Víctor
Cardona Galindo
La historia del café en Atoyac quedó plasmada en
diversos textos escritos por propios y extraños, empezando por la biografía del
introductor de ese aromático grano Gabino G. Pino que fue redactada por René
García Galeana (Rega). Otro libro al respecto es el de Arturo Martínez Nateras,
El lado oculto de una taza de café.
Cafetos antes de ser cortados. Foto. cortesía de Julio César Ocaña |
José Carmen Tapia Gómez dio a conocer en 1996, Economía y Movimiento Cafetalero. Del Inmecafé
a la Autogestión en la Sierra de Atoyac de Álvarez (1970-1984) una
publicación de la Universidad Autónoma de Guerrero. Andrea Radilla
Martínez, escribió: Poderes Saberes y Sabores. Una historia de resistencia
de los cafeticultores Atoyac 1940-1974 editado por la UAG en 1998 y La
organización y las nuevas estrategias campesinas. La Coalición de Ejidos de la
Costa Grande de Guerrero, 1987-2003 auspiciado por UNORCA el 2004.
Julio César Ocaña sacó a la luz el 2007: Café de
Guerrero. Identidad y orgullo y Alfonso Romero de la O con Julio César Cortés Jaimes
publicaron el 2008 con, el apoyo de UNORCA, el libro Una aproximación a los costos de producción del café. Simón Hipólito Castro, Arturo García Jiménez y Decidor Silva Valle
han dado amplia difusión al mundo del café en sus colaboraciones para los
periódicos. A eso también se han sumado Evodio Argüello de León y Bertoldo
Cabañas Ocampo.
Sin duda son muchas la publicaciones hechas sobre el
café, pero hoy únicamente nos referiremos a los textos literarios sobre el tema
que se compilaron en Agua Desbocada.
Antología de Escritos Atoyaquenses publicada el 2007, lo que Felipe Fierro
publicó en El Silencio del Viento el 2010 y Enrique Galeana Laurel en El Nacaiqueme ese mismo año.
En Agua Desbocada
doña Fidelina Téllez Méndez al escribir la biografía de su padre Rosendo Téllez
Blanco muestra las peripecias que vivía un cafetalero para sembrar las huertas:
“El propósito de mi papá era adentrarse en la sierra porque sabía que había
tierras propicias para el cultivo del café, así siguieron hasta el paraje
denominado El Ocotal, en donde había ya
unas cinco familias establecidas; ellos por su parte fincaron su campamento a
unos dos kilómetros de ahí. Así empezó la lucha contra las adversidades; por
principio mi mamá acostumbrada al clima caluroso de la costa tenía que soportar
el frío de la Sierra Madre del Sur, y mi papá por su parte, ya acostumbrado a
esas temperaturas, empezó a trabajar sin tregua en la meta que se había
fijado”. “Para iniciar construyó una pequeña cabaña para guarecerse del frío y
de los animales salvajes que merodeaban, ya que por la noches se dejaban oír
los rugidos de tigres y leones; después se dio a la tarea de limpiar y
desmontar todo lo que serían sus sembradíos de café; cuando la situación se lo
permitía alquilaba a uno o dos trabajadores entre los vecinos para que le
ayudaran, pero la mayor parte del tiempo lo hacía solo. Cuando preparaba una
buena porción de terreno lo sembraba de pequeños cafetos y seguía preparando
otras más. En esa época las tierras estaban ociosas y cada quien podía
extenderse hasta donde quisiera, siguiendo el lema de Zapata; “La tierra es de
quien la trabaja”. Sembró también plátano de distintas variedades, mientras el
café comenzaba a producir.”
Dice que “recién llegados a ese lugar, un día que
caminaba por una vereda se encontró con un tigre, y al disponerse a luchar por
su vida se acomodó el gabán y levantó su machete en alto mientras la fiera lo
observaba imperturbable. Él se encomendó a Dios y se dispuso a esperar el
ataque, pero el animal después de observarlo optó por darse la vuelta e
internarse en la maleza”.
Doña Fidelina escribió “La vida de mi padre fue de
trabajo y esperanza, pasando el tiempo llegó por fin la recompensa: los cafetales
comenzaron a dar frutos y en cada cosecha con más abundancia, por lo que hubo
necesidad de contratar trabajadores, al principio venían gente de Los Arenales,
y más tarde hubo que contratar trabajadores que venían de la región de La
Montaña y pronto los asoleaderos se llenaron de café, que se ponía a secar y
luego se encostalaba para llevarlo al mercado”.
