jueves, 23 de febrero de 2017

Ciudad con aroma de café XXI

Víctor Cardona Galindo
Desde hace mucho tiempo Atoyac dejó de ser una ciudad cuya vida circulaba alrededor de la iglesia católica. Las agrupaciones religiosas se han diversificado. Los salones del reino de los Testigos de Jehová están por todos los rumbos, hasta en el pueblo más pequeño. Hay una Casa de la Cultura y una comunidad cultural organizada. Llama la atención la presencia de la iglesia del Dios Único instalada en la colonia Benito Juárez dirigida por el padre Máximo Gómez. La ciudad va evolucionando, la mayoría de las calles están pavimentadas, desaparecieron los cuches sueltos y por todos lados vemos antenas de telefonía celular.
El paso del río, de El Ticuí a la ciudad de Atoyac, en 1984. La gráfica fue
tomada donde ahora está el puente. Foto: tomada de Internet.

A mi generación le tocó ver la llegada del teléfono celular y la internet. Ahora existe esta generación que se le llama “nativos digitales” para quienes la existencia de los medios de comunicación como la televisión por cable, la internet, los videojuegos, las tabletas y el celular son de lo más común. Muchos niños ni se acuerdan cuando aprendieron a manejar esos dispositivos. Pero no siempre fue así, estos aparatejos que aparentemente hacen la vida más fácil, llegaron por estos lares a partir del año 2000. Con excepción de la televisión por cable que llegó desde 1996. Con anterioridad ya en algunos negocios se habían instalado máquinas de videojuegos tragamonedas, mismas que vinieron a cambiar los juegos de la niñez, y cada vez fue más la presencia de aparatos de video juegos portátiles.
A mi generación le tocó entrar a la vida cuando apenas la televisión pública se hacía popular por estos rumbos, sólo unas cuantas familias podían comprar ese aparato y una que otra casa tenía televisión a color. La gente tardaba días en enterarse de los acontecimientos mundiales, hoy por la tecnología, en el mismo minuto en que están pasando las cosas, ya las conocemos. Incluso podemos ver en vivo y en tiempo real acontecimientos de gran magnitud como el impactante segundo avionazo a las Torres Gemelas de Nueva York.
A nosotros todavía nos tocó divertirnos jugando rayuela, canicas y cocoles. Las niñas tenían muñecas no tan sofisticadas como las de ahora, era rara quien poseía una Barbie y nosotros éramos felices haciendo pelear a El Santo y Blue Demon que venían en una sola presentación. Los juegos no eran tecnologizados, los niños teníamos libertad de irnos a bañar al río y las niñas jugaban a las “comiditas” o a la “rueda de San Miguel”, el juego de “Juan Pirulero” o en las “cebollitas” interactuaban con los niños. Por las noches en nuestras calles nos reuníamos para jugar al “encantado” o a las escondidas.
Cuando éramos niño jugábamos en los corredores sin piso atrapando cuquitos, que es una especie de diminutos topos que escarban la tierra haciéndola saltar y formando pequeños cráteres, atraparlos y ponerlos con tierrita en nuestras manos era nuestro pasatiempo. Para encontrarlos les llamábamos “cuquitos, cuquitos”, parece que les gustara ese nombre porque al oír nuestra voz comenzaban a escarbar. Esos topitos, para nosotros cuquitos, que habitan en la tierra suelta de los corredores de las casas, en realidad son larvas de hormiga león y los pequeños cráteres de tierra fina que escarban son unas trampas muy prácticas para que caigan otros insectos que les sirven de alimento.
También cortábamos los frutos tiernos del cirián para hacer vaquitas o con varas del mismo árbol hacíamos arcos para jugar a los apeches. Jugábamos con avioncitos hechos con hojas  de Rosa de las Ánimas y a veces una espina de cornizuelo era una poderosa nave de guerra.
Los juegos más rudos eran: trozar una botella de Clarasol y colocarle en la boquilla la mitad de un globo y como proyectiles usábamos los frutos de un árbol conocido como Paraíso, con esos jugábamos a las guerritas, algunos usaban pequeñas piedritas. Los proyectiles se introducían por lo ancho de la botella y una vez que caían en el globo se le jalaba con fuerza y se soltaba, el disparo era certero en la espalda del adversario, “estense quietos chamacos se van a sacar un ojo” gritaba un adulto, ese era el regaño. Otro juego era fabricar carabinas con pedazos de tablas y ligas, con esas lanzábamos corcholatas y jugábamos a los balazos.
