(Quinta parte)
Víctor Cardona Galindo
El académico de El Colegio de México Aurelio
González dice que las leyendas tienen un valor de verdad. Es decir “cuando se está contando una leyenda
se está estableciendo un pacto de verdad entre el transmisor y el receptor.
Esto es, quien cuenta la historia la da por verdadera, pero para darla por
verdadera también sus receptores tienen que asumirla como verdadera”.
“Algunos de los recursos para
establecer este acto de verdad es que la leyenda no tiene un principio
formulístico como el del cuento, del tipo ‘había una vez’, sino que se ubica en
un tiempo y en un espacio claramente identificados por el receptor; esto es, ‘allá
por la acequia vieja’ o ‘en el centro de la ciudad’, ‘antes de la Revolución’ o
‘en la época virreinal’ o ‘cuando vivían los aztecas por aquí’… ‘pasó tal cosa’
”.
“Una leyenda va a poder contar tanto
hechos naturales como sobrenaturales, va a poder hablar de distintos
personajes. Pero siempre va a ser desde la óptica de los valores que están
vigentes para esta comunidad (…) Por lo tanto, lo que se cuenta, una vez que se
establece el valor de verdad, tiene que ser además verosímil. Y lo verosímil no
quiere decir realista”.
Caritas
olmecas, artesanías elaboradas por los
hermanos Hernández Meza en concha de
coacoyul. Foto Víctor Cardona Galindo.
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Entre las
leyendas que heredamos de los cuitlatecos están, la de los arbolarios, la de
Nana Colasa, la piedra del venado, el Nacaxqueme, algo de nahualismo y los
chaneques. Mismas que siguen presente hasta nuestros días en nuestras poblaciones.
A decir de
Hendrichs las leyendas cuitlatecas, demuestran que los antiguos cuitlatecos
veneraban al rayo como deidad benigna y benefactora. Los nahuales cuitlatecos
acostumbran convertirse en rayos para conseguir algún bien para su tribu.
El rayo niño
A un lado de la
iglesia (de San Miguel Totolapan) crecía antes un árbol de cirián o tamarindo.
Una noche, durante una tormenta muy fuerte, cayó un rayo en este palo. La gente
creía que todo el palo había quedado hecho pedazos, pero cuando vinieron a
verlo en la mañana, hallaron que no le había pasado nada. En su follaje
descubrieron al rayo que se había atorado entre dos ramas y que se había vuelto
un niño güero que, muy asustado, escondía la cara. Algunas gentes trataban de
bajar al niño pero no pudieron lograrlo a pesar de que trabajaron todo el día.
En la noche siguiente cayó otro rayo en el mismo palo y al día siguiente había
desaparecido el niño.
La milpa
Había un señor
que tenía una milpa y los tejones y mapaches le hacían mucho daño, comiéndose
los elotes. Entonces mandaba de noche a sus dos hijos para cuidarla. Los
muchachos buscaban leña y hacían una lumbre para calentar las tortillas que
habían traído. Cuando estaba bien dormido el más chico, el mayor empezaba a
comer brasas hasta llenarse el estómago y luego se convertía en un rayo,
subiendo al cielo donde andaba toda la noche. Antes del amanecer, volvía a al
milpa y se transformaba de nuevo en muchacho.
Una noche
cuando creía bien dormido a su hermanito y se daba a comer brasas, este le
sorprendió y luego le preguntó porque se tragaba las brasas. Entonces el otro
le invitó a que hiciera lo mismo, pero el chico no quiso porque temía quemarse
la boca. El grande le rogó mucho y al fin, el chico se comió un pedacito que no
le hizo daño. Entonces los dos comieron brasas hasta ponerse barrigones. Luego
se convirtieron en rayos y con dos truenos muy fuertes pegaron el volido al
cielo. El grande tomó el rumbo del sur y el más chico se fue al norte y
quedaron en que se juntarían en la milpa a la madrugada.
