viernes, 22 de marzo de 2024

Al Atoyac

 

Ignacio Manuel Altamirano

 

     Abrase el sol de julio las playas arenosas

que azota con sus tumbos  embravecido el mar,

y opongan en su lucha, las aguas orgullosas,

al encendido rayo, su ronco rebramar.

 


     Tú corres blandamente bajo la fresca sombra

que el mangle con sus ramas espesas te formó:

y duermes tus remansos en la mullida alfombra

que dulce primavera de flores matizó.

 

     Tú juegas en las grutas que forman tus riberas

de ceibas y parotas el bosque colosal:

y plácido murmuras al pie de las palmeras

que esbeltas se retratan en tu onda de cristal.

 

   En este edén divino, que esconde aquí la costa,

el sol ya no penetra con rayo abrasador;

su luz, cayendo tibia, los árboles no agosta,

y en tu enramada espesa, se tiñe de verdor.

 

  Aquí solo se escuchan murmullos mil suaves,

el blando son que forman tus linfas al correr,

la planta cuando crece, y el canto de las aves,

y el aura que suspira, las ramas al mecer.

 

  Osténtanse las flores que cuelgan  de tu techo

en mil y mil guirnaldas para adornar tu sien:

y el gigantesco loto, que brota de tu lecho,

con frescos ramilletes inclínase también.

 

     Se dobla en tus orillas, cimbrándose, el papayo,

el mango con sus pomas de oro y de carmín;

y en los ilamos saltan, gozoso el papagayo,

el ronco carpintero y el dulce colorín.

 

    A veces tus cristales se apartan bulliciosos

de que morenas ninfas, jugando en derredor:

y amante las prodigas abrazos misteriosos

y lánguido recibes sus ósculos de amor.

 

    Y cuando el sol se oculta detrás de los palmares,

y en su salvaje templo comienza a oscurecer,

del ave te saludan los últimos cantares

que lleva de los vientos el vuelo postrimer.

 

     La noche viene tibia; se cuelga ya brillando

la blanca luna, en medio de un cielo de zafir,

y todo allá en los bosques se encoge y va callado,

y todo en tus riberas empieza ya ha dormir.

 

     Entonces en tu lecho de arena, aletargado

cubriéndote las palmas con lúgubre capuz,

también te vas durmiendo, apenas alumbrado

del astro de la noche por la argentada luz.

 

     Y así resbalas muelle; ni turban tu reposo

del remo de las barcas el tímido rumor,

ni el repentino brinco del pez que huye medroso

en busca de las peñas que esquiva el pescador.

 

     Ni el silbo de los grillos que se alza en los esteros,

ni el ronco que a los aires los caracoles dan,

ni el huaco vigilante que en gritos lastimeros

inquieta entre los juncos el sueño del caimán.

 

     En tanto los cocuyos en polvo refulgente

salpican los umbrosos yerbajes del huamil,

y las oscuras malvas del algodón naciente

que crece de las cañas de maíz, entre el carril.

 

     Y en tanto en la cabaña, la joven que se mece

 en la ligera hamaca y en lánguido vaivén,

arrúllase cantado la zamba que entristece,

mezclando con las torvas el suspirar también.

 

     Más de repente, al aire suenan los bordones

del arpa de la costa con incitante son,

y agítanse y preludian la flor de las canciones,

la dulce malagueña que alegra el corazón.

 

     Entonces, de los barrios la turba placentera

en pos del arpa el bosque comienza a recorrer,

 y todo en breve es fiestas y danza en tu ribera,

y toda amor y cantos y risas y placer.

 

     Así transcurren breves y sin sentir las horas:

y de tus blandos sueños en medio del sopor

escuchas a tus hijas, morenas seductoras,

que entonan a la luna, sus cántigas de amor.

 

     Las aves en sus nidos, de dicha se estremecen,

los floripondios se abren su esencia a derramar;

los céfiros despiertan y suspirar parecen;

Tus aguas en el álveo se sienten palpitar.

 

     ¡Ay! ¿Quién, en estas horas, en que el insomnio ardiente

aviva los recuerdos del eclipsado bien,

no busca el blando seno de la querida ausente

para posar los labios y reclinar la sien?

 

     Las palmas se entrelazan, la luz en sus caricias

destierra de tu lecho la triste oscuridad:

las flores a las auras inundan de delicias...

y solo el alma siente su triste soledad.

 

    Adiós, callado río: tus verdes y risueñas

orillas no entristezcan las quejas del pesar;

que oírlas solo deben las solitarias peñas

que azota, con sus tumbos, embravecido el mar.

 

    Tú queda reflejando la luna en tus cristales,

que pasan en tus bordes tupidos a mecer

los verdes ahuejotes y azules carrizales,

que al sueño ya rendidos volviéronse a caer.

 

     Tú corre blandamente bajo la fresa sombra

que el mangle con sus ramas espesas te formó;

y que duerman tus remanso en la mullida alfombra

que alegre primavera de flores matizó.

 

Rimas, julio de 1864

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