Para Adela Rivas Obé
Víctor
Cardona Galindo
Amo esta ciudad, aunque en los primeros días que
llegamos a ella un chamaco travieso y peleonero descalabró a mi hermana. Juré
que mataría al descalabrador, pero hasta la fecha lo único que he matado son
las ilusiones de mi madre, ella quería que fuera abogado y que tuviera un
trabajo en la sombra, pero hasta ahora lo único que le doy son mortificaciones,
ando puro de pateperro.
Ambrosio Castillo Muñoz, El
Tenor de Guerrero;
murió cantando el Ave María en la Iglesia
Santa María de la Asunción.
Foto:
Archivo Histórico Municipal de Atoyac.
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Amo esta ciudad, a pesar de que cuando llegamos nos
rentaron un cuartucho, lleno de alimañas, que por las noches teníamos que
pelearles a los marranos. Amo esta ciudad, a pesar de que los vecinos nos
vendían la cubeta de agua a 20 centavos. Nosotros veníamos de una comunidad
donde toda el agua era gratis, nadie le pagaba a los dos arroyos, que
circulaban Los Valles, por su fresca y limpia bendición. Sin embargo amo está
ciudad y no le veo ningún defecto, a pesar que digan que tenemos la costumbre
de caminar a media calle y de invadir la banqueta con mercancías y puestos en
los que venden cualquier cosa. Yo la disfruto y la vivo. Veo con gusto, al
vendedor de elotes, al vendedor de cocos y a la señora de los aguacates. Todos
le agregan algo a esta ciudad que la hace especial. Los vendedores de pipisa,
de hierba santa y los plátanos de la sierra. Díganme que otra ciudad tiene los
tacos de Lute o las enchiladas de pollo ausente.
Es
difícil describir la tristeza que sentí cuando llegué a la ciudad de Atoyac.
Aquella sensación de dolor que sentía en la medida que la camioneta de pasaje
avanzaba por carretera, era como si en cada vuelta que daban las llantas se
fuera quedando el alma. Llegamos a la ciudad y no bajamos en la primera parada,
la del Tejabán.
Mi
mamá fue a buscar alojamiento, y nos dejó, en la calle Florida, debajo de un
cacahuananche cuyas hojas filtraban los rayos del sol, un sol que no quemaba,
que parecía nuevo o triste, en esa hora indefinida en que el día comienza a
envejecer. Los cuatro hermanitos, nos quedamos con el miedo en la garganta,
temiendo que la autora de nuestros días nos abandonara en ese lugar
desconocido.
Después
de mucho tiempo mi madre volvió, ya llorábamos, los mocos nos escurrían
confundiéndole con las lágrimas, ya había almas caritativas buscándola.
Nosotros con la voz entrecortada por el llanto y por el miedo no alcanzábamos
articular palabra. Los curiosos se fueron cuando ella llegó y nos llevó donde
sería nuestra nueva morada.
Mamá
encontró en la calle Corregidora ese cuarto rustico, sin piso, que por las
noches servía de guarida a los marranos del dueño de la casa. El suelo era de
tierra suelta, no tenía puertas y el adobe bruto sin revocar. En el rincón
estaba un nido donde dormía la manada de puercos, era oscuro y polvoso aquel
primer cuarto que rentamos, el techo de tejas estaba lleno de telarañas. La
primera noche llegaron los marranos gritando cuii, cuii, cuii, reclamaban su
espacio, pero mi madre los ahuyentó con un garrote. Esa noche no durmió
peleando con esa manada de fieros y peludos contrincantes que nos sentían intrusos
en su cálida morada.
No
había comparación con nuestra vida pasada. Allá en la sierra había de todo, dos
arroyos circulaban el terreno de la casa, bajo la sombra de los arboles de
limones dulces los cangrejos se enfrentaban a duelo con sus fuertes tenazas.
Lloré dos días exigiéndole a mi madre que me llevara de regreso a la casa de la
abuela. No fue posible.
Hubo que vivir soledad, pobreza y mucho trabajo porque
todo fue un descontrol. Mi papá se fue huyendo mientras se arreglaban las
cosas. Allá en la sierra a pesar de nuestra pobreza éramos muy felices. Dejar
Los Valles fue un calvario para todos. Mi madre trabajaba y trabajaba para
darnos de comer, sufrimos mucho porque siempre estábamos solos y padecimos
desprecios de los vecinos y hasta de los mismos parientes. Mi familia fue
víctima de esa ocupación militar que trajo el combate al cabañismo, también del
caciquismo, de las intrigas que hacen de un pueblo chico un infierno grande. Por
eso tenemos una llaga por dentro que no cicatriza. Algunos nos llaman
desplazados de la Guerra Sucia.