Pero resultó
que el mayor de los hermanos llegó a buena hora a la milpa y el más chico no
apareció. Así que el grande tuvo que irse solo a su casa. Su papá le preguntó
porque no venía el chico y dónde se había quedado, a lo que contestó que su hermano
se había quedado cuidando la milpa y que él no más venía por las tortillas.
En la noche
siguiente el más grande se convirtió luego en rayo para ir en busca de su
hermanito. Pronto se encontró con otros rayos amigos suyos y les preguntó que
si no habían visto a un rayito, hermano suyo y le dijeron que en una barranca
se veía un rayito que estaba atorado en una piedra. Allá se fue luego, vio a su
hermano y con un gran trueno estalló sobre la piedra para desatorarlo y se lo
llevó consigo. Cuando llegaron a la milpa, el grande preguntó al hermanito
porque se había atorado y éste le dijo que había visto una culebra grande que
había querido matar y que con esto se había atorado.
Estas leyendas
que Hendrichs encontró en San Miguel Totolapan y registró como el cuento de Los
rayos. Tienen similitud a nuestras leyendas que también heredamos de
cuitlatecos. Para nosotros los arbolarios, son
niños que nacen cabezones y comen brasas, para luego convertirse en bolas de
fuego que a media noche surcan el cielo rumbo al mar para matar serpientes
gigantes. Si no vuelven, dice la leyenda, es que la serpiente se los comió.
Una familia de El Ticuí solía pasar todos los años nuevos en las faldas
de cerro Cabeza de Perro, a orilla de las limpias aguas del majestuoso río
Atoyac. Una noche cuando estaban festejando, vieron pasar, entre los árboles
que adornan la montaña, una pequeña bola de fuego que volaba río arriba. No
tenía ni un minuto que había pasado cuando se escuchó un estruendo que por poco
los deja sordos. Suspendieron el festejo y pasaron el resto de la noche en
silencio. Al día siguiente, con el amanecer, se vino una monumental parvada de
zopilotes que nubló los contornos, entonces los hombres de la familia fueron a
donde bajaban los zopilotes. Encontraron esparcidos por el lugar los restos de
una gigantesca serpiente verde, parecía que la había destrozado la explosión de
una granada, solamente la cabeza y la cola estaban intactas. Los zopilotes se
peleaban las vísceras y despegaban sus restos de las piedras a picotazos. La
familia no volvió a festejar el Año Nuevo en ese rancho, que abandonaron por la
inseguridad abrumó la zona y por lo inusitado de este fenómeno. Nunca habían
visto una culebra tan grande. La bola de fuego sigue pasando por el rumbo, hace
poco sorprendió a los habitantes de San Juan de las Flores.
La mujer arbolario
Mi abuela
Victoria contaba que en determinado pueblo de la sierra, nació una niña; era
normal como todas, en el carácter y en su desarrollo, pero sus padres
advirtieron que mucho le gustaba contemplar el fuego, atizaba el fogón hasta
que las llamas crecían; muchas veces tuvieron que alejarla del horno porque le
gustaba que estuviera prendido siempre, y cuando se apagaba lloraba
inconsolable.
Una noche todo
el pueblo se escandalizó porque la niña no estaba en su cama. Sus padres
despertaron a los vecinos para que les ayudaran a buscarla; buscaron toda la
noche alrededor de la población y no la encontraron. La sorpresa de todos fue
que antes del amanecer la pequeña estaba en su cama ¿Cómo era posible que se
hubiera regresado sola a sus escasos
tres años?, durante los años siguientes las desapariciones –de las que su
familia se enteró– fueron frecuentes.
