Víctor
Cardona Galindo
Desde
hace mucho tiempo Atoyac dejó de ser una ciudad cuya vida circulaba alrededor
de la iglesia católica. Las agrupaciones religiosas se han diversificado. Los
salones del reino de los Testigos de Jehová están por todos los rumbos, hasta
en el pueblo más pequeño. Hay una Casa de la Cultura y una comunidad cultural
organizada. Llama la atención la presencia de la iglesia del Dios Único
instalada en la colonia Benito Juárez dirigida por el padre Máximo Gómez. La
ciudad va evolucionando, la mayoría de las calles están pavimentadas,
desaparecieron los cuches sueltos y por todos lados vemos antenas de telefonía
celular.
El paso del río, de El Ticuí a la ciudad de Atoyac, en 1984. La gráfica fue tomada donde ahora está el puente. Foto: tomada de Internet. |
A mi generación le tocó ver la
llegada del teléfono celular y la internet. Ahora existe esta generación que se
le llama “nativos digitales” para quienes la existencia de los medios de
comunicación como la televisión por cable, la internet, los videojuegos, las
tabletas y el celular son de lo más común. Muchos niños ni se acuerdan cuando
aprendieron a manejar esos dispositivos. Pero no siempre fue así, estos
aparatejos que aparentemente hacen la vida más fácil, llegaron por estos lares a
partir del año 2000. Con excepción de la televisión por cable que llegó desde
1996. Con anterioridad ya en algunos negocios se habían instalado máquinas de
videojuegos tragamonedas, mismas que vinieron a cambiar los juegos de la niñez,
y cada vez fue más la presencia de aparatos de video juegos portátiles.
A
mi generación le tocó entrar a la vida cuando apenas la televisión pública se
hacía popular por estos rumbos, sólo unas cuantas familias podían comprar ese aparato
y una que otra casa tenía televisión a color. La gente tardaba días en enterarse
de los acontecimientos mundiales, hoy por la tecnología, en el mismo minuto en
que están pasando las cosas, ya las conocemos. Incluso podemos ver en vivo y en
tiempo real acontecimientos de gran magnitud como el impactante segundo
avionazo a las Torres Gemelas de Nueva York.
A
nosotros todavía nos tocó divertirnos jugando rayuela, canicas y cocoles. Las
niñas tenían muñecas no tan sofisticadas como las de ahora, era rara quien
poseía una Barbie y
nosotros éramos felices haciendo pelear a El Santo y Blue Demon
que venían en una sola presentación. Los juegos no eran tecnologizados, los niños teníamos
libertad de irnos a bañar al río y las niñas jugaban a las “comiditas” o a la “rueda
de San Miguel”, el juego de “Juan Pirulero” o en las “cebollitas” interactuaban
con los niños. Por las noches en nuestras calles nos reuníamos para jugar al
“encantado” o a las escondidas.
Cuando
éramos niño jugábamos en los corredores sin piso atrapando cuquitos, que es una
especie de diminutos topos que escarban la tierra haciéndola saltar y formando
pequeños cráteres, atraparlos y ponerlos con tierrita en nuestras manos era
nuestro pasatiempo. Para encontrarlos les
llamábamos “cuquitos, cuquitos”, parece que les
gustara ese nombre porque al oír nuestra voz comenzaban a escarbar. Esos
topitos, para nosotros cuquitos, que habitan en la tierra suelta de los
corredores de las casas, en realidad son larvas de hormiga león y los pequeños
cráteres de tierra fina que escarban son unas trampas muy prácticas para que
caigan otros insectos que les sirven de alimento.
También cortábamos los frutos tiernos del cirián para
hacer vaquitas o con varas del mismo árbol hacíamos arcos para jugar a los
apeches. Jugábamos con avioncitos hechos con hojas de Rosa de las Ánimas y a veces una espina de
cornizuelo era una poderosa nave de guerra.
Los juegos más rudos eran: trozar una
botella de Clarasol y colocarle en la boquilla la mitad de un globo y como
proyectiles usábamos los frutos de un árbol conocido como Paraíso, con esos
jugábamos a las guerritas, algunos usaban pequeñas piedritas. Los proyectiles
se introducían por lo ancho de la botella y una vez que caían en el globo se le
jalaba con fuerza y se soltaba, el disparo era certero en la espalda del
adversario, “estense quietos chamacos se van a sacar un ojo” gritaba un adulto,
ese era el regaño. Otro juego era fabricar carabinas con pedazos de tablas y
ligas, con esas lanzábamos corcholatas y jugábamos a los balazos.