Con monedas jugábamos a la cuarta. O fabricábamos rayuelas con botones o corcholatas aplastadas. A las corcholatas se les hacían dos hoyos en medio y después de sacarles filo en una piedra, se les metía un hilo para hacerlas girar y jugar a las cortadas.
Con un alambre doblado empujábamos un rin de bicicleta y todo el día andábamos corriendo detrás de la rueda. O simplemente empujábamos por el suelo una varita arqueada que iba por delante de nosotros dando tumbos. El burro o el avión se jugaba con tachuelas redondas hechas con pedazos de tepalcates. El Stop, para jugarlo se hacía un círculo y se marcaban cuadros con nombres de países y se decía declaro la guerra en contra de: al que le tocaba brincaba y decía stop. Era de habilidad.
Para jugar Martín Quemao se repetía el verso: “Mantin quemao /quien lo quemó /el dueño del jato /préndelo préndelo /por chupador de tabaco… Ese era el verso burla para el que se quedaba.
Otro juego era: “Amo a Tom, matarilim, rili, ron /Milano, no está aquí /está en su vergel /abriendo la rosa y cerrando el clavel”. Casi todos los juegos eran de correr por eso no había chamacos gordos por más que le entraran duro a las tortillas con frijoles.
Un helado de vainilla o de fresa era la mayor delicia que podría disfrutar un niño. Existe una tonada que para todos los mexicanos es familiar, y no es otra que la canción que tienen todavía los carros que venden helados. Es un sonido hechizante que nos anuncia que el nevero está pasando por la calle y es la hora de salir corriendo a comprar nuestra nieve preferida. Esta melodía viene desde la época de nuestros abuelos cuando los helados se vendían en bicicletas. A nosotros nos tocó correr tras esas camionetas pick-up o combis que nos llamaban repetidamente con ese sonidito que alegraba el corazón.
Para los que no saben, esa melodía se llama Alley Cat del compositor y pianista Bent Fabric, la han tocado muchas generaciones de heladeros en todas las regiones de México, sumándose después  Chicken Feed del mismo autor. Esas son las tonadas que todavía llaman nuestra atención para comprar un helado. Yo así recuerdo mi niñez, muchas veces ganándome uno azotes por no querer dejar de ver el programa del Chavo del 8 o los Súper Amigos de la Liga de la Justicia.
La niñez de mi generación fue muy bonita, podíamos bañarnos todo el día en las aguas limpias del río y en las caídas de los canales. Cuando secaban los canales podíamos atrapar gran cantidad de peces y camarones. No había tanta contaminación, a principios de los ochenta se podía beber el agua de las sangrías de los canales, todo estaba limpio, los ticuiseños íbamos a traer todas las mañanas agua del canalón para beber. Las cosas se comenzaron a cochinear entrando los años noventa, ya en 1992 nos atacó una epidemia de cólera.
En materia de comunicaciones los atoyaquenses hemos avanzado lento. En 1964 llegaron los primeros aparatos de televisión a la Costa Grande. En 1979 se instaló en El Ticuí una antena retrasmisora de televisión que pronto se quitó, luego se instaló otra en la Cueva del Club de Leones y en 1986 se hicieron populares las antenas parabólicas. En 1991 se inauguró con la presencia del gobernador José Francisco Ruiz Massieu la estación de radio XHAYA Estéreo Sol en el 100.9 FM. En 1993 la alcaldesa María de la Luz Núñez Ramos instaló una antena repetidora de televisión con la que se veían cuatro canales.
El 2 de octubre 1995 se fundó la televisión por cable Cablecosta y dos años después inició en operación el canal 8. En los primeros días de septiembre de 1997 fueron las primeras transmisiones del noticiero NTC Directo en la Noticia. Para el 2001 llegó la telefonía celular y la fibra óptica de Internet. Antes si querías conectarte al ciberespacio tenías que hacer una llamada de larga distancia. En la ciudad de Atoyac hay antenas por todos lados, la gente cree que provocan cáncer. También los platos azules y rojos de las empresas de televisión por paga adornan las culatas de muchos hogares.
Cuando comencé a reportear allá por 1991, sólo había fax en la terminal de la flecha roja y en la Cámara Nacional de Comercio (Canaco), el doctor Miguel Ángel Ponce Jacinto era presidente de ese organismo y Rafael Arzeta Cervantes, Rafa, el administrador. Rafa a veces de mal humor nos hacía el favor de mandarnos el fax a nuestros periódicos, siempre que llamáramos por cobrar. En la terminal de autobuses Estrella Blanca Gildo nos enviaba los textos a 10 pesos por hoja. Por eso había que ser escueto en nuestras notas. Luego Nereo Galindo y Leonel Aguilera instalaron su oficina en la calle de la SARH donde tenían un fax y a veces nos lo prestaban, también siempre que llamáramos por cobrar.