También en Agua
desbocada y luego en Café de Guerrero
Identidad y Orgullo, Julio César Ocaña publicó “Tormentosa” un cuento con
el que ganó el primer lugar del Concurso de Cuentos del café, convocado por
René García Galeana, mismo que comienza diciendo “Vengo aquí todos los años,
justo cuando los cafetos visten su blanco y oloroso huipil de flor en
primavera; y sólo vengo a eso, a mirar ésta blanca blancura y a beber café
caliente en la sierra”.
La protagonista Tormentosa García “fue hija de ricos
hacendados que luego de la revolución y del reparto agrario, a pesar de haber
perdido la posesión de inmensos territorios, no carecieron de dinero, de poder y
de relaciones. Si bien, dejaron de ser dueños de toda la tierra de cultivo de
Acatengo el Grande, (lugar imaginario de Ocaña) también es cierto que su
familia era la única que tenía el dinero necesario para construir y mantener
los beneficios de café y para comprar y mover los pesados camiones que bajaban
el grano aromático del pueblo a la ciudad y de ahí al puerto de Santa Lucía de
los Carrizos para su exportación”. En la casa de Tormentosa el hábito ritual
del café se repetía cinco veces al día, “porque hay que decirlo también: en la
casa de Torme se tomaba café a lo largo de toda la jornada y es que, como ella
acostumbraba a decir; -‘El que quiera seguir igual de güilo que no tome café”.
También en Agua
Desbocada. Antología de escritos atoyaquenses, Juan Martínez Alvarado da a
conocer una muy bien escrita biografía de Eliserio Castro Ríos “Cheyo” quien
era ciego, versero nato, músico y buen amigo: “Por muchos años tuvo como oficio
el pilar café capulín en un ancestral pilón de madera semejante a dos conos
truncados opuestos por el corte, triturando en éste los granos de café con un
mazo de palo liso por tanto golpe, en forma de dos bastos unidos por el puño.
También en un molino de mano molía y molía hasta el cansancio sacos de café
tostado”. Cheyo murió en 1977 atropellado por un camión de la flecha roja.
Andrea Radilla Martínez en Agua desbocada publicó el texto “Dagoberto, un cacique más” donde
la trama circula en torno al café, al reparto de tierras, el saqueo de madera,
la falta de sentido común de los campesinos que se dejan manipular por líderes
corruptos. En algún momento de la trama se puede identificar en Roberto uno de
los protagonistas de este escrito la personalidad de su padre Rosendo Radilla
Pacheco y la lucha que dio a mediados del siglo pasado por mejorar la vida de
los cafeticultores.
También en Agua
Desbocada se recoge una crónica de Luis Ríos Tavera que se llama “Pescado
Fresco” donde habla del ambiente que se vivía durante la bonanza del café en la
ciudad de Atoyac. En donde comenta: “si el quintal de café, pongamos el caso,
abre en el mercado cuando se inicia la temporada de 150 a 200 pesos; el
campesino ya lo tiene comprometido en menos de la mitad, ¡y hay que pagar! Para
quedar bien, porque luego se ofrece… el año que entra lo mismo”.
Habla del pueblo fiestero gastándose el resultado de
buenas cosechas y de los compradores que arreglaban “la romana para robar de
peso, y les quede algo por kilo”. Y retrata bien el tiempo. “De allí el
desequilibrio, la división de los hombres. El monopolista del grano, el
succionados del sudor, el criminal que manda a matar, el bandido que roba con
la pesa; y la injusticia del que manda en la vida pública”.
Y es que en los mejores tiempos del café todos querían
una tajada de la riqueza, los compradores al tiempo, los pleitos por las
herencias de las huertas que terminaba a veces con uno o dos muertitos, ahí
ganaban los pistoleros a sueldo, los que compraban arreglando la báscula para
que les quedara algo también a ellos. Se rumora que algunas de las grandes
fortunas que existen en Atoyac se hicieron precisamente robándoles a su
patrones. Y las autoridades poniéndoles gravámenes al café, hasta el
Ayuntamiento quería una tajada.
Hay quien me ha dicho que en las páginas anteriores
sobre “Nuestro Café” debí mencionar que los mejores tiempos le tocaron al
sacerdote Isidoro Ramírez, quien subía con ayudantes y animales de carga a la
zona del café donde recogía en especie el diezmo para la iglesia. Llegaba a los
campamentos y llenaba los costales para cargarlos a los caballos. Donde tenía
confianza ni lo pedía, solo los llenaba y donde no, tenía que pedirlo pero
nadie se negaba a compartir con la iglesia parte de lo que era una bendición de
Dios.
También se recuerda que el doctor José Becerra Luna daba consulta a cuenta de
café y cuando llegaba el tiempo de la cosecha contrataba peones y con recuas de
mulas y caballos mandaba a cortar el café que ya le debían, es decir se cobraba
a lo chino.
Pero volviendo a la literatura del café, Felipe Fierro
Santiago obtuvo el segundo lugar de los cuentos del café convocado por René García
Galeana con el texto “Asoleadero”, trabajo que después publicó en su libro El Silencio del viento. Ese texto
comienza con la imagen de dos cuerpos meciéndose por el viento, con los ojos
saltados y la lengua de fuera, colgados de un amate: “Alrededor las plantas de
café sostenían los últimos granos limonados de la cosecha, la lata por medir el
corte del café de cada peón quedó arrumbada, hojas secas y granos de café
despulpados por los picos de los pájaros le hacían compañía, varios costales se
mantenían en posición de cama”.
Los cuerpos de un jovencito y una jovencita después de
ser bajados de donde estaban, fueron velados en el asoleadero: “Los hachones de
ocote encendidos, le dieron vida a la noche, la muerte en ese lugar era un
contraste, la costalera de café pergamino sirvió de asiento, al centro del
asoleadero, el café amontonado despedía el olor a miel, mientras algunas
mujeres repartían entre los peones café de olla con un poco de alcohol”.
El jato era sostenido por viejos horcones de encino: “Sobre
sus morillos colgaban las tirinchas, las bolsas repletas de trapos de color,
parecían piñatas; a su alrededor las camas de vara permanecían enrolladas
durante el día, pero cada noche se desenrollaban para tenderse sobre largos
bancos de madera… Tres semanas después de aquel suceso, los peones rastrillaban
por la mañana y por la tarde el café en el asoleadero, otros encostalaban el
café seco, unos más cargaban las bestias que llevaban el café al pueblo… El
jato y el asoleadero quedaron solos, la ropa del patrón se veía colgada en los
horcones de la choza, aunque entre las ramas del amate había un cuerpo colgado
moviéndose por el viento”.
Enrique Galeana Laurel, por su parte escribió Nacaiqueme: un libro de cuentos, trova y
poesía. En esta publicación sobresale el cuento “El Gamito” escrito en honor a
la primera finca cafetalera que se existió en Atoyac. Aquí Galeana Laurel
recuerda: “En el mes de mayo, los campesinos subían a la Sierra Cafetalera para
ver la floración de los cafetos y calcular cuanta producción tendrían;
seducidos por el aroma de las flores, se recostaban en cualquier árbol para
saciarse de ese perfume indescriptible y a la vez escuchar el canto de los
pájaros perros (tucanes) y el chillido del revolotear de las palomas
fronjolinas”.
“El Gamito” es una imagen de cómo era la vida del
cafetalero, de como después del 12 de diciembre los camiones llamados “Los
Colorados” llegaban llenos de jornaleros que venían de la región de La Montaña,
vestidos con cotones de manta y las mujeres con sus faldas y blusas bordadas de
vivos colores: “Ya en la casa del ‘patrón’ les tenían que preparar el almuerzo
que consistía en tortillas, frijoles, queso seco, chiles en vinagre y su buena
jarra de café; almorzados los cortadores iniciaban ese peregrinar para llegar a
los cafetales antes de que oscureciera. El primer día había fajina general
reparando ‘los jatos’ (las casas provisionales); haciendo la limpieza de los
patios asoleaderos. Al término de esas actividades se entregaba a cada uno de
los peones sus ‘tirinches’ para la recolección de grano… Con las primeras
‘latas’ cortadas, el patrón se iba al barrio para entregar el café que ya había
vendido ‘al tiempo’ a los mentados acaparadores, con el sobrante iba a comprar
los alimentos para la manutención de los cortadores”.
Mientras tanto en el Encanto ante el embate de la baja
producción y la caída del precio del café: “sus habitantes se sintieron
desdichados y quisieron morir, se olvidaron de todos los sueños de un
cafetalero, como oler las flores de los cafetos, el olor del café cereza,
escuchar el dulce sonido del cantar del pájaro guaco, el constante aleteo de
las chachalacas, aquel olor del café hirviendo al amanecer, y sobre todo de
poder observar cada mañana el verdor del campo”, escribió Enrique en otras de
sus piezas que se llama “El viejo cafetalero”. Al que yo únicamente le
agregaría ese olor a resina de ocote, el sonido del viento entre las ramas de
los árboles y el canto de la chachalacas que parecen decir: “barre tu casa,
barre tu casa, vieja cochina, bárrela tú, bárrela tú”.