Con
monedas jugábamos a la cuarta. O fabricábamos rayuelas con botones o
corcholatas aplastadas. A las corcholatas se les hacían dos hoyos en medio y
después de sacarles filo en una piedra, se les metía un hilo para hacerlas
girar y jugar a las cortadas.
Con un
alambre doblado empujábamos un rin de bicicleta y todo el día andábamos
corriendo detrás de la rueda. O simplemente empujábamos por el suelo una varita
arqueada que iba por delante de nosotros dando tumbos. El burro o el avión se
jugaba con tachuelas redondas hechas con pedazos de tepalcates. El Stop, para
jugarlo se hacía un círculo y se marcaban cuadros con nombres de países y se decía
declaro la guerra en contra de: al que le tocaba brincaba y decía stop. Era de
habilidad.
Para
jugar Martín Quemao se repetía el verso: “Mantin quemao /quien lo quemó /el dueño del jato /préndelo
préndelo /por chupador de tabaco… Ese era el verso burla para el que se
quedaba.
Otro juego era: “Amo a
Tom, matarilim, rili, ron /Milano, no está aquí /está en su vergel /abriendo la
rosa y cerrando el clavel”. Casi todos los juegos eran de correr por eso no
había chamacos gordos por más que le entraran duro a las tortillas con
frijoles.
Un
helado de vainilla o de fresa era la mayor delicia que podría disfrutar un
niño. Existe una tonada que para todos los mexicanos es familiar,
y no es otra que la canción que tienen todavía los carros que venden helados.
Es un sonido hechizante que nos anuncia que el nevero está pasando por la calle
y es la hora de salir corriendo a comprar nuestra nieve preferida. Esta melodía
viene desde la época de nuestros abuelos cuando los helados se vendían en
bicicletas. A nosotros nos tocó correr tras esas camionetas pick-up o combis
que nos llamaban repetidamente con ese sonidito que alegraba el corazón.
Para
los que no saben, esa melodía se llama Alley
Cat del compositor y pianista Bent Fabric, la han tocado muchas
generaciones de heladeros en todas las regiones de México, sumándose
después Chicken Feed del mismo autor. Esas son las tonadas que todavía
llaman nuestra atención para comprar un helado. Yo así recuerdo mi niñez,
muchas veces ganándome uno azotes por no querer dejar de ver el programa del Chavo del 8 o los Súper Amigos de la Liga de la
Justicia.
La
niñez de mi generación fue muy bonita, podíamos bañarnos todo el día en las
aguas limpias del río y en las caídas de los canales. Cuando secaban los
canales podíamos atrapar gran cantidad de peces y camarones. No había tanta
contaminación, a principios de los ochenta se podía beber el agua
de las sangrías de los canales, todo estaba limpio, los ticuiseños íbamos a
traer todas las mañanas agua del canalón para beber. Las cosas se comenzaron a
cochinear entrando los años noventa, ya en 1992 nos atacó una epidemia de
cólera.
En
materia de comunicaciones los atoyaquenses hemos avanzado lento. En 1964
llegaron los primeros aparatos de televisión a la Costa Grande. En 1979
se instaló en El Ticuí una antena retrasmisora
de televisión que pronto se quitó, luego se instaló otra en la Cueva del Club
de Leones y en 1986 se hicieron populares las antenas parabólicas.
En 1991 se inauguró con la presencia del gobernador
José Francisco Ruiz Massieu la estación de radio XHAYA Estéreo Sol en el 100.9
FM. En 1993 la alcaldesa María de la Luz Núñez Ramos instaló una antena
repetidora de televisión con la que se veían cuatro canales.
El 2
de octubre 1995 se fundó la televisión por cable Cablecosta y dos años después
inició en operación el canal 8. En los primeros días de septiembre de 1997
fueron las primeras transmisiones del noticiero NTC Directo en la Noticia. Para el 2001 llegó la
telefonía celular y la fibra óptica de Internet. Antes si querías conectarte al
ciberespacio tenías que hacer una llamada de larga distancia. En la ciudad
de Atoyac hay antenas por todos lados, la gente cree que provocan cáncer. También
los platos azules y rojos de las empresas de televisión por paga adornan las
culatas de muchos hogares.
Cuando comencé a reportear allá por 1991, sólo había
fax en la terminal de la flecha roja y en la Cámara Nacional de Comercio (Canaco),
el doctor Miguel Ángel Ponce Jacinto era presidente de ese organismo y Rafael
Arzeta Cervantes, Rafa, el
administrador. Rafa a veces de mal
humor nos hacía el favor de mandarnos el fax a nuestros periódicos, siempre que
llamáramos por cobrar. En la terminal de autobuses Estrella Blanca Gildo nos enviaba los textos a 10 pesos
por hoja. Por eso había que ser escueto en nuestras notas. Luego Nereo Galindo
y Leonel Aguilera instalaron su oficina en la calle de la SARH donde tenían un
fax y a veces nos lo prestaban, también siempre que llamáramos por cobrar.
