Víctor
Cardona Galindo
En los
años cuarenta, del siglo pasado, la Escuela Nacional de Maestros y la Normal de
Ayotzinapa fueron una bendición para los pueblos de la Costa Grande. A menudo
se veía venir a caballo o caminando a un maestro, que llegaban a los pueblos para
levantar escuelas de la nada, a trabajar debajo de los árboles o en casas
prestadas, ellos no se arredraban ante la lejanía las dificultades y el
peligro. Iban donde se les enviara dejando a sus familias y a sus amores.
Juan
R. Campuzano en su novela Sombra Intima
nos narra la llegada de un maestro, a un pueblo de Coyuca de Benítez, en un
camión que parecía desbaratarse a cada momento, entre hombres morenos,
simpáticos, bultos de copra de un olor penetrante y cajas de cerveza. “La
montaña erizada de vegetación está manchada a trechos como la piel de un tigre.
Los árboles cargados de ciruelas son como gotas de sangre. Los árboles de
‘reunión de señoritas’, son manchas de espuma”.
Al
maestro de Sombra Intima le impresionó
la forma de pasar el río Coyuca. “A manera de remos, los hábiles pangueros
empujan la rústica embarcación con una garrocha que a trechos apoyan en el
fondo del río. Estos hombres fuertes, de espalda descubierta quemada al sol,
realizan su trabajo con naturalidad”. El maestro tenía que acostumbrarse a una
nueva forma de vida, como en este caso, encontró que en cada casa había una estancia
sin paredes donde colgaban dos o tres hamacas que esperaban continuamente que
alguien las convirtiera en cama.
Porque
con “este calor insoportable no dan ganas de moverse. Ni de pensar. Ni de
soñar. Todo aumenta el calor. Para eso sirven las hamacas. Por eso se les
quiere. Permiten al costeño jugarle un truco al sol”.
Una
mañana clara con un aire transparente el maestro encontró en el camino, rumbo
al río, un grupo de muchachas altivas,
que caminaban así porque desde chicas tenían la necesidad de ir todos los días
por agua al río. La necesidad de equilibrar el cántaro lleno de agua sobre la
cabeza, les dejaba el hábito de caminar erguidas, su cuerpo ganaba en
atractivo. Parecían caminando así, altivas y orgullosas. “Su andar armonioso,
su piel oscura, sus cinturas delgadas, sus cuerpos mórbidos, sus senos
agresivos”, impresionaron al maestro.
Poco a
poco la carretera fue trayendo a los médicos, que vinieron atraídos por el
crecimiento cafetalero y también por el oro blanco de la producción coprera costeña.
Antes de eso las parteras y los curanderos eran los personajes centrales en los
pueblos. Las enfermedades más comunes eran: mal de ojo, empacho, vergüenza, mal
aire y ataques de chaneques. Había mujeres que se especializaban en levantar la
sombra de los muertos matados.
Los
campesinos pobres vivían una rutina, yendo y viniendo de sus parcelas, cargando
su bule de agua, sus hachas y sus machetes, unos con huaraches y otros
descalzos. A Salvador Téllez Farías le impresionaba mucho esta situación. “Son
gentes de pueblos como El Ticuí y Atoyac que viven en su letargo, esperando que
un buen día llegue hasta ellos la luz de la ciencia y la tecnología para
salvarlos del más grande enemigo común, que es la ignorancia”. Pueblos de niños
desnudos y barrigones donde en muchos casos la gente desayunaban una tortilla
con sal y café negro.
En
esos tiempos la gente salía a defecar al aire libre con un rollo de olotes para
limpiarse y un garrote para espantar los marranos que andaban sueltos. “No
cuentan con drenajes, así que sus necesidades biológicas son satisfechas en
cualquier parte, principalmente tras de las casas, bajo los árboles o en la
orilla del poblado, de tal manera que los microbios se esparcen por todos lados
propiciando epidemias”.
“Las
gentes crían animales y ya que tienen algo de animalitos, llega la peste y se
los acaba; lo peor es que los animales muertos son llevados a la orilla del
pueblo para que los zopilotes, los perros y otros animales se los coman,
propagando así la epidemia, la gente del pueblo no hace nada para remediar la
situación; dicen que es castigo de Dios”.
