(Sexta parte)
Víctor Cardona Galindo
El
cerro Cabeza de Perro es el lugar favorito para los que cuentan leyendas de
arbolarios. Es un cerro encantado, dice Domingo Benítez Jiménez que se “han
observado cosas extrañas, tales como bolas de fuego que salen y entran cerca de
la cúspide y el vulgo los llama arbolarios, así como también dicen han visto
una gigante serpiente que brama… otros dicen que es el centro de un volcán, a
tal grado que por tanto rumores una comunidad llamada Arroyo Grande fue
totalmente abandonada por sus pobladores”.
Pero
volviendo a lo que Pedro Hendrichs encontró, en 1939, en los municipios vecinos
de Ajuchitlán y San Miguel Totolapan, dice que la gente de La Sierra creía que
la rabia podía curarse con el caldo de zopilote y que los antepasados dejaron
tesoros enterrados. “En algún lugar, las
más veces en una loma o un ‘mumustle’… se ha visto una lumbre de muchos
colores, subiendo y bajando y caminando en una noche oscura o una madrugada
lluviosa: allí está ‘la tapazón’ y solo hay que rascar tantito para dar con
ella”.
“El
oro y la plata acuñados arden en la tierra de igual manera que la leña, si así
conviene a los espíritus, y los fragmentos de obsidiana que abundan en los
sitios arqueológicos, no son otra cosa que residuos visibles de los rayos
caídos del cielo”.
Hacha
de cobre encontrada en las orillas
del río Atoyac. Foto: Víctor Cardona Galindo.
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En
aquel entonces Hendrichs consideró: “Los indios de La Sierra aunque su idioma
ya es el castellano, no han llegado todavía a comprender que la única manera de
escapar de las miserables condiciones de su vida ha de ser a cambio de mayores
esfuerzos personales; por eso se acoge al trabajo sin entusiasmo propio y
espera la felicidad gracias a algún milagro”.
Aunque
han pasado muchos años de esa apreciación, todavía hay hombres que invierten su
vida buscando tesoros, compran o rentan aparatos para dar con los metales, los
localizan y cuando escarban y no encuentran nada dicen que los espíritus o El Malo
se lo escondieron, porque alguien de los que escarbaron tenía mal corazón. O a
veces lo único que hallan son ollas con cenizas o piedras de jade y obsidiana.
Alegan que si había oro pero no estaba destinado para ellos.
Martín
Camacho localizó un tesoro, se lo regaló a Octaviano Santiago Dionicio, pero
como el dirigente de izquierda era desapegado a los bienes terrenales, nunca
fue por él y ahora Camacho ya viejo, busca a otra persona que tenga buen
corazón para llevarlo al lugar donde está la riqueza enterrada.
Se
tenía y se tiene la creencia que si alguien prospera es porque se encontró un
entierro. Incluso es común que, en la cabecera municipal de Atoyac, la gente
diga que los Fierro tienen mucho dinero porque en una casa que compraron
encontraron un tesoro que les permitió crecer económicamente. Lo mismo se decía
en el pasado de Mariana Herrera.
Regulo
Fierro dice que por la profundidad en que se encuentre el tesoro, podemos saber
si lo enterró un hombre o una mujer. Aunque desenterrar tesoros tiene sus
riesgos, los gases que acumulan los metales al estar enterrados pueden matar al
que los inhala o tiene contactos con ellos. Se platica que una mujer murió
seca, muy seca, porque después del huracán Tara
se encontró un entierro. Estaba escarbando para hacer una chimenea cuando
destapó un hoyo, dentro había una jarra de plata llena de puras monedas de oro.
Pero como en ese rato venía su amante se sentó tapando la mina con sus enaguas y
así estuvo sentada para que aquél no se diera cuenta de su hallazgo. Dicen que
el azogue se le metió por abajo porque a los pocos días murió muy seca. Se fue
deshidratando hasta quedar como las momias de Guanajuato. Una de sus hijas
abandonó el pueblo y compró una casa en Acapulco, donde murió de vieja
contemplando la bahía.