Recuerdo que Leonel dormía pegado a la ventana con una
pistola 38 especial como almohada, mientras que Nereo dormía en la cama del
único cuarto de la casa. Los dos escribían en la tarde, Leonel para EL Sol de Acapulco y Nereo Galindo para Novedades de Acapulco. Leonel siempre
estaba haciendo bromas, era un gran amigo.
El fax fue el pretexto para que Graciela Radilla como
corresponsal de Diario 17 llegara a
la Canaco y de ahí naciera el romance que posteriormente la llevaría a casarse
con Rafael Arzeta. Luego vivieron en Agustín Ramírez donde en un momento
estuvieron las oficinas del Sindicato Nacional Redactores de la Prensa (SNRP)
cuya primera delegación encabezó Nereo Galindo Hernández.
Ya para 1994 había fax en las casetas Fantasy, y en la
Central de mi madrina Charlotte. Nos
cobraban tres pesos por hoja y lo que tardara la llamada al pasar el fax. Todos
los corresponsales escribíamos a máquina y luego íbamos corriendo a mandar
nuestros faxes. Luego Graciela y Rafael nos siguieron prestado el fax que
instalaron en su casa cuando publicaban la revista La Costa.
Cuando vino la Internet, el primer Cibercafé se
instaló en la calle Álvaro Obregón en la casa de Lety Arevalo, cobraban 30
pesos la hora, teníamos que redactar a mano primero para después ir a capturar
y mandar las notas. A Marcos Villegas Tecuapa, El Campanita, lo envicie en eso del internet enseñándole unos
videos pornográficos que me llegaron en forma de virus. Luego cuando tenía dudas
en el manejo de la máquina le preguntaba a buen Marcos Villegas, que aprendió
bien rápido, El Campanita es un
hombre de gran corazón, de mucha sensibilidad y buen amigo. Luego el maestro
Abonce abrió el cibercafé Payolita, a un costado del Ayuntamiento, que fue muy
famoso a principios del año 2000, entonces ya cobraban 10 pesos. Ahora hay cibers que cobran hasta 3 pesos la hora.
Fuimos aprendiendo poco a poco a manejar las
herramientas de trabajo. El problema que nos encontramos cuando comenzamos a
mandar nuestras notas por internet fueron los famosos virus. A Rafael Arzeta,
en ese tiempo corresponsal de Novedades,
le llegó vía internet un pene de medio metro que infestaba los archivos y al abrirlos
aparecía. El travieso de Rafael domesticó el virus y lo guardó en un disquete y
luego como no queriendo infectaba las máquinas donde trabajaba con tamaño
pizarrín. Ese virus se convirtió en una calamidad, no era nocivo, simplemente
al abrir los archivos salía primero, pero al darle escape desaparecía.
Un día, alguien me mandó un virus que era también un
órgano reproductor masculino que caminaba con sus testículos tras el puntero del mouse, queriéndoselo comer. Era una lata
cada vez que aparecía porque se movía sin control por toda la pantalla, hasta
que un día encontré la manera de eliminarlo y le dije adiós.
Todo eso para nosotros era novedad, íbamos aprendiendo
en la marcha. Muchas dudas desparecieron hasta que Pablo Alonso Sánchez como
líder del SNRP invitó a una maestra cubana que daba clases en la Facultad de Comunicación
de la Universidad Autónoma de Guerrero que nos enseñó a manejar los programas y
hacer de la computadora una herramienta poderosa para nuestro trabajo.
En el cibercafé de la calle Álvaro Obregón, un día,
policías de la Agencia Federal de Investigaciones (AFI) estuvieron dictando
datos de su “parte de novedades” para mandarlos por correo electrónico y
nosotros los corresponsales de los medios de comunicación estábamos escuchando
todo. Creo que no se imaginaron que en Atoyac los periodistas escribían en un
cibercafé. Luego en Payolita unos agentes federales estuvieron bajando la
información de una página de internet del Ejército Popular Revolucionario
(EPR). Los reporteros locales nos esteramos de todo, después tuvimos problemas
con el comandante. Nos quiso involucrar con el narco y con la guerrilla,
principalmente a Pablo Alonso y a mí. Nereo Galindo buscó la asesoría del abogado
Luis Pablo Solís Verdín quien nos defendió con mucha valentía.
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