Víctor Cardona Galindo
Fue esa vez en Chilpancingo. Llegué al hotel a las ocho y media. “No andes de noche en la capital -me dijeron- está muy violenta por estos tiempos”. Por esa recomendación me fui temprano al hotel. Me encontré una habitación con almohadas y sábanas nuevas, me sentía entre espumas cuando me acosté.
Estaba
suave la cama, pero la ansiedad hizo levantarme.
No
tenía ganas de escribir, tampoco de leer, la televisión sólo tenía cinco
canales, todos aburridos. Nada interesante. Quise dormir, pero sentía la panza
llena, muy llena. Me había atarragado de barbacoa de chivo en el mercado
central.
Me
acordé de que a media cuadra había visto abierto un Café. Dije entre mi: “No me
caería mal un tecito de manzanilla”.
Me
animé a salir.
La
primera calle estaba toda sola, todo cerrado, eran las nueve y media de la
noche. Me dio un poco de temor, pero estaba decidido a tomarme ese té. La calle
del Café, una calle muy céntrica, por cierto, estaba casi sola, unas pocas
almas caminaban al fondo.
En
el Café una sola muchacha atendía en el mostrador, no tenía clientes, pedí un té
de manzanilla grande y unas galletas de avena con canela. Lo deje enfriar.
Iba
a la mitad de mi té, cuando vi, del otro lado de la calle, a un hombre con una
bolsa de pechera, barbón, con gorra negra, un suéter de camuflaje, botas y
pantalón tipo militar. El hombre, joven, me miraba detenidamente.
De
pronto pensé: “Me van a querer levantar, ¿Pero porqué levantarme? ¿Me estarán
confundiendo?”, rápido deduje que el hombre tendría sus compinches al doblar la
cuadra, por donde yo tendría que pasar necesariamente de regreso a al hotel.
Me
acordé de los consejos de mi padre: “Cuando ya hayas recalado a la casa ya no
salgas”. “Ya no debí salir del hotel”, pensé.
Ya
con miedo me fui tomando el té poco a poco, quería que no se acabara nunca.
Mientras, el hombre de la pechera me miraba con insistencia y parecía ansioso. Comenzó
a caminar de un lado a otro con pasos cortos.
Le
observé la pechera, no pesaba. “Ahí no trae arma”, deduje. Observé su cintura
tampoco se le notaba arma. En su caminar ansioso de lado a lado lo vi de
perfil. No traía arma. “Pero si es suficiente fuerte para someterme” pensé.
Sintiendo un nidito en la garganta, saqué valor de no sé donde y lo miré
fijamente, tomé de un sorbo lo que quedaba del té. Pedí la cuenta, pagué, y decidido di pasos
afuera del local, entonces el hombre vino hacia mí, quise correr, pero mi
orgullo no me lo permitió, creo que puse la cara de llanto, contuve el grito
cuando el hombre casi pasaba ronzándome.
Estaba
esperando que acabara mi té para bajar la cortina del local. Supongo que era el
dueño.
Me
regresé al hotel sintiéndome culpable, por caer en la maldita costumbre de
juzgar a las personas por su aspecto.
#UnaSendaConCorazón
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