Otra
historia es la de un operador que abandonó una de las máquinas que trabajaban
abriendo una brecha. Dicen que fue llegando a Los Valles subiendo la cuesta del
Arroyo Grande donde se quedó el aparato con las llaves puestas, quien lo acompañaba
dijo que al abrir un paredón se encontró una ollita de barro llena de monedas
de oro, al verlas se bajó de la máquina las echó a un morral y huyó por el
monte. Llegó por la tarde a la ciudad de Atoyac, se despidió de algunos amigos
y se fue por la noche en un camión a la Ciudad de México donde construyó un
edificio para rentar departamentos.
Y en
otro caso un ánima le habló a un peón y le dijo que un entierro estaba bajo las
raíces de un amolador seco. Le comentó a su patrón con quien escarbaron de
noche y lo destaparon. Al otro día temprano su patrón, que se llamaba Félix, le
dijo al peón que dejaran el agujero abierto un tiempo para que se fueran los
gases y mientras lo mandó a chaponar una huerta café a Las Patacuas. A los
quince días cuando el peón regresó, Félix le dijo que bajo el amolador sólo
había cenizas y le enseñó los tepalcates de una olla que desenterró. Pero ya había
abierto una tienda de abarrotes bien surtida y le había comprado ropa nueva a
su mujer que ese día lucía un vestido azul chillante semejante a un personaje
de pastorela.
Se
habla que otros han tenido el valor de hacer pacto con algunas deidades, o entidades,
que aún siguen presentes en el imaginario colectivo de la gente. A pesar de los
años la gente sigue creyendo que si les va mal, alguien o algo los está mal
obrando.
Wilfrido
Fierro Armenta escribió en 1972, “Existen casos todavía en creer en enfermedades
adquiridas por juego de chaneques, mal viento y brujería, siendo esta la
oportunidad para que los charlatanes se aprovechen de la ignorancia, haciéndose
pasar por brujos, hechiceros, o iluminados para curar por medio de yerbas y los
espíritus”. Las cosas no han cambiado mucho todavía.
Los
brujos se convierten en animales. Son nuestros nahuales. Cuentan que cuando un
curandero está aliviando a una persona que padece mala enfermedad, entonces el
brujo que la enfermó lo visita convertido en un gato u otro animal para
advertirle que la persona que pretende salvar está bajo su poder. Muchos
curanderos desisten de seguir curando y otros aceptan el reto, a pesar de que
corre peligro su vida.
Un tío
tenía la creencia que su suegra se convertía en la marrana negra que no lo
dejaba dormir, cuillando todas las noches alrededor de su casa de bajareque y
empujándole la puerta. Es que nunca lo quiso y pretendía que dejara sola a la
hija para que encontrara un mejor marido.
Acá
también se habla de una Diabla que tenía
solamente una chiche, y con ella amanta varios diablitos que juegan a su
alrededor. Mientras los hombres van a pedirle favores, si quieren tener dinero
y ser afortunados en el juego y el amor.
Es la tía Colasa de los cuitlatecos de Tierra Caliente
y Hendrichs nos la cuentan así: “Hace muchos años el diablo tuvo una hija india
aquí y esta fue Tía Colasa que vivía en una cueva allá al otro lado de aquel
cerro. El diablo la había dotado con el don de dar mucho poder a los hombres.
Los jóvenes que querían ser buenos jinetes y grandes lazadores, y que pedían
buenas huertas de chile, jitomates y cebollas, tenían que hablar con ella. Pero
se necesitaba ser muy valiente porque de día cuando iba uno a su cueva, no se
veía más que una pequeña abra en el risco y el piso un poco hundido como una
olla, y de noche sólo con la ayuda de un nahual podía uno entrar en la roca que
se abría como por encanto. El nahual llevaba brasas y hacía una lumbre en la
olla donde calentaba una tortilla que daba al joven que venía con él. Luego se
abría la cueva y adentro estaba un oso con las fauces abiertas. Cuando se
asustaba el joven y corría afuera se cerraba la cueva y en vez de la tortilla
que creía tener en la mano, se hallaba con una torta de paja de vaca. Los
valientes pasaban al lado del oso o lo mataban y entonces se abría otra cueva
donde estaba un lagarto muy grande. A este había que pasarlo brincando o
arrastrándose debajo de su panza y luego se abría la última cueva donde estaba
sentada Tía Colasa. Tía Colasa no tenía más que un pecho que daba a mamar al
joven que con esto lograba todos los dones que deseaba.