Recuerdo que Leonel dormía pegado a la ventana con una pistola 38 especial como almohada, mientras que Nereo dormía en la cama del único cuarto de la casa. Los dos escribían en la tarde, Leonel para EL Sol de Acapulco y Nereo Galindo para Novedades de Acapulco. Leonel siempre estaba haciendo bromas, era un gran amigo.
El fax fue el pretexto para que Graciela Radilla como corresponsal de Diario 17 llegara a la Canaco y de ahí naciera el romance que posteriormente la llevaría a casarse con Rafael Arzeta. Luego vivieron en Agustín Ramírez donde en un momento estuvieron las oficinas del Sindicato Nacional Redactores de la Prensa (SNRP) cuya primera delegación encabezó Nereo Galindo Hernández.
Ya para 1994 había fax en las casetas Fantasy, y en la Central de mi madrina Charlotte. Nos cobraban tres pesos por hoja y lo que tardara la llamada al pasar el fax. Todos los corresponsales escribíamos a máquina y luego íbamos corriendo a mandar nuestros faxes. Luego Graciela y Rafael nos siguieron prestado el fax que instalaron en su casa cuando publicaban la revista La Costa.
Cuando vino la Internet, el primer Cibercafé se instaló en la calle Álvaro Obregón en la casa de Lety Arevalo, cobraban 30 pesos la hora, teníamos que redactar a mano primero para después ir a capturar y mandar las notas. A Marcos Villegas Tecuapa, El Campanita, lo envicie en eso del internet enseñándole unos videos pornográficos que me llegaron en forma de virus. Luego cuando tenía dudas en el manejo de la máquina le preguntaba a buen Marcos Villegas, que aprendió bien rápido, El Campanita es un hombre de gran corazón, de mucha sensibilidad y buen amigo. Luego el maestro Abonce abrió el cibercafé Payolita, a un costado del Ayuntamiento, que fue muy famoso a principios del año 2000, entonces ya cobraban 10 pesos. Ahora hay cibers que cobran hasta 3 pesos la hora.
Fuimos aprendiendo poco a poco a manejar las herramientas de trabajo. El problema que nos encontramos cuando comenzamos a mandar nuestras notas por internet fueron los famosos virus. A Rafael Arzeta, en ese tiempo corresponsal de Novedades, le llegó vía internet un pene de medio metro que infestaba los archivos y al abrirlos aparecía. El travieso de Rafael domesticó el virus y lo guardó en un disquete y luego como no queriendo infectaba las máquinas donde trabajaba con tamaño pizarrín. Ese virus se convirtió en una calamidad, no era nocivo, simplemente al abrir los archivos salía primero, pero al darle escape desaparecía.
Un día, alguien me mandó un virus que era también un órgano reproductor masculino que caminaba con sus testículos tras el  puntero del mouse, queriéndoselo comer. Era una lata cada vez que aparecía porque se movía sin control por toda la pantalla, hasta que un día encontré la manera de eliminarlo y le dije adiós.
Todo eso para nosotros era novedad, íbamos aprendiendo en la marcha. Muchas dudas desparecieron hasta que Pablo Alonso Sánchez como líder del SNRP invitó a una maestra cubana que daba clases en la Facultad de Comunicación de la Universidad Autónoma de Guerrero que nos enseñó a manejar los programas y hacer de la computadora una herramienta poderosa para nuestro trabajo.

En el cibercafé de la calle Álvaro Obregón, un día, policías de la Agencia Federal de Investigaciones (AFI) estuvieron dictando datos de su “parte de novedades” para mandarlos por correo electrónico y nosotros los corresponsales de los medios de comunicación estábamos escuchando todo. Creo que no se imaginaron que en Atoyac los periodistas escribían en un cibercafé. Luego en Payolita unos agentes federales estuvieron bajando la información de una página de internet del Ejército Popular Revolucionario (EPR). Los reporteros locales nos esteramos de todo, después tuvimos problemas con el comandante. Nos quiso involucrar con el narco y con la guerrilla, principalmente a Pablo Alonso y a mí. Nereo Galindo buscó la asesoría del abogado Luis Pablo Solís Verdín quien nos defendió con mucha valentía. 

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