Hasta que un
día, cansados de esta situación, decidieron no dormir para ver a dónde iba, la
espiaron y se percataron que como a las doce de la noche se sentó y fue a la
cocina, despacio fueron tras ella, tenían la firme convicción de que caminaba
dormida, pero para su sorpresa la encontraron desesperadamente comiendo las
brasas del fogón, que antes de irse a la cama atizó con tanta insistencia, y
antes de que pudieran evitarlo se puso roja y se convirtió en una bola de fuego
que salió volando por la ventaja.
La señora ya
había escuchado hablar de los arbolarios; en esos momentos se dio cuenta que su
hija de apenas cuatro años era uno de ellos, el matrimonio se quedó asustado
esperando el regreso de la pequeña; escucharon un fuerte trueno que resonó en
los cerros; al poco rato la bola de fuego entró por la ventana y se fue
apagando a poco a poco, la mamá corrió a abrazarla y llorando le imploró que no
lo hiciera otra vez, la nena contestó que no le pidiera eso, que al contrario,
de ese día en adelante trajeran leña de puro corazón para que las brasas
duraran y pudiera cumplir su misión.
La niña fue
creciendo entre los comentarios, la gente decía que la casa en que habitaba estaba embrujada,
pues todas las noches veían como se elevaba una bola de fuego, semejante a un
sol pequeño, que ha mediana velocidad surcaba el aire, en ocasiones podía
vérsele hasta que se perdía atrás de los cerros. Cuando el papá escuchaba los
comentarios se quedaba pensativo, no quería revelar el secreto familiar. Todo
marchó bien hasta que esa niña se convirtió en una muy hermosa mujer.
Los padres
ganaron fama de ser muy celosos, no permitían que ningún joven se le acercara,
pensaban que nunca debía casarse, porque en cualquier momento podría perder la
vida en el cumplimiento de su deber.
Llegó el
momento que no se pudo más, la joven se enamoró y el novio pidió su mano.
Cuando el pretendiente y los pedidores se presentaron ante los padres, el señor
aprobó el casamiento diciendo –sí, te concedo la mano de mi hija, pero con la
condición de que el fogón de la chimenea siempre esté prendido a la hora que se
vayan a dormir; es un capricho que mi hija tiene desde niña, y no debe faltar
la leña–.
El joven la
amaba tanto que no preguntó para qué eran las brasas y el fogón encendido por
las noches. Se casaron y el nuevo matrimonio se apartó a vivir a su propia
casa, el esposo cumplía con los caprichos y acarreaba mucha leña para que
siempre estuviera prendida la chimenea.
Al poco tiempo
procrearon una hija preciosa igual que su madre, tenía meses de haber nacido,
cuando el esposo se enteró que su mujer comía las brasas de la chimenea, se
ponía roja y en la oscuridad de la noche se convertía en una bola de fuego que
al volar se perdía tras de los cerros, asustado quiso tomar a su hija en brazos
y abandonar a su esposa, pero tuvo miedo a que de todas maneras los encontrara
y les hiciera daño. Así que esperó, y advirtió a lo lejos como la bola de fuego
se acercaba hasta meterse por la ventana de la cocina, para luego apagarse y
retornar al cuerpo de mujer, él le pidió una explicación, ella contestó con
tristeza, –Si el creador permitió que te enteraras es que mi fin está cerca–, y
le contó que era una arbolaria y que había venido a este mundo para cumplir con
una misión, tenía que salir todas las noches a matar serpientes que en los
mares ya han crecido mucho y son un peligro para la humanidad, pero hay
ocasiones que los arbolarios no pueden matar a la serpiente y se los come.
Cuando el arbolario triunfa se escucha un trueno que resuena entre los cerros y
cuando pierde se acentúa el silencio de la noche.
Así, todas las
noches veía como, su esposa comía brasas, y se encendía en llamas hasta
elevarse al cielo, escuchaba el trueno y respiraba aliviado, al poco rato
entraba la bola de fuego por la ventana. Hasta que un día no escuchó el trueno,
esperó toda la noche y al amanecer lloraba mirando con tristeza a su hija que
dormía inocente en la cama.
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