Dice Hendrichs que los “chanes” juegan un papel en la
imaginación mística de los indios cuitlatecos. “Los chanes son criaturas como
monitos, que viven en el arroyo y los paredones. Cuando se acerca el hombre, se
esconden luego en el agua y se hacen invisibles”, cuando juegan a una persona
quedan todos aguados y babiecos. Fumando se puede entrar en el arroyo y
bañarse, así los chanes no afectan a las personas. Acá se acostumbra colocarles a los niños un escapulario de tabaco o un ojo de venado
para evitar sea atacado por los esos entes que llamamos “chaneques”.
Felipe Fierro en su libro Tierra
mojada dice que “los chaneques son unos niños güeros, cabellos rubios que
viven y juegan en los arroyos y en los amates, por eso los niños no deben ir a
bañarse solos”.
Si un niño les cae bien juegan con él, si no, le pegan y llegan
incluso a matarlos; los niños que han muerto por estas circunstancias, se les
nota en la nuca una manita pintada, a otros nada más los juegan dejándolos
tiesos o aguados y babeando.
Hubo un tiempo que en Los Valles los niños se morían jugando en el patio. Nada
más caían cuando estaban jugando, cuando ya estaban muertos tenían el cuello
suelto con una mano pintada y moretones. Se decía que eran los chaneques los
causantes de esa epidemia y así pasaban los días y se seguían muriendo. María
del Refugio Galindo dice que “hasta los años setenta el pueblo vivió en la
oscuridad”.
Aun después que este cronista nació en Los Valles,
los niños de mi edad se comenzaron a morir cuando andaban jugando, caían desnucados
con una manita pintada en la nuca, era la marca de los chaneques, por eso yo
dormía rodeado de almohaditas de ajo y tabaco. O me ponían cerquita la camisa
sudada del tío Crescencio, dicen que así no se acercaban los chaneques que estaban
por todos lados.
El
hijo de una mujer tenía seis meses de nacido cuando murió en el arroyo de Las
Mariposas. Con su esposo lo llevaban a la ciudad caminando por el tramo de
carretera recién abierta. Cuando se dieron cuenta su cabecita venía aguada y no
se le sostenía. Lo quisieron reanimar pero, nada se pudo hacer. En la nuca
tenía pintada una manita negra. Ella entró llorando de regreso al barrio con el
niño en brazos. Le habían dicho: “Mujer llévate ajo o tabaco entre los pañales
del niño”, incrédula no hizo caso.
José Martínez Ibarra me
contó que en el camino a Los Valles, antes de llegar al Arroyo Grande, había
una ceiba grandísima, como por ahí pasaría la carretera varios hombres la
derribaron con hacha y cuando cayó del hueco que tenía en sus entrañas salieron
corriendo varios niños desnudos que se perdieron en la espesura del bosque. A
veces pienso que los chaneques manifestaban su inconformidad, por la llegada de
la carretera y el derribamiento de tantos árboles, matando o jugando a los
niños.
Esporádicamente en nuestra tierra se escuchan de voz de los viejos
historias de nahualismo, para Hendrichs el nahual “representa la
personificación del temor del hombre a la misteriosa influencia maligna de sus
prójimos”, mientras los chanes “encarnan el vago temor a los males que amenazan
al hombre de parte de la naturaleza”, para combatir a estos últimos todavía
sigue viva la idea de los antiguos sacerdotes indígenas de que el humo del
tabaco era capaz de contrarrestar la influencia maligna de los demonios de la
naturaleza enemigos del hombre”.
Hay cierta magia en la forma de vida de los atoyaquenses, tanto
del bajo como de La Sierra, hay hábitos que son una forma de defenderse de lo
desconocido, como vestir de rojo a los niños para curarlos de la tosferina, lo
que también se cura con la leche de burra negra. Colocar la escoba atrás de la
puerta para que se vaya la visita indeseable, echar agua vendita en toda la
casa menos en una esquina, para que por ahí salga la maldad.
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