domingo, 21 de febrero de 2016

Los cuitlatecos


(Sexta parte)
Víctor Cardona Galindo
El cerro Cabeza de Perro es el lugar favorito para los que cuentan leyendas de arbolarios. Es un cerro encantado, dice Domingo Benítez Jiménez que se “han observado cosas extrañas, tales como bolas de fuego que salen y entran cerca de la cúspide y el vulgo los llama arbolarios, así como también dicen han visto una gigante serpiente que brama… otros dicen que es el centro de un volcán, a tal grado que por tanto rumores una comunidad llamada Arroyo Grande fue totalmente abandonada por sus pobladores”.
Pero volviendo a lo que Pedro Hendrichs encontró, en 1939, en los municipios vecinos de Ajuchitlán y San Miguel Totolapan, dice que la gente de La Sierra creía que la rabia podía curarse con el caldo de zopilote y que los antepasados dejaron tesoros enterrados.  “En algún lugar, las más veces en una loma o un ‘mumustle’… se ha visto una lumbre de muchos colores, subiendo y bajando y caminando en una noche oscura o una madrugada lluviosa: allí está ‘la tapazón’ y solo hay que rascar tantito para dar con ella”.
“El oro y la plata acuñados arden en la tierra de igual manera que la leña, si así conviene a los espíritus, y los fragmentos de obsidiana que abundan en los sitios arqueológicos, no son otra cosa que residuos visibles de los rayos caídos del cielo”.
Hacha de cobre encontrada en las orillas 
del río Atoyac. Foto: Víctor Cardona Galindo.