En su
novela Agustina, que está ambientada
en el Atoyac de los treinta y cuarenta, Salvador Téllez Farías habla de las
tristezas y alegrías de los costeños. “Las moliendas eran grandes. La peonada
parecía gozar de la vida, las moliendas eran ferias completas; había de todo,
unos cortando las cañas, otros acarreándolas al andén para ser trituradas,
otros en las calderas esperando que la miel llegara a su punto”. No había
arroyo que no regara un cañaveral en toda la sierra baja.
Eran
los tiempos en que la luna era la reina de la noche, al oscurecer los niños y
jóvenes jugaban a miles de cosas, a La Víbora de la Mar, El Tigre, la Gallina
Ciega, Milano, El Coyote y al Escondedero. Los viejos contaban historias y
leyendas como aquella de la doncella que se convirtió en Sirena por bañarse en
el río un Viernes Santo.
Para el periodo de 1943-1944 se nombró como alcalde de
Atoyac a Florentino Gallardo, un reconocido líder agrarista de Zacualpan, quien
tomó posesión el primero de enero de 1943 pero antes de terminar su periodo fue
sustituido por Antonio López Cabañas. Durante su
gestión de Florentino Gallardo ordenó la construcción de un nuevo kiosco y se iniciaron los trabajos a cargo de la Junta de
Mejoras Materiales, presidida por Jesús F. García y Donaciano Luna Radilla. La
obra estuvo a cargo del agente viajero Ignacio de la Hoya quien más tarde sería
director del periódico La Verdad de
Guerrero en Acapulco.
Por primera vez el 27 de enero se festejó en esta
ciudad el natalicio del general Juan Álvarez Hurtado. Vale la pena recordar que
el programa literario musical fue en las instalaciones del cine Ana María. El
licenciado Cirilo Heredia, bisnieto del general Álvarez promovió el homenaje y
el acto estuvo presidido por el alcalde Florentino Gallardo.
Atoyac
incursionaba en la minería, el 10 de febrero de 1943, bajo la dirección
del ingeniero José Suárez Fernández, se
instaló la maquinaria de la Compañía Minera “Los Tres Brazos” se llamó así por
el nombre del paraje donde se ubicó, por los tres brazos del río que se
formaban, por eso también existe el arroyo Los Tres Brazos en las inmediaciones
de la colonia El Chico.
Wilfrido Fierro en su Monografía de Atoyac registra que el 15 de febrero de ese año se
dio posesión definitiva a las 21 Comunidades Agrarias de la Zona Cafetalera con
los certificados de derechos agrarios que entregó el gobernador del estado
general Rafael Catalán Calvo. Dicho acto se desarrolló frente al Palacio
Municipal con la intervención del jefe del Departamento Agrario Rafael
Carrillo.
A las 10 horas del 25 de junio, cuando tocaba en una
boda en El Ticuí, fue asesinado con puñaladas por la espalda Alejandrino
Arellano, su agresor fue Cleto Galeana Medellín. El músico murió a las pocas
horas cuando era trasladado a la cabecera municipal para su atención médica.
El 27 de junio salieron para Iguala los primeros
conscriptos de la clase 1924, integrada por los jóvenes: Esteban Vázquez
Fierro, Zacarías Meza Valente, Macario Acosta Serafín, Pablo Leyva Gómez, J.
Isaías Gómez Santiago y Eustacio Martínez Ruiz. Fungía como Jefe del Sector
Militar el general Miguel Badillo Vizcarra, como presidente municipal
Florentino Gallardo y secretario de la Junta de Reclutamiento el cronista
Wilfrido Fierro Armenta.
El joven José Girón Bello fue asesinado el 13 de
noviembre por la policía del presidente municipal Florentino Gallardo, por eso
la ciudadanía de la ciudad estaba más inconforme con su gobernante, a quien
tampoco le perdonaban ser originario de una comunidad y no de la cabecera.
En
esos día los reservistas se dividieron, Crispín Ocampo que era jefe del bajo ya
no se llevaba con Toribio Gómez el jefe de la sierra. Se dice que Nicolás
Cabañas de San Jerónimo quiso mediar en el conflicto pero no hizo mucho y las
hostilidades siguieron. Por eso el 15 de diciembre de 1943 estuvo en Atoyac el
gobernador Rafael Catalán Calvo acompañado del Jefe de Operaciones militares
general Matías Ramos Santos, para unificar los bandos que estaban divididos
políticamente. El general Matías Ramos sería propietario de un racho al sur de
la comunidad de El Ticuí donde muchos años hubo militares trabajando. La gente
le llamaba La Huerta Grande primero fue del español Federico Hormachea, después
del comerciante Canuto Reyes, durante el movimiento agrario Feliciano Radilla
Ruíz la expropió y cuando lo asesinaron su esposa Rebeca la vendió barato a
Matías Ramos, luego pasaría a manos de su hijo Antonio Ramos.
