Ese jueves salí a las cinco de la mañana de mi casa, para alcanzar la urvan de la seis, estar a las nueve en Chilpancingo y coincidir con las aperturas de las oficinas.
Ir
a la capital es deambular de aquí para allá buscando a los funcionarios con los
que se quiere platicar. A las tres de la tarde estaba cansado y las oficinas
cierran para comer. Tenía la ultima reunión a la siete de la noche, tomé un lunch
y me puse a buscar un lugar donde descansar. Encontré un cuarto barato en un
hotel cerca del centro. Me dieron una habitación en el fondo de la planta baja.
Estaba todo tranquilo, limpio y fresco. Me dispuse a descansar y dormí
profundamente.
Como
a las seis de la tarde me despertaron una serie de sonidos: como que le daban
con frecuencia a un cajón que no cierra, se escuchaban el chocar de varias
chanclas y gritos desesperados. Arriba y a los costados las camas rechinaban.
Todo era ruido.
De
pronto los sonidos se fueron apagando. Solamente quedó uno muy persistente y constante:
Chaka, chaka, chaka, me cambié para salir y seguía: chaka, chaka, casi una hora
y no paraba. Lo pensé y al fin me animé. Dije: “voy a preguntarle a ese cabrón
como le hace para aguantar tanto”. Ya listo para salir caminé hacia donde venía
el sonido ¡oh decepción! El sonido era de una lavadora que limpiaba los fluidos,
de energías acumuladas, en una tarde de pozole y mezcal.
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