En aquel entonces Hendrichs consideró: “Los indios de La Sierra aunque su idioma ya es el castellano, no han llegado todavía a comprender que la única manera de escapar de las miserables condiciones de su vida ha de ser a cambio de mayores esfuerzos personales; por eso se acoge al trabajo sin entusiasmo propio y espera la felicidad gracias a algún milagro”.
Aunque han pasado muchos años de esa apreciación, todavía hay hombres que invierten su vida buscando tesoros, compran o rentan aparatos para dar con los metales, los localizan y cuando escarban y no encuentran nada dicen que los espíritus o El Malo se lo escondieron, porque alguien de los que escarbaron tenía mal corazón. O a veces lo único que hallan son ollas con cenizas o piedras de jade y obsidiana. Alegan que si había oro pero no estaba destinado para ellos.
Martín Camacho localizó un tesoro, se lo regaló a Octaviano Santiago Dionicio, pero como el dirigente de izquierda era desapegado a los bienes terrenales, nunca fue por él y ahora Camacho ya viejo, busca a otra persona que tenga buen corazón para llevarlo al lugar donde está la riqueza enterrada.
Se tenía y se tiene la creencia que si alguien prospera es porque se encontró un entierro. Incluso es común que, en la cabecera municipal de Atoyac, la gente diga que los Fierro tienen mucho dinero porque en una casa que compraron encontraron un tesoro que les permitió crecer económicamente. Lo mismo se decía en el pasado de Mariana Herrera.
Regulo Fierro dice que por la profundidad en que se encuentre el tesoro, podemos saber si lo enterró un hombre o una mujer. Aunque desenterrar tesoros tiene sus riesgos, los gases que acumulan los metales al estar enterrados pueden matar al que los inhala o tiene contactos con ellos. Se platica que una mujer murió seca, muy seca, porque después del huracán Tara se encontró un entierro. Estaba escarbando para hacer una chimenea cuando destapó un hoyo, dentro había una jarra de plata llena de puras monedas de oro. Pero como en ese rato venía su amante se sentó tapando la mina con sus enaguas y así estuvo sentada para que aquél no se diera cuenta de su hallazgo. Dicen que el azogue se le metió por abajo porque a los pocos días murió muy seca. Se fue deshidratando hasta quedar como las momias de Guanajuato. Una de sus hijas abandonó el pueblo y compró una casa en Acapulco, donde murió de vieja contemplando la bahía.
Otra historia es la de un operador que abandonó una de las máquinas que trabajaban abriendo una brecha. Dicen que fue llegando a Los Valles subiendo la cuesta del Arroyo Grande donde se quedó el aparato con las llaves puestas, quien lo acompañaba dijo que al abrir un paredón se encontró una ollita de barro llena de monedas de oro, al verlas se bajó de la máquina las echó a un morral y huyó por el monte. Llegó por la tarde a la ciudad de Atoyac, se despidió de algunos amigos y se fue por la noche en un camión a la Ciudad de México donde construyó un edificio para rentar departamentos.
Y en otro caso un ánima le habló a un peón y le dijo que un entierro estaba bajo las raíces de un amolador seco. Le comentó a su patrón con quien escarbaron de noche y lo destaparon. Al otro día temprano su patrón, que se llamaba Félix, le dijo al peón que dejaran el agujero abierto un tiempo para que se fueran los gases y mientras lo mandó a chaponar una huerta café a Las Patacuas. A los quince días cuando el peón regresó, Félix le dijo que bajo el amolador sólo había cenizas y le enseñó los tepalcates de una olla que desenterró. Pero ya había abierto una tienda de abarrotes bien surtida y le había comprado ropa nueva a su mujer que ese día lucía un vestido azul chillante semejante a un personaje de pastorela.
Se habla que otros han tenido el valor de hacer pacto con algunas deidades, o entidades, que aún siguen presentes en el imaginario colectivo de la gente. A pesar de los años la gente sigue creyendo que si les va mal, alguien o algo los está mal obrando.
Wilfrido Fierro Armenta escribió en 1972, “Existen casos todavía en creer en enfermedades adquiridas por juego de chaneques, mal viento y brujería, siendo esta la oportunidad para que los charlatanes se aprovechen de la ignorancia, haciéndose pasar por brujos, hechiceros, o iluminados para curar por medio de yerbas y los espíritus”. Las cosas no han cambiado mucho todavía.
Los brujos se convierten en animales. Son nuestros nahuales. Cuentan que cuando un curandero está aliviando a una persona que padece mala enfermedad, entonces el brujo que la enfermó lo visita convertido en un gato u otro animal para advertirle que la persona que pretende salvar está bajo su poder. Muchos curanderos desisten de seguir curando y otros aceptan el reto, a pesar de que corre peligro su vida.
Un tío tenía la creencia que su suegra se convertía en la marrana negra que no lo dejaba dormir, cuillando todas las noches alrededor de su casa de bajareque y empujándole la puerta. Es que nunca lo quiso y pretendía que dejara sola a la hija para que encontrara un mejor marido.
Acá también se habla de una Diabla que tenía solamente una chiche, y con ella amanta varios diablitos que juegan a su alrededor. Mientras los hombres van a pedirle favores, si quieren tener dinero y ser afortunados en el juego y el amor.
