manada de fieros y peludos contrincantes que nos sentían intrusos en su cálida morada.
No había comparación con nuestra vida pasada. Allá en la sierra había de todo, dos arroyos circulaban el terreno de la casa, bajo la sombra de los arboles de limones dulces los cangrejos se enfrentaban a duelo con sus fuertes tenazas. Lloré dos días exigiéndole a mi madre que me llevara de regreso a la casa de la abuela. No fue posible.
Hubo que vivir soledad, pobreza y mucho trabajo porque todo fue un descontrol. Mi papá se fue huyendo mientras se arreglaban las cosas. Allá en la sierra a pesar de nuestra pobreza éramos muy felices. Dejar Los Valles fue un calvario para todos. Mi madre trabajaba y trabajaba para darnos de comer, sufrimos mucho porque siempre estábamos solos y padecimos desprecios de los vecinos y hasta de los mismos parientes. Mi familia fue víctima de esa ocupación militar que trajo el combate al cabañismo, también del caciquismo, de las intrigas que hacen de un pueblo chico un infierno grande. Por eso tenemos una llaga por dentro que no cicatriza. Algunos nos llaman desplazados de la Guerra Sucia.
A pesar que luego, nos fuimos a vivir a El Ticuí, no hemos dejado la ciudad, siempre veníamos al mercado a vender los productos de mi padre, ya de regreso con nosotros: elotes, calabacitas, chiles, tomates, pipisa y huevos de gallina. Aun ahora aquí ejerzo mi oficio y mi hermano tiene su consultorio en el centro de Atoyac. He pasado más días de mi vida caminando sus calles que en mi propia casa.
Algunos le ricen Ranchoyac, otros Motayac, otros se quejan que nuestra gente “cucha” camina a media calle. Se escuchan expresiones: “La gente pendeja de Atoyac camina a media calle”, yo les contesto que es resistencia, porque antes de los automóviles, estuvo la gente y tiene la preferencia. Yo digo, que si en mis manos estuviera, cerraría las calles del centro al tránsito vehicular y solamente dejaría entrar los carros de los residentes. Cerraría a la circulación vehicular desde la calle Obregón hasta Hidalgo y de la calle Arturo Flores Quintana hasta el Río. Ni un carro pasaría por el centro para que la gente caminara libre. Habría más espacio para que la señora de los chiles y de los tomates, ponga su tendedero y que todos saquen sus mercancías. El centro sería como un tianguis. Creo que todos nos beneficiaríamos de alguna manera principalmente el gremio de los carretilleros, sería también una forma de reconstruir el tejido social, porque quien fuera a los cajeros automáticos, dejaría su auto en la calle Montes de Oca y tendrían espacio para pararse a platicar a media avenida con los amigos. Muchas ciudades del mundo tienen sus calles peatonales por ejemplo: La Florida y La Valle son dos hermosas calles peatonales de Buenos Aires Argentina.
Pero en fin, amo esta ciudad como es ahora, así la amaba aun cuando todavía no tenía sus calles pavimentadas. Que si la decisión fuera mía no habría pavimentado ni una sola. ¡Ah! y desaparecería el departamento de vía pública, aunque mi tocayo Víctor Mercado perdiera su empleo.
He caminado ésta ciudad, a toda hora, de día y de noche. Me da gusto que a las 3 de la mañana anden personas de bien caminándola. Los taqueros y otros trabajadores que a esa hora salen la circulan con sus motocicletas. A las 4 de la mañana por las calles se ven desfilar una que otra persona que camina rumbo a la terminal, a esa hora sale la primera corrida al puerto de Acapulco. He salido a la a la una, a las 2 y a las 3 hay quien barre las calles y se escuchan ruidos de zapatos presurosos mientras los gatos maúllan en los tejados. A las 4, me ha dado gusto encontrar, en los tiempos de la feria del café, familias que van con sus hijos a sus casas, después de bajarse de la combi que los dejó en el centro. Me da gusto que a pesar de la violencia, no nos han robado la ciudad, que la gente haga su vida normal. Aunque con miedo, la vida sigue y a todas horas podemos salir a la calle. La taquería de los Juárez cierra a las 3 de la mañana. Hacia el Sur ha crecido una zona de bares que abren todas las noches, toda la noche. Son bares que distan ser las cantinas de mala muerte de los años pasados. En el boulevard apenas Pedro Brito abrió un nuevo espacio con karaoke. Los taxistas de la terminal todas las noches mueven pasajeros hasta que entra el otro turno a las 5 de la mañana. Hay una intensa vida nocturna.
A las 7 de la  mañana frente a la terminal de autobuses es pura algarabía, ya despertaron los cascalotes que duermen en los almendros y se van sobre el festín de insectos que se acumulan en las luminarias de Coppel, decenas de aves negras revolotean la pared de esa tienda departamental. Aquí el que madruga Dios lo ayuda. A esa hora la comida es segura para zanates y zanatillas. A esa hora la lechuza, depredadora de las negras aves, pasa altísima huyendo de luz del sol que le va arañando los talones y mordiéndole las plumas de la cola.