A pesar que luego, nos fuimos a vivir a El Ticuí, no hemos
dejado la ciudad, siempre veníamos al mercado a vender los productos de mi
padre, ya de regreso con nosotros: elotes, calabacitas, chiles, tomates, pipisa
y huevos de gallina. Aun ahora aquí ejerzo mi oficio y mi hermano tiene su
consultorio en el centro de Atoyac. He pasado más días de mi vida caminando sus
calles que en mi propia casa.
Algunos le ricen Ranchoyac, otros Motayac, otros se
quejan que nuestra gente “cucha”
camina a media calle. Se escuchan expresiones: “La gente pendeja de Atoyac
camina a media calle”, yo les contesto que es resistencia, porque antes de los
automóviles, estuvo la gente y tiene la preferencia. Yo digo, que si en mis manos
estuviera, cerraría las calles del centro al tránsito vehicular y solamente
dejaría entrar los carros de los residentes. Cerraría a la circulación
vehicular desde la calle Obregón hasta Hidalgo y de la calle Arturo Flores
Quintana hasta el Río. Ni un carro pasaría por el centro para que la gente
caminara libre. Habría más espacio para que la señora de los chiles y de los
tomates, ponga su tendedero y que todos saquen sus mercancías. El centro sería
como un tianguis. Creo que todos nos beneficiaríamos de alguna manera
principalmente el gremio de los carretilleros, sería también una forma de
reconstruir el tejido social, porque quien fuera a los cajeros automáticos,
dejaría su auto en la calle Montes de Oca y tendrían espacio para pararse a
platicar a media avenida con los amigos. Muchas ciudades del mundo tienen sus
calles peatonales por ejemplo: La Florida y La Valle son dos hermosas
calles peatonales de Buenos Aires Argentina.
Pero en fin, amo esta ciudad como es ahora, así la
amaba aun cuando todavía no tenía sus calles pavimentadas. Que si la decisión
fuera mía no habría pavimentado ni una sola. ¡Ah! y desaparecería el
departamento de vía pública, aunque mi tocayo Víctor Mercado perdiera su
empleo.
He caminado ésta ciudad, a toda hora, de día y de
noche. Me da gusto que a las 3 de la mañana anden personas de bien caminándola.
Los taqueros y otros trabajadores que a esa hora salen la circulan con sus
motocicletas. A las 4 de la mañana por las calles se ven desfilar una que otra
persona que camina rumbo a la terminal, a esa hora sale la primera corrida al
puerto de Acapulco. He salido a la a la una, a las 2 y a las 3 hay quien barre
las calles y se escuchan ruidos de zapatos presurosos mientras los gatos maúllan
en los tejados. A las 4, me ha dado gusto encontrar, en los tiempos de la feria
del café, familias que van con sus hijos a sus casas, después de bajarse de la
combi que los dejó en el centro. Me da gusto que a pesar de la violencia, no
nos han robado la ciudad, que la gente haga su vida normal. Aunque con miedo,
la vida sigue y a todas horas podemos salir a la calle. La taquería de los
Juárez cierra a las 3 de la mañana. Hacia el Sur ha crecido una zona de bares
que abren todas las noches, toda la noche. Son bares que distan ser las
cantinas de mala muerte de los años pasados. En el boulevard apenas Pedro Brito
abrió un nuevo espacio con karaoke. Los taxistas de la terminal todas las
noches mueven pasajeros hasta que entra el otro turno a las 5 de la mañana. Hay
una intensa vida nocturna.
A las
7 de la mañana frente a la terminal de
autobuses es pura algarabía, ya despertaron los cascalotes que duermen en los
almendros y se van sobre el festín de insectos que se acumulan en las
luminarias de Coppel, decenas de aves negras revolotean la pared de esa tienda
departamental. Aquí el que madruga Dios lo ayuda. A esa hora la comida es
segura para zanates y zanatillas. A esa hora la lechuza, depredadora de las
negras aves, pasa altísima huyendo de luz del sol que le va arañando los
talones y mordiéndole las plumas de la cola.
Abajo,
sobre la banqueta, la madrugadora señora que vende desayunos a los viajeros, ya
se instaló. Ya se puede tomar un café negro como mi conciencia, o con leche, un
atole de piña o de avena. Los bolillos con tinga son mi delirio. A la 7 sale el
autobús para Chilpancingo, ya varias corridas se fueron, desde las 4 de la
mañana, rumbo al Puerto de Acapulco. Mientras sube el sol abren los demás
negocios. Leno pondrá su puesto con deliciosos tacos de chivo. “Si usted se
quiere poner bueno, coma tacos Leno”, dirá entre sus bromas.
En mi
ciudad el bocote florea en noviembre. Las atoyaquenses del pasado eran muy
laboriosas y hacían las coronas para sus ofrendas con puras flores de bocote.