El último día de 1943 salían, para Cuernavaca
Morenos, los conscriptos de la clase 1925, formada por los jóvenes: Zacarías
Valdeolivar, Aurelio de Jesús Castro, Juan Reyes Gudiño, Magdaleno Ávila
Juárez y Asunción Valle Pérez, de los registrados faltaron siete jovencitos que
echaron a huir a los montes de la sierra. Este año muchos jóvenes se rebelaron
con motivo de la Ley del Servicio Militar Obligatorio.
Ya se marcaban los que serían nuestros males en las próximas
décadas, como la devastación de la sierra en la Costa Grande. Las compañías
madereras llegaron con la carretera. Maderas Papanoa, desde 1943, cortaba árboles
en tierras que fueron de la
antigua Hacienda de Papanoa, que quedaron en manos de la señora Felicitas Soberanis y luego obtuvo la concesión de 107 mil 205
metros cúbicos sobre los bosques de 13 ejidos de Guerrero. El aserradero
pertenecía a Melchor Ortega, para 1945 la situación laboral de los trabajadores
era tan deplorable que incluso tenía tienda de raya.
Se formaba en la región lo que más tarde se llamaría: la burguesía
agrocomercial. En la primera
quincena del mes de enero de 1944, el comerciante Luis Urioste, industrializó
el café en seco mediante una máquina
Anderson que antes usaba para extraer aceite de coco.
El
teniente comandante de la partida militar Aureliano Soberano Coronado pidió al
presidente municipal, el 27 de marzo de 1944, que todas las armas que se
recogieran por cualquier motivo tendrían que ser remitidas a la comandancia
militar. Al gobierno ya le preocupaba que hubiera tanto hombre armado en las
calles.
“Con 50 años de existencia el 12 de junio fue
derribado el árbol caoba (Zopilote) que sirviera de adorno al Palacio
Municipal, por e1 presidente municipal Antonio López Cabañas”, escribe Wilfrido
Fierro Armenta.
Luego el 21 de ese mismo mes, se reiniciaron los
trabajos de construcción del Kiosco del Jardín Morelos a cargo del maestro de
obras Eleuterio Rivera Suárez. La obra de referencia fue administrada por la Junta
de Mejoras materiales presidida por Jesús F. García, Donaciano Luna Radilla y
Felipe Nogueda Pinzón.
El
ejido de El Humo se logró a costa de mucha
sangre, hubo muchos muertos, porque para formarlo le expropiaron las tierras a
la familia Galeana quienes se defendieron, tanto legalmente como a balazos. En
1945 se constituyó el ejido, los líderes agraristas fueron: Gregorio Sarabia,
Antonio Valle, Crescencio Pino y Cenobio Pino, quienes cuando estaban las cosas
difíciles se salieron del pueblo y se fueron a vivir al monte.
El doctor César Becerra Vadillo, de la Ciudad de
México instaló, el 12 de abril, en su consultorio el primer aparato de
Fluoroscopía y Cautín Eléctrico, ubicado en la casa de Jerónimo Luna de la
calle Juan Álvarez, hoy José Agustín
Ramírez. El doctor César Becerra había llegado en 1942 a nuestra ciudad
realizando las primeras intervenciones quirúrgicas con aparatos modernos.
A las 11 de la noche, del 19 de agosto, murió en
esta ciudad, el médico práctico Andrés Pino González a la edad de 83 años,
quien fuera presidente municipal de Atoyac en cinco ocasiones.
También
muere en la Ciudad de México, el 21 de septiembre de 1945 el compositor atoyaquense
Arturo Flores Quintana a la edad de 52 años. En revolución maderista, militó a
lado del general Silvestre Mariscal González fue el pagador de sus fuerzas. Fue
uno de los sobrevivientes de la emboscada que preparó el coronel Juan Millán en
Higuera Prieta, cerca de Sinagua Michoacán donde perdió la vida el general
Mariscal. Después de ese hecho, Flores Quintana se fue a radicar a Carrizal de
Arteaga, donde al poco tiempo pudo vengar la muerte de su jefe, matando al
coronel Millán.
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