Abajo, sobre la banqueta, la madrugadora señora que vende desayunos a los viajeros, ya se instaló. Ya se puede tomar un café negro como mi conciencia, o con leche, un atole de piña o de avena. Los bolillos con tinga son mi delirio. A la 7 sale el autobús para Chilpancingo, ya varias corridas se fueron, desde las 4 de la mañana, rumbo al Puerto de Acapulco. Mientras sube el sol abren los demás negocios. Leno pondrá su puesto con deliciosos tacos de chivo. “Si usted se quiere poner bueno, coma tacos Leno”, dirá entre sus bromas.
En mi ciudad el bocote florea en noviembre. Las atoyaquenses del pasado eran muy laboriosas y hacían las coronas para sus ofrendas con puras flores de bocote. Cuando las flores caen en la pila de agua, primero flotan y después se aplanan, que parecen diminutas estrellas de mar. Mi ciudad está rodeada de bocotales. Son los árboles que pueblan el panteón y vuelven blanco el camino a Todos los Santos. El ahuejote amarillo, alterna con el primavero, en enero, cuando otro año comienza, el bocote palidece.
Desde la altura de los cerros poco a poco la ciudad se va tornando plateada. Debido al calentamiento global, muchas familias no resisten el calor bajo las casas de azotea, por eso les construyen encima techos de láminas galvanizadas, para mitigar los rayos del sol. Por eso a lo lejos los techos refractan la luz, la ciudad asemeja una gran laguna, poco a poco la gente se va olvidando de los tejados.
Hace 39 años, cuando mi familia y yo llegamos a estos lares, toda la noche se oía el tronar de la quebradora triturando las piedras que utilizaron para construir los canales de riego y por la mañana, a las seis, se percibían los tambores a lo lejos, eran las dianas en el cuartel del 49 Batallón de Infantería, que despertaban a todos a la misma hora. Al norte se escuchaban disparos a todas horas, era el campo de tiro, donde la tropa de cuartel hacía sus prácticas.  Ahora ya no están esos sonidos. Aunque al nacer los Años Nuevos se escuchan una multitud de disparos, de todos los calibres habidos y conocidos, el AK-47 o Cuerno de Chivo es el favorito de los que gustan quemar pólvora en infiernitos, dice un amigo de la sierra que él tira todos los años para que vean los mañosos que hay con “queso las tortillas”.
La palabra Atoyac, proviene de los vocablos en lengua náhuatl atl-toyaui que, traducido al español, de acuerdo al departamento de lingüística del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), significa “Agua que se riega o se esparce”. Se le añadió Álvarez en honor al general Juan Álvarez, héroe de la independencia, de la revolución de Ayutla y presidente de la República en 1855.
Atoyac está situado en el corazón de la Costa Grande del estado de Guerrero, y se ubica geográficamente al Suroeste de la capital estatal; a 84 kilómetros de Acapulco sobre la carretera hacia Zihuatanejo. Su localización de acuerdo al Instituto Nacional de Geografía e Informática (Inegi) es al Norte 17° 33’; al Sur 17° 03’ de longitud Norte; al Este 100° 06’ y al Oeste 100° 32’ de longitud. La ciudad de Atoyac se encuentra a 40 metros sobre el nivel del mar. La temperatura media anual es de 28 grados centígrados. Como la nuestra existen otros Atoyac, en Jalisco, Oaxaca, Veracruz y Puebla. Y de acuerdo a las investigaciones de doña Juventina Galeana, nuestros dibujos toponímicos corresponden también a esos pueblos.
Hablando de amor a esta tierra, un equipo de músicos compiló un álbum de melodías sobre este solar, se llama “Atoyac  a través de mis oídos”. Para aquellos que reniegan de su tierra y para los que viven añorando el regreso, como los que viven en Estados Unidos, les hará derramar una que otra lágrima. Este CD está hecho por amor y con amor a nuestra tierra. Es el fruto del esfuerzo de un equipo encabezado por Carlos Ponce Reyes, auspiciado por la Unidad Regional de Culturas Populares que encabeza Gerardo Guerrero Gómez, por medio del Programa de Apoyo para las Culturas Municipales y Comunitarias (Pacmyc) este noble programa que apoya la preservación de la identidad de los pueblos.
El disco no es nuevo, pero yo lo escucho cada rato, porque es un recorrido musical por nuestra tierra, nos hace recordar lo que somos, nos asoma a nuestra identidad. Nos hace sentir orgullosos de haber nacido y vivir aquí. Nos hace recordar que somos un pueblo indómito que nunca se raja y que siempre está el pie de lucha por mejorar la vida de los mexicanos.
Nos recuerda que somos parte de una tierra encantada, llena de folklor y tradiciones, de leyendas y con mucha historia recorrida desde Juan Álvarez a la fecha. No hace sentir amor hacia nuestro olvidado y contaminado rio, que en su paso nos deja bellezas naturales como El Salto y el Cuyotomate.
En conclusión y en sintonía con la música del CD. Atoyac es un pedacito tierra encantador, cuna de hombres luchadores que nunca se dejan, un rincón entre el mar y las montañas, con aroma del café que llega de la sierra. Es un camino que lleva del mar a la ocotera, es el sabor del café de olla y el vaivén de las palmeras.


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