Es la tía Colasa de los cuitlatecos de Tierra Caliente y Hendrichs nos la cuentan así: “Hace muchos años el diablo tuvo una hija india aquí y esta fue Tía Colasa que vivía en una cueva allá al otro lado de aquel cerro. El diablo la había dotado con el don de dar mucho poder a los hombres. Los jóvenes que querían ser buenos jinetes y grandes lazadores, y que pedían buenas huertas de chile, jitomates y cebollas, tenían que hablar con ella. Pero se necesitaba ser muy valiente porque de día cuando iba uno a su cueva, no se veía más que una pequeña abra en el risco y el piso un poco hundido como una olla, y de noche sólo con la ayuda de un nahual podía uno entrar en la roca que se abría como por encanto. El nahual llevaba brasas y hacía una lumbre en la olla donde calentaba una tortilla que daba al joven que venía con él. Luego se abría la cueva y adentro estaba un oso con las fauces abiertas. Cuando se asustaba el joven y corría afuera se cerraba la cueva y en vez de la tortilla que creía tener en la mano, se hallaba con una torta de paja de vaca. Los valientes pasaban al lado del oso o lo mataban y entonces se abría otra cueva donde estaba un lagarto muy grande. A este había que pasarlo brincando o arrastrándose debajo de su panza y luego se abría la última cueva donde estaba sentada Tía Colasa. Tía Colasa no tenía más que un pecho que daba a mamar al joven que con esto lograba todos los dones que deseaba.
Dice Hendrichs que los “chanes” juegan un papel en la imaginación mística de los indios cuitlatecos. “Los chanes son criaturas como monitos, que viven en el arroyo y los paredones. Cuando se acerca el hombre, se esconden luego en el agua y se hacen invisibles”, cuando juegan a una persona quedan todos aguados y babiecos. Fumando se puede entrar en el arroyo y bañarse, así los chanes no afectan a las personas. Acá se acostumbra colocarles a los niños un escapulario de tabaco o un ojo de venado para evitar sea atacado por los esos entes que llamamos “chaneques”.
Felipe Fierro en su libro Tierra mojada dice que “los chaneques son unos niños güeros, cabellos rubios que viven y juegan en los arroyos y en los amates, por eso los niños no deben ir a bañarse solos”.
Si un niño les cae bien juegan con él, si no, le pegan y llegan incluso a matarlos; los niños que han muerto por estas circunstancias, se les nota en la nuca una manita pintada, a otros nada más los juegan dejándolos tiesos o aguados y babeando.
Hubo un tiempo que en Los Valles  los niños se morían jugando en el patio. Nada más caían cuando estaban jugando, cuando ya estaban muertos tenían el cuello suelto con una mano pintada y moretones. Se decía que eran los chaneques los causantes de esa epidemia y así pasaban los días y se seguían muriendo. María del Refugio Galindo dice que “hasta los años setenta el pueblo vivió en la oscuridad”.
Aun después que este cronista nació en Los Valles, los niños de mi edad se comenzaron a morir cuando andaban jugando, caían desnucados con una manita pintada en la nuca, era la marca de los chaneques, por eso yo dormía rodeado de almohaditas de ajo y tabaco. O me ponían cerquita la camisa sudada del tío Crescencio, dicen que así no se acercaban los chaneques que estaban por todos lados.
El hijo de una mujer tenía seis meses de nacido cuando murió en el arroyo de Las Mariposas. Con su esposo lo llevaban a la ciudad caminando por el tramo de carretera recién abierta. Cuando se dieron cuenta su cabecita venía aguada y no se le sostenía. Lo quisieron reanimar pero, nada se pudo hacer. En la nuca tenía pintada una manita negra. Ella entró llorando de regreso al barrio con el niño en brazos. Le habían dicho: “Mujer llévate ajo o tabaco entre los pañales del niño”, incrédula no hizo caso.
José Martínez Ibarra me contó que en el camino a Los Valles, antes de llegar al Arroyo Grande, había una ceiba grandísima, como por ahí pasaría la carretera varios hombres la derribaron con hacha y cuando cayó del hueco que tenía en sus entrañas salieron corriendo varios niños desnudos que se perdieron en la espesura del bosque. A veces pienso que los chaneques manifestaban su inconformidad, por la llegada de la carretera y el derribamiento de tantos árboles, matando o jugando a los niños.
Esporádicamente en nuestra tierra se escuchan de voz de los viejos historias de nahualismo, para Hendrichs el nahual “representa la personificación del temor del hombre a la misteriosa influencia maligna de sus prójimos”, mientras los chanes “encarnan el vago temor a los males que amenazan al hombre de parte de la naturaleza”, para combatir a estos últimos todavía sigue viva la idea de los antiguos sacerdotes indígenas de que el humo del tabaco era capaz de contrarrestar la influencia maligna de los demonios de la naturaleza enemigos del hombre”.

Hay cierta magia en la forma de vida de los atoyaquenses, tanto del bajo como de La Sierra, hay hábitos que son una forma de defenderse de lo desconocido, como vestir de rojo a los niños para curarlos de la tosferina, lo que también se cura con la leche de burra negra. Colocar la escoba atrás de la puerta para que se vaya la visita indeseable, echar agua vendita en toda la casa menos en una esquina, para que por ahí salga la maldad. 

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