Cuando las flores caen en la pila de agua, primero flotan y después se aplanan,
que parecen diminutas estrellas de mar. Mi ciudad está rodeada de bocotales.
Son los árboles que pueblan el panteón y vuelven blanco el camino a Todos los
Santos. El ahuejote amarillo, alterna con el primavero, en enero, cuando otro
año comienza, el bocote palidece.
Desde
la altura de los cerros poco a poco la ciudad se va tornando plateada. Debido
al calentamiento global, muchas familias no resisten el calor bajo las casas de
azotea, por eso les construyen encima techos de láminas galvanizadas, para
mitigar los rayos del sol. Por eso a lo lejos los techos refractan la luz, la
ciudad asemeja una gran laguna, poco a poco la gente se va olvidando de los
tejados.
Hace
39 años, cuando mi familia y yo llegamos a estos lares, toda la noche se oía el
tronar de la quebradora triturando las piedras que utilizaron para construir
los canales de riego y por la mañana, a las seis, se percibían los tambores a
lo lejos, eran las dianas en el cuartel del 49 Batallón de Infantería, que
despertaban a todos a la misma hora. Al norte se escuchaban disparos a todas
horas, era el campo de tiro, donde la tropa de cuartel hacía sus
prácticas. Ahora ya no están esos
sonidos. Aunque al nacer los Años Nuevos se escuchan una multitud de disparos,
de todos los calibres habidos y conocidos, el AK-47 o Cuerno de Chivo es el favorito de los que gustan quemar pólvora en
infiernitos, dice un amigo de la sierra que él tira todos los años para que
vean los mañosos que hay con “queso las tortillas”.
La
palabra Atoyac, proviene de los vocablos en lengua náhuatl atl-toyaui que, traducido al español, de
acuerdo al departamento de lingüística del Instituto Nacional de Antropología e
Historia (INAH), significa “Agua que se riega o se esparce”. Se le añadió
Álvarez en honor al general Juan Álvarez, héroe de la independencia, de la
revolución de Ayutla y presidente de la República en 1855.
Atoyac
está situado en el corazón de la Costa Grande del estado de Guerrero, y se
ubica geográficamente al Suroeste de la capital estatal; a 84 kilómetros de
Acapulco sobre la carretera hacia Zihuatanejo. Su localización de acuerdo al
Instituto Nacional de Geografía e Informática (Inegi) es al Norte 17° 33’; al
Sur 17° 03’ de longitud Norte; al Este 100° 06’ y al Oeste 100° 32’ de
longitud. La ciudad de Atoyac se encuentra a 40 metros sobre el nivel del mar. La
temperatura media anual es de 28 grados centígrados. Como
la nuestra existen otros Atoyac, en Jalisco, Oaxaca, Veracruz y Puebla. Y de
acuerdo a las investigaciones de doña Juventina Galeana, nuestros dibujos
toponímicos corresponden también a esos pueblos.
Hablando
de amor a esta tierra, un equipo de músicos compiló un álbum de melodías sobre
este solar, se llama “Atoyac a través de
mis oídos”. Para aquellos que reniegan de su tierra y para los que viven
añorando el regreso, como los que viven en Estados Unidos, les hará derramar
una que otra lágrima. Este CD está hecho por amor y con amor a nuestra tierra.
Es el fruto del esfuerzo de un equipo encabezado por Carlos Ponce Reyes, auspiciado
por la Unidad Regional de Culturas Populares que encabeza Gerardo Guerrero
Gómez, por medio del Programa de Apoyo para las Culturas Municipales y
Comunitarias (Pacmyc) este noble programa que apoya la preservación de la
identidad de los pueblos.
El
disco no es nuevo, pero yo lo escucho cada rato, porque es un recorrido musical
por nuestra tierra, nos hace recordar lo que somos, nos asoma a nuestra
identidad. Nos hace sentir orgullosos de haber nacido y vivir aquí. Nos hace recordar
que somos un pueblo indómito que nunca se raja y que siempre está el pie de
lucha por mejorar la vida de los mexicanos.
Nos
recuerda que somos parte de una tierra encantada, llena de folklor y
tradiciones, de leyendas y con mucha historia recorrida desde Juan Álvarez a la
fecha. No hace sentir amor hacia nuestro olvidado y contaminado rio, que en su
paso nos deja bellezas naturales como El Salto y el Cuyotomate.
En
conclusión y en sintonía con la música del CD. Atoyac es un pedacito tierra
encantador, cuna de hombres luchadores que nunca se dejan, un rincón entre el
mar y las montañas, con aroma del café que llega de la sierra. Es un camino que
lleva del mar a la ocotera, es el sabor del café de olla y el vaivén de las
palmeras.
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