Víctor Cardona
Galindo
Daniel Ríos Ozuna
era una leyenda viviente. Había escapado de las Islas Marías, salvó los muros
de agua atestados de tiburones. En ese tiempo no se tenían noticias que otra persona
haya logrado tal proeza, por eso algunos lo veían también con cierta
incredulidad. Ahora cualquiera se escapa de esa colonia penal. Los temidos
carnívoros acuáticos se escasearon cuando una aleta llegó a costar 50 dólares,
los pescadores los atrapaban con desesperación buscando hacer fortuna.
Se sabe que en toda
la historia del penal de las Islas Marías han escapado más de 70 reos, de los
cuales la policía recuperó a cuatro en tierra, dos en una boda en Sinaloa;
algunos no alcanzan llegar a la costa y lo que podría ser una fuga se convierte
en un rescate. Pero a la mayoría los han dado por muertos.
En 1957 un caso
cimbró la región y todo el estado de Guerrero. Los millonarios Joseph Mitchel y Edith Hallock fueron asesinados y sus cuerpos
arrojados al mar por sus verdugos. Él un neoyorquino prominente y ella una
millonaria de la Gran Manzana vinieron para vacacionar en nuestras playas y
encontraron la muerte. La historia la escribió para El Sur Anituy Rebolledo Ayerdi.
Ante la presión de
la prensa internacional el gobernador de Guerrero, Darío Arrieta Mateos, ordenó
a jefe de la Policía Judicial Guillermo González, resultados inmediatos. Pero
como el escándalo tomaba proporciones mayores, la temible Dirección Federal de
Seguridad (DFS) se hizo cargo de las investigaciones por instrucciones del propio
presidente de la República Adolfo Ruíz Cortines.
Luis Fenton
Calvarruzo, Rudy un pocho propietario
de la agencia de viajes del hotel Las Hamacas, la misma que vendió el “paquete
lunamielero” a los ancianos desaparecidos, se aprestó a colaborar con las
investigaciones. Pero la policía ató cabos y arrestó finalmente a Fenton
Calvarruzo el 5 de febrero, dos semanas después de la desaparición de la pareja
neoyorquina.
De ahí
se llamó “el caso Fenton” y llegaron a este puerto mexicano más de 50 agentes
del FBI-Ofician Federal de Investigaciones de Estados Unidos, para investigar
sobre la muerte de Joseph Mitchel y Edith Hallock.
El caso afectó a la
población porque en la búsqueda de los cuerpos murió el tritón de los mares el tecpaneco Apolonio Castillo,
quien al permanecer mucho tiempo sumergido se descompensó y murió
el 11 de marzo de 1957.
“El tal Rudy no aguantará
ni la primera vuelta de la tuerca, escribe Anituy Rebolledo.
–¡Fue Ríos Ozuna, fue el
negro Daniel Ríos Ozuna! ¡Fue él quien los mató, yo no quería matarlos, yo solo
quería robarles sus joyas! —chilla el texano de 35 años, con residencia de
varios años en Acapulco y casado con acapulqueña.
–Pinche culero de la
chingada, fue él quien planeó todo para quedarse con las joyas de la vieja, fue
él quien se los chingó –aúlla en su turno el lanchero Daniel Ríos Ozuna, negro
tizón del barrio de La Candelaria.
–¡Negro maldito, no seas
rajado y di las cosas como fueron! –reprocha Fenton Calvarruzo. –¿Quién los
golpeó en la cabeza con el bat? ¿Quién los amarró con plomada para arrojarlos
al mar? ¡Fuiste tú, cabrón, no te rajes, hijo de la chingada!.
Hospedados en
Las Hamacas, los neoyorquinos Joseph Mitchel y Edith Hallock solicitan a Rudy
Fenton un paseo nocturno por la bahía –‘muy romántico’, acota ella– y que
incluya los clavados de La Quebrada. ¡Ya está!, ofrece el agente: la lancha La
Muñeca estará a sus órdenes en el muelle del hotel a las 8 de la noche. Llevará
una generosa dotación de champaña, les comenta y los ancianos sonríen
maliciosos.
El paseo continúa bajo la
luna de plata hasta dejar atrás las luces de la ciudad. No obstante vivir el
invierno de sus vidas, Joseph y Edith se comportan como si la primavera tocara
apenas a sus puertas. Embelesados, no percibirán los movimientos extraños del
lanchero. Armado con un bat beisbolero, Ríos Ozuna descarga la fuerza de sus 80
kilogramos sobre la cabeza del anciano (‘sonó como cuando se parte un coco
seco’, recordará cínicamente más tarde). La segunda descarga sobre el rostro de
Edith acallará sus angustiosos pedidos de clemencia. Luego, el sonido del mar
engullendo dos cuerpos humanos.
Más tarde, mientras el
Negro Ríos asea cuidadosamente la lancha, Rudy saquea los cuartos de los
turistas neoyorkinos, carga con las joyas de ella y los cheques de viajero de
él. Ambos se reunirán al día siguiente en una cantina del centro. Ahí el
empresario dará algún dinero al lanchero con la promesa de que su parte será
jugosa. Ello ‘en cuanto pase todo el pedo y se puedan vender las joyas’, lo
entusiasma, dice Anituy.
Las penas máximas impuestas
a los homicidas Fenton y Ozuna, aun sin cuerpos del delito, serán calificadas
como mínimas por un Acapulco indignado y dolido profundamente por la muerte de
Polo, a partir de entonces su más joven héroe civil y deportivo.
El negro Ríos dará de que
hablar cuando años más tarde salte ‘los muros de agua’ (José Revueltas, dixit),
es decir, logre fugarse de las Islas Marías. Vagará por el país para recalar
finalmente a su tierra, Atoyac de Álvarez. Fenton por su parte, habría muerto
en presidio.
–Usted me confunde,
paisanito, yo no soy ese que dice usted, yo soy Hilario Zequeida– responde Ríos
Ozuna cuando el reportero de Trópico
Enrique Díaz Clavel, lo descubre encamado en el hospital civil Morelos. Y de
ahí nadie lo sacará”.
Del
caso se han tejido muchas leyendas. “Lo sorprendente del sensacional caso -dice
en su libro En el Viejo Acapulco, la
escritora Luz de Guadalupe Joseph- es que en el doble crimen no hubo muertos y
tampoco hubo asesinato. ¡Fue una simulación! Edith y Joseph Arthur Mitchel
vivían!
Narra
la escritora que los extranjeros supuestamente asesinados y echados sus cuerpos
al mar, resultaron ser dos espías rojos y urdieron su muerte en Acapulco para
poder escapar de una tenaz vigilancia de que eran objeto. Dicen que el último
sitio donde se les vio años después, fue en una población de Borneo donde eran
prósperos industriales holandeses.
Otras
versión dice que los turistas estadunidenses Joseph Mitchel y Edith Hallock,
asesinados, en el punto conocido como la Yerbabuena, en la bahía de Acapulco, y
cuya profundidad aproximada es de 60 metros, eran en realidad espías gringos. Descendientes
del propio Apolonio Castillo aseguraron que los estadunidenses trabajaban para
la Agencia Central de Inteligencia (CIA, por sus siglas en inglés), y que fueron
muertos por agentes del Comité de Seguridad del Estado, conocido como la KGB.
Si
este último mito fuera cierto, Fenton se lo llevó a la tumba, porque de que
fueron asesinados, fueron asesinados. Con los años Daniel Ríos Ozuna llegaría a
su natal Atoyac y contaría a los amigos su versión de la historia…
El
propietario del hotel tenía tres lanchas, una la manejaba El Gringo, otra Ríos
Ozuna y la tercera otro lanchero cuyo nombre escapa a la memoria. Pero un día
llegaron esos viejitos de luna de miel y Fenton le ordenó lo acompañara para
llevarlos de paseo y ya estando lejos, en la bahía, Fentón mató al viejito y
luego con una pistola en la mano ordenó, a Ríos, que matara a la viejita. Él no
la quería matar pero Fenton le dijo – “si no la matas aquí te quedas con ellos”.
La
anciana le suplicaba que no la matara y que todas sus joyas serían para él. Sin
escuchar las súplicas le pegó con un bate en la cabeza. Luego se movieron a un
lugar más profundo del mar, amarraron los cuerpos a muelles de barco y los arrojaron
en un cantil. Los cuerpos se sumergieron para no ser encontrados jamás.
Luego
El Gringo le ordenó que lavara la sangre de la lancha. El maletín repleto de
dinero que traía la pareja fue enterrado en una playa solitaria, solamente
tomaron lo necesario para los dos “me sentía con dinero pero culpable”, contaba
Ríos Ozuna a sus amigos de Atoyac.
A los
tres días comenzaron las noticias de que no aparecían los norteamericanos. Mientras
Daniel se dedicó a gastarse el dinero, a beber y disfrutar con los amigos, un
poco para matar el dolor y el recuerdo de las súplicas de la anciana que le
taladraban los sentidos. Esa viejita que le dijo que toda su fortuna sería para
él si le perdonaba la vida.
Por
eso le dijo a su mujer que si lo buscaba la policía dijera que estaba en el restaurante
Las Brisas. Hasta allí llegaron los detectives ataviados con guayabera y
sombrerito blanco. Al llegar los agentes preguntaron -¿quién es Daniel Ríos
Ozuna? -aquel dijo -yo -y se paró tratándose de serenar para esperar a los
agentes.
De
inmediato lo comenzaron a golpear y después de algunas sesiones de tortura, lo
llevaron detenido al palacio negro de Lecumberri donde estuvo muchos días parado
dentro de una gaveta, con una gota de agua fría cayéndole todo el tiempo en la
cabeza. Luego a las Islas Marías donde se la pasaba llorando bajo un árbol,
pidiendo al espíritu de la viejita que lo perdonara.
Conocedor
del mar, tuvo la suerte que lo pusieron a trabajar en una carpintería. Todos
los días se robaba una tablita y se internaba en los montes de la isla para
esconderla, igual fue acumulando clavos uno a uno. Contaba que en la sierra de
la isla Madre donde se producen maderas preciosas y henequén, había fieras
salvajes, boas de grandes tamaños, pero que no le importaba el peligro porque
en lo único que pensaba era regresar con su familia.
Un día
le pidió al capitán del navío que los visitaba que le comprara algunos metros
de lona y tachuelas para hacer una cama. Pero aquél le llevó varios metros y
varias cajas de tachuela que no le cobró, porque sabía las condiciones en que
vivían los presos. En esos tiempos los reclusos se ocupaban en las salinas, en
carpinterías y en la producción de henequén para hacer mecate. La vida en el
penal era dura, muchos presos quedaron ciegos de tanto trabajar en las salinas,
había riñas en las filas de revista y muchos morían picados por una varilla con
punta.
Para
escapar se asoció con otros dos presos que eran hijos de familias ricas. “Yo ya
tengo la lancha, ustedes consigan dinero”, les dijo. En el monte fueron acumulando,
agua dulce, paquetes de galletas, latas de chile y sardinas. Cuando estuvieron listos,
una noche de 1961, por una playa solitaria, echaron la pequeña barca al mar y partieron
de la isla en silencio. Afortunadamente la pequeña embarcación soportó los
embates de las fuertes olas. Muchos días pasaron los tres en alta mar, se les
agotaron las provisiones, en la medida que avanzaba el tiempo veían visiones por
falta de alimento y agua. Bebían sorbos de agua de mar para soportar la sed. Después
de mucho andar en el mar, salieron en una playa solitaria de la costa de
Nayarit. Rápidamente se quitaron la ropa reglamentaria de los presos y la
enterraron junto con la barca. Desnudos fueron a buscar ayuda argumentando que
el mar les había quitado la ropa cuando fueron a pescar. “Solamente se salvó un
short con dinero”, dijeron al anciano que les dio de comer y les consiguió unos
harapos para vestirse. En agradecimiento le dejaron 600 pesos.
Luego
de abrazarse y llorar los tres se despidieron para siempre. Daniel caminó toda
la noche y llegó a un rancho al amanecer donde se acomidió a ordeñar. Pidió
trabajo diciendo que sabía hacer desde tejas hasta tabiques.
Con el
nombre de José Ortega trabajó en ese rancho. Pero un día el patrón mató a unas
personas en una fiesta, y al sentir la cercanía de la policía, Daniel salió
huyendo por el monte. Anduvo comiendo coco seco en la costa y buscando
aventones hasta llegar a un pueblo, donde un anciano le dio a leer un periódico
donde decía que tres hombres peligrosos se habían escapado de las Islas Marías.
El periódico advertía que si los encontraban en alta mar los iban a bombardear.
En ese
pueblo había una fiesta donde ayudó a los del grupo a recoger el equipo, se
quedó con ellos a dormir y luego convenció a un chofer que le diera un aventón.
Llegó a la Ciudad de México y luego en aventones hasta Petatlán. Fue a pagar
una manda con Padre Jesús que lo salvó de morir ahogado y con su manto lo protegió
de las patrullas de la Marina que lo buscaban.
Después
de cumplir su manda, una madrugada llegó con su familia a la ciudad de Atoyac.
Ahí residió muchos años como una leyenda viviente. “Es que nadie escapaba de
las Islas Marías”. Mucho mostraba a su familia en una historieta “Islas Marías”
la foto de un árbol bajo cuya sombra se la pasaba llorando. Luego emigró la ciudad de Tijuana donde
finalmente murió hace 35 años. Al parecer su cuerpo terminó en